El País | 18 de septiembre de 2013;
Se dice que la ONU es débil, y es verdad. Lejos de
constituir un gobierno mundial, su carencia de facultades ejecutivas le impide
convertir sus resoluciones en órdenes de obligado cumplimiento, acompañadas de
la suficiente capacidad coercitiva que asegure su ejecución. El no disponer de
un poderoso aparato militar propio y permanente, sometido a sus órdenes
directas, que pudiera permitirle imponer por la fuerza, en caso necesario, el
cumplimiento de sus resoluciones, lleva consigo inevitablemente un cierto tipo
de debilidad. Pero no es una debilidad cualquiera: se trata de la digna
debilidad inherente a todo aquel cuya fuerza no es física sino jurídica y
moral. Y la fuerza jurídica y moral —según comprobamos una y otra vez— puede
verse atropellada por la ley del más fuerte, capaz de imponer su propia ley al
margen de la moral.
Se dice que la ONU es ineficaz, y con frecuencia así es. Se alega, con razón, que aquellos que se sienten suficientemente poderosos quebrantan las resoluciones de la ONU cuando les conviene, en la más total impunidad. Como claro ejemplo tenemos el caso palestino-israelí, en el cual el más fuerte —Israel, apoyado por Estados Unidos— pisotea históricamente dichas resoluciones en detrimento del más débil —el pueblo palestino—, por citar uno de los ejemplos de más interminable actualidad. Y en nuestro caso, sin ir más lejos, Reino Unido ha despreciado siempre las resoluciones de la ONU que ordenaron en su día proceder a la descolonización de Gibraltar.
Se acusa también a la organización de ser escasamente democrática, dada la consabida composición de su Consejo de Seguridad, con solo cinco (de sus 15 Estados) constituidos como miembros permanentes con derecho de veto. Abusivo privilegio que ha vuelto a manifestarse crudamente en la actual crisis de Siria, donde las medidas que fueron necesarias hace más de dos años, y hace un año y medio, fueron bloqueadas por el veto de Rusia y de China.
Pues bien: pese a este cúmulo de deficiencias, debilidades y factores objetables, la ONU resulta no solo imprescindible sino digna de apoyo, y aun de gratitud. En justicia debe ser defendida, incluso elogiada en la medida de sus merecimientos objetivos, registrados desde su fundación en 1945 hasta el complejo momento actual.
Para empezar, hay que señalar una evidencia. El hecho de que entre las dos guerras mundiales del siglo XX solo existiera un intervalo de paz de dos décadas (1918-1939), y que desde la segunda y última contienda mundial (periodo coincidente con la vida de la ONU) han transcurrido ya 68 años sin ninguna hecatombe bélica de magnitud similar, nos muestra que frente al notable fracaso de su antecesora —la llamada Sociedad de Naciones—, las actuales Naciones Unidas presentan un balance netamente favorable, y que es mucho lo que, objetivamente, la humanidad debe agradecer a tan imperfecta organización.
Los ruidosos debates, choques dialécticos e incluso estrafalarios incidentes registrados —recordemos al presidente soviético Nikita Kruschef empuñando su zapato y golpeando con él estrepitosamente su pupitre en plena Asamblea General (octubre de 1960) justo al lado de la contigua delegación española—, fueron episodios derivados de las explosivas tensiones de la guerra fría, en aquellos tiempos en los que el mundo estuvo al borde del abismo en más de una ocasión. Pues bien: en aquellos años, las Naciones Unidas tuvieron la virtud impagable de reducir al ámbito de los improperios verbales y gestuales, lo que, de otra forma, se hubiera convertido en el tercer cataclismo global. Si aquellos dirigentes norteamericanos y soviéticos hubieran tenido el mismo “gatillo fácil” que caracterizó al ranchero tejano que ocupó la Casa Blanca varias décadas después, y si tales dirigentes hubieran despreciado en aquellos tiempos a la ONU en la misma medida en que Bush la despreció ordenando la invasión de Irak —el audaz vaquero desenfundó su revólver con gran celeridad ante la inminente amenaza de las armas de destrucción masiva de su adversario, tan pavorosas como inexistentes—, en tal caso, decimos, si aquellos dirigentes de hace medio siglo no hubieran sido capaces, como afortunadamente lo fueron, de “convivir” (es un decir) dentro de aquella bendita y sufrida ONU, brutalmente sacudida por los tremendos envites de la guerra fría, muchos de nosotros posiblemente no estaríamos aquí. Pero la ONU, mal que bien, incluso aquella ONU de los años sesenta y setenta zarandeada entre tempestades y tremendas crisis, consiguió hacerse respetar relativamente por unos y otros; no demasiado, pero sí lo suficiente como para mantener su carácter de foro limitador de los choques y conflictos de aquel explosivo mundo bipolar, librándonos de lo peor.
¿Y qué decir del momento actual? La crisis de Siria vuelve a mostrarnos a una ONU desbordada por una situación trágica y compleja, cuya magnitud supera su capacidad de reacción. Pero no es solo el caso de Siria, sino una realidad mucho más amplia: la estructura, valores y comportamientos que prevalecen en el mundo de hoy, introducen de hecho en él la tensión, la inestabilidad, y la generación de futuros estallidos de violencia, dados sus ingredientes de injusticia y agresividad. Ingredientes que se manifiestan hoy de muy diversas formas, demoledoras de la paz y generadoras de conflictos actuales y futuros.
Una de ellas es la materializada por numerosos dirigentes y ejecutivos sin escrúpulos, a los que el hambre, la miseria y el sufrimiento de millones de sus semejantes les traen sin cuidado, y cuya criminal rapacidad sigue basada en el garrotazo económico. Bárbaros de nuestros días, incluso graduados en grandes universidades, pero cuyos criminales hachazos económicos y sociales, asestados desde poderosas instituciones financieras, condenan a la miseria a millones de seres humanos, víctimas directas e indirectas de su voracidad. Fenómeno que produce, entre otros efectos, la subida desenfrenada de los precios de los alimentos de las sociedades más débiles, factor que condena al hambre a pueblos enteros. Liberalismo económico desalmado, generador de insufribles niveles de desigualdad social, semilleros de desesperación y violencia que, antes o después, terminan inevitablemente en sangrientos estallidos.
Otra forma de brutalidad es la perpetrada por otro tipo de salvajes, cuyos profundos sentimientos religiosos les hacen triturar la vida y los derechos de los “infieles” que no participan de su fe, reventando trenes, estrellando aviones, lapidando mujeres por motivos inauditos, mutilándolas sexualmente desde su niñez, matando a las adolescentes que pretenden estudiar, o arrojando ácido al rostro de aquellas que se han atrevido a rechazar alguna de sus formas de opresión sexual o familiar.
Un mundo en el que todas estas prácticas subsisten, apoyadas y propiciadas por fuerzas políticas, sociales y religiosas deseosas de implantar y extender estas concepciones de la vida y de la moral, ¿cómo puede ser regulado, civilizado y racionalizado por una organización internacional? ¿Cómo pretender que la ONU, en un planeta repleto de injusticias, atropellos y atrocidades de toda índole, haga prevalecer el raciocinio, la justicia, los derechos humanos y la paz? No puede pedirse a una organización que sea mejor que los miembros que la componen. Con ONU o sin ella, somos lo que somos y nuestro ADN es el que es.
Y sin embargo ahí sigue radicando, pese a todo, la imprescindible necesidad de las Naciones Unidas. A pesar de sus insuficiencias y limitaciones. La humanidad sigue necesitando algo o alguien que, pese a su torpeza, a su lentitud, a su falta de unidad, sea capaz, ya que no de suprimir, sí al menos de atenuar, de aminorar, de poner algún límite a las fechorías que las colectividades humanas somos capaces de perpetrar. En este mundo actual de tan agudo subdesarrollo y tan calamitosos comportamientos, la ONU, con todas sus imperfecciones, está llamada a mantener en alto la antorcha —tantas veces temblorosa y acorralada—- de una cierta moral internacional, de unas reglas relativamente consensuadas, y, en definitiva, de la ley de la civilización frente a la violencia genética de la caverna y la barbarie de la jungla.
Se dice que la ONU es ineficaz, y con frecuencia así es. Se alega, con razón, que aquellos que se sienten suficientemente poderosos quebrantan las resoluciones de la ONU cuando les conviene, en la más total impunidad. Como claro ejemplo tenemos el caso palestino-israelí, en el cual el más fuerte —Israel, apoyado por Estados Unidos— pisotea históricamente dichas resoluciones en detrimento del más débil —el pueblo palestino—, por citar uno de los ejemplos de más interminable actualidad. Y en nuestro caso, sin ir más lejos, Reino Unido ha despreciado siempre las resoluciones de la ONU que ordenaron en su día proceder a la descolonización de Gibraltar.
Se acusa también a la organización de ser escasamente democrática, dada la consabida composición de su Consejo de Seguridad, con solo cinco (de sus 15 Estados) constituidos como miembros permanentes con derecho de veto. Abusivo privilegio que ha vuelto a manifestarse crudamente en la actual crisis de Siria, donde las medidas que fueron necesarias hace más de dos años, y hace un año y medio, fueron bloqueadas por el veto de Rusia y de China.
Pues bien: pese a este cúmulo de deficiencias, debilidades y factores objetables, la ONU resulta no solo imprescindible sino digna de apoyo, y aun de gratitud. En justicia debe ser defendida, incluso elogiada en la medida de sus merecimientos objetivos, registrados desde su fundación en 1945 hasta el complejo momento actual.
Para empezar, hay que señalar una evidencia. El hecho de que entre las dos guerras mundiales del siglo XX solo existiera un intervalo de paz de dos décadas (1918-1939), y que desde la segunda y última contienda mundial (periodo coincidente con la vida de la ONU) han transcurrido ya 68 años sin ninguna hecatombe bélica de magnitud similar, nos muestra que frente al notable fracaso de su antecesora —la llamada Sociedad de Naciones—, las actuales Naciones Unidas presentan un balance netamente favorable, y que es mucho lo que, objetivamente, la humanidad debe agradecer a tan imperfecta organización.
Los ruidosos debates, choques dialécticos e incluso estrafalarios incidentes registrados —recordemos al presidente soviético Nikita Kruschef empuñando su zapato y golpeando con él estrepitosamente su pupitre en plena Asamblea General (octubre de 1960) justo al lado de la contigua delegación española—, fueron episodios derivados de las explosivas tensiones de la guerra fría, en aquellos tiempos en los que el mundo estuvo al borde del abismo en más de una ocasión. Pues bien: en aquellos años, las Naciones Unidas tuvieron la virtud impagable de reducir al ámbito de los improperios verbales y gestuales, lo que, de otra forma, se hubiera convertido en el tercer cataclismo global. Si aquellos dirigentes norteamericanos y soviéticos hubieran tenido el mismo “gatillo fácil” que caracterizó al ranchero tejano que ocupó la Casa Blanca varias décadas después, y si tales dirigentes hubieran despreciado en aquellos tiempos a la ONU en la misma medida en que Bush la despreció ordenando la invasión de Irak —el audaz vaquero desenfundó su revólver con gran celeridad ante la inminente amenaza de las armas de destrucción masiva de su adversario, tan pavorosas como inexistentes—, en tal caso, decimos, si aquellos dirigentes de hace medio siglo no hubieran sido capaces, como afortunadamente lo fueron, de “convivir” (es un decir) dentro de aquella bendita y sufrida ONU, brutalmente sacudida por los tremendos envites de la guerra fría, muchos de nosotros posiblemente no estaríamos aquí. Pero la ONU, mal que bien, incluso aquella ONU de los años sesenta y setenta zarandeada entre tempestades y tremendas crisis, consiguió hacerse respetar relativamente por unos y otros; no demasiado, pero sí lo suficiente como para mantener su carácter de foro limitador de los choques y conflictos de aquel explosivo mundo bipolar, librándonos de lo peor.
¿Y qué decir del momento actual? La crisis de Siria vuelve a mostrarnos a una ONU desbordada por una situación trágica y compleja, cuya magnitud supera su capacidad de reacción. Pero no es solo el caso de Siria, sino una realidad mucho más amplia: la estructura, valores y comportamientos que prevalecen en el mundo de hoy, introducen de hecho en él la tensión, la inestabilidad, y la generación de futuros estallidos de violencia, dados sus ingredientes de injusticia y agresividad. Ingredientes que se manifiestan hoy de muy diversas formas, demoledoras de la paz y generadoras de conflictos actuales y futuros.
Una de ellas es la materializada por numerosos dirigentes y ejecutivos sin escrúpulos, a los que el hambre, la miseria y el sufrimiento de millones de sus semejantes les traen sin cuidado, y cuya criminal rapacidad sigue basada en el garrotazo económico. Bárbaros de nuestros días, incluso graduados en grandes universidades, pero cuyos criminales hachazos económicos y sociales, asestados desde poderosas instituciones financieras, condenan a la miseria a millones de seres humanos, víctimas directas e indirectas de su voracidad. Fenómeno que produce, entre otros efectos, la subida desenfrenada de los precios de los alimentos de las sociedades más débiles, factor que condena al hambre a pueblos enteros. Liberalismo económico desalmado, generador de insufribles niveles de desigualdad social, semilleros de desesperación y violencia que, antes o después, terminan inevitablemente en sangrientos estallidos.
Otra forma de brutalidad es la perpetrada por otro tipo de salvajes, cuyos profundos sentimientos religiosos les hacen triturar la vida y los derechos de los “infieles” que no participan de su fe, reventando trenes, estrellando aviones, lapidando mujeres por motivos inauditos, mutilándolas sexualmente desde su niñez, matando a las adolescentes que pretenden estudiar, o arrojando ácido al rostro de aquellas que se han atrevido a rechazar alguna de sus formas de opresión sexual o familiar.
Un mundo en el que todas estas prácticas subsisten, apoyadas y propiciadas por fuerzas políticas, sociales y religiosas deseosas de implantar y extender estas concepciones de la vida y de la moral, ¿cómo puede ser regulado, civilizado y racionalizado por una organización internacional? ¿Cómo pretender que la ONU, en un planeta repleto de injusticias, atropellos y atrocidades de toda índole, haga prevalecer el raciocinio, la justicia, los derechos humanos y la paz? No puede pedirse a una organización que sea mejor que los miembros que la componen. Con ONU o sin ella, somos lo que somos y nuestro ADN es el que es.
Y sin embargo ahí sigue radicando, pese a todo, la imprescindible necesidad de las Naciones Unidas. A pesar de sus insuficiencias y limitaciones. La humanidad sigue necesitando algo o alguien que, pese a su torpeza, a su lentitud, a su falta de unidad, sea capaz, ya que no de suprimir, sí al menos de atenuar, de aminorar, de poner algún límite a las fechorías que las colectividades humanas somos capaces de perpetrar. En este mundo actual de tan agudo subdesarrollo y tan calamitosos comportamientos, la ONU, con todas sus imperfecciones, está llamada a mantener en alto la antorcha —tantas veces temblorosa y acorralada—- de una cierta moral internacional, de unas reglas relativamente consensuadas, y, en definitiva, de la ley de la civilización frente a la violencia genética de la caverna y la barbarie de la jungla.
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