Que sea hoy un jesuita quien ocupa por vez primera en la historia el trono papal es un hecho que empezó a notarse desde el primer día de su elección. Y este verano, tras su viaje a Brasil, se ha acelerado más aún mi impresión de que, pronto, en Roma van a suceder muchas cosas. No es preciso ser un experto en enredos vaticanos para darse cuenta de ello; y ni siquiera ser creyente para que el asunto nos llame poderosamente la atención. Pese a los sectores «progresistas» de la Iglesia que ven con escepticismo al nuevo Papa, es necesario insistir: hay un jesuita en Roma.
André Malraux dijo una vez que él era un «ateo cristiano». A mí, cuando viajo por el mundo y me preguntan cuál es mi religión, contesto que «agnóstico católico», pues en la base de mi formación intelectual y moral planea la sombra del cristianismo. Por eso, nada del Vaticano me es ajeno.
Para comprender a Francisco, hay que entender un poco la historia de la «Compañía» de Jesús, que tiene, como su nombre indica, un sentido militar, lo que se reafirma en el nombre que ostenta el director de la orden: «Padre General». Quiere decirse que se fundó con una voluntad guerrera, en defensa de la fe, con una vocación imperial de expandirla por el mundo (las misiones). «No se trata sólo de resistir al adversario sino de derrotarlo», decía su fundador, Ignacio de Loyola. Si la orden nació en 1534, aliada con un Imperio español en expansión, pronto tomó rumbos diferentes, hasta el punto de ser expulsada de varios países, entre ellos, por dos veces, de España: en 1767 y en 1932.
Los jesuitas vivieron en alianza con la Inquisición, pero no tardaron en desvincularse del fanatismo, comprendiendo que saber es poder, lo que le supuso su disolución por el Vaticano durante 40 años, de 1773 a 1813. No obstante, sin abandonar su pretensión de conquistar el mundo para su fe, y sin olvidar su origen militar, se instruyeron e instruyeron, en la tarea de crear élites laicas muy próximas a su ejército. No era mala forma de lucha y otros la copiaron, como el Opus Dei. Pero había un matiz: «Los pueblos deben ser vencidos y sometidos al Evangelio a partir de la razón», escribió el jesuita Acosta. Esa fórmula no la copió nadie.
Hoy, la pugna que sostiene la Iglesia romana no es con otras civilizaciones o religiones, sino con ella misma y con una sociedad de convicciones y hábitos laicos a los que no renuncian, incluso, millones de católicos. El mundo puede caminar hacia el abismo, pero jamás regresará al Medievo: sería como pedirle a un pájaro que se olvide de volar. La historia humana, además, ha pasado por un momento glorioso que se llamó la Ilustración. Y eso parece haberlo entendido muy bien el nuevo Papa. Sus mensajes, en esa dirección, son rotundos.
Uno no tiene más remedio, hablando de jesuitas, que remitirse a los días de la Teología de la Liberación, un movimiento surgido en Latinoamérica como corriente teológica impregnada de marxismo que pronto ilusionó a numerosos jesuitas: Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Jon Sobrino, entre otros muchos. Yo conocí a estos tres últimos en mis viajes por Centroamérica durante los años ochenta del siglo pasado, poco antes de que un escuadrón militar asesinara a los dos primeros, a otros cuatro sacerdotes y a dos sirvientes, en la casa jesuita de San Salvador. Recuerdo que, en 1987, Ellacuría me dijo una tarde: «Me gusta el Cristo que expulsa a los mercaderes del templo a latigazos».
Aquel movimiento fue ahogado por el Vaticano durante los dos Papados anteriores a Francisco, al apartar de la Iglesia a teólogos como el jesuita español Jon Sobrino y el brasileño franciscano Leonardo Boff.
Tampoco hay que olvidar el fenómeno de los llamados «curas-obreros» en España y, sobre todo, a la figura del padre Llanos, un jesuita que dedicó su vida a tareas de ayuda social en un pobre suburbio madrileño y acabó ingresando en el Partido Comunista.
No creo que Francisco vaya a resucitar la Teología de la Liberación. Era un movimiento exagerado y hoy ya no es el tiempo de un Cristo descendiendo de la cruz con dos pistolas al cinto. Además, el comunismo se ha esfumado de la Historia entre humaredas. Pero Boff, recientemente, ha acuñado una expresión curiosa: «Francisco es un hombre valiente». Como a todos los soldados, el valor se le supone. Pero está claro que este Papa no ha dudado en situarse en la primera línea de trincheras, el lugar de mayor riesgo, con las ventanas abiertas de su «papamóvil».
La Iglesia, durante los dos últimos Papados, ha perdido peso en la sociedad. En tiempos de desánimo social, de descrédito de los políticos, de corrupción desatada, de voraz avaricia de los grandes poderes financieros y de derrumbamiento de la moral, un Papa valeroso y sin deseos de poder terrenal puede despertar una inesperada ilusión en la sociedad laica e, incluso, entre gentes agnósticas. Porque los humanos necesitamos de héroes y de propuestas éticas. ¿Hasta dónde llegará la audacia del soldado Francisco?
Para los españoles, lo que suceda en Roma en los próximos meses será particularmente importante. Si este Papa cree en la laicidad del Estado y en la igualdad entre las religiones, como ha dicho, imagino que revisará los acuerdos que existen actualmente entre el Estado español y el Vaticano. ¿Y qué dirán aquellos jerarcas eclesiásticos españoles que aspiran, soterradamente, a un estado confesional?, ¿y cómo reaccionarán las organizaciones religiosas de signo conservador tan arraigadas hoy en España? Si Iglesia es obediencia, imagino que tendrán que inclinar la cabeza. ¿Lo harán sin resistir?
Malraux dijo que el siglo XXI sería un siglo místico. Lo que hay que preguntarse es qué tipo de mística saldrá victoriosa. Puede ser que tengamos un nuevo Concilio dentro de poco tiempo. El Papa, en sus primeras manifestaciones, ha planteado unos cuantos interrogantes a las que la Iglesia tendrá que dar pronta respuesta.
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