Las
FARC y el último muerto/Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.
Publicado en El
País, 15 de octubre de 2013
Colombia
es uno de los países más violentos del continente, sin embargo, no ha sido un
país de dictaduras militares como las de Centro y Suramérica, sino de tradición
civilista. El autoritarismo y las violaciones a los derechos humanos
adquirieron formas asolapadas, ya que el Estado dejó casi todo el trabajo sucio
en manos de terceros. Sus contrastes van más allá de sus profundas
desigualdades sociales y el país tiene en su historia lo mismo a grandes
bandidos que a notables escritores y artistas, todos de talla mundial. En su
identidad se mezcla la Colombia urbana sofisticada que asombra por su riqueza
cultural y exquisitez intelectual, con la Colombia rural y salvaje que asombra
por sus riquezas naturales y brutal violencia.
Las
recientes protestas en el campo colombiano podrían hacer pensar que el país
está entrando a una severa crisis o que se aproxima una revolución. La
violencia en Colombia tiene mucho que ver con la tardanza del Estado en hacerse
cargo de un territorio en el que las riquezas van desde esmeraldas, oro y
petróleo hasta mariguana, coca y amapola. La ausencia de Estado en la Colombia
rural profunda y la abundancia de riquezas en ésta, le cedió terreno a poderes
alternativos. Estos poderes le arrebataron al Estado los monopolios de la
violencia legítima, la tributación y la justicia, dando origen a conflictos que
combinan la codicia por la riqueza y los agravios por la desigualdad y el
abandono.
Gran
parte del campo colombiano permaneció largo tiempo bajo control de grupos
guerrilleros de izquierda, organizaciones paramilitares de derecha, carteles de
narcotraficantes y bandas criminales de todo tipo. La democracia no ha sido
parte de la Colombia rural, en ésta ha gobernado el miedo y el silencio
impuesto a fuerza de masacres, desapariciones, torturas y ejecuciones. La
guerra y la “justicia” de los sicarios, los revolucionarios y los
contrarrevolucionarios han dejado 220,000 muertos, 27,000 secuestrados, 25,000
desaparecidos y cuatro millones de desplazados en los últimos 60 años. En esas
condiciones ¿quién podía entonces atreverse a protestar? Las recientes
protestas son por ello buena noticia, aunque representen un escenario
complicado. Se está acabando el vacío de Estado y la democracia ha comenzado
subvertir el viejo orden rural de silencio y miedo.
En
los más de 1,100 municipios de Colombia ahora está presente el poder coercitivo
del Estado; los paramilitares fueron desmovilizados; funcionan los alcaldes; se
están restituyendo las tierras que fueron apropiadas indebidamente por
criminales, paramilitares, insurgentes y hasta por grupos económicos; están en
debate y fiscalización grandes inversiones; está en marcha un plan para colocar
internet en todos los municipios y, lo más importante, hay en desarrollo
conversaciones de paz con las FARC y el ELN. Colombia rompió con la lógica de
Estado débil y barato que establecieron los organismos financieros internacionales
a finales de los 80s y demostró que invertir en seguridad es altamente
rentable. En una década el presupuesto estatal pasó de veinticinco mil millones
a cien mil millones de dólares. El resultado fue que el Producto Interno Bruto
pasó de cien mil millones a cuatrocientos mil millones de dólares.
Sin
embargo, el final del viejo orden rural ha traído nuevos problemas. Las
desmovilizaciones de paramilitares han dejado numerosas bandas criminales que
se dedican a las drogas y a la minería ilegal; el ordenamiento de la propiedad
y la restitución de tierras ha traído múltiples disputas; los proyectos de
grandes inversiones implican conflictos con el medio ambiente y con las
comunidades; los tratados de libre comercio generan exigencias de
proteccionismo; la presencia del Estado destapó numerosas demandas sociales y
económicas de los campesinos; y las conversaciones de paz con las FARC y el ELN
han generado posiciones encontradas sobre los derechos de las víctimas, la
justicia transicional y la participación política de las guerrillas. Colombia
ha entrado a los dolores de un posconflicto que demanda elevados niveles de
pragmatismo y en el que se confrontan la resistencia del viejo orden rural
adicto a la violencia, con los dogmatismos de la cultura política urbana.
Dentro
de todas las temáticas citadas es el proceso de paz lo más controvertido, dado
que las guerrillas son el componente más organizado del viejo orden rural que
se está derrumbando. Las insurgencias obligaron a que los poderes fácticos del
país se ocuparan por fin del campo. Sin embargo ahora éstas se encuentran
profundamente debilitadas y deslegitimadas. Los estudios de opinión dicen que
la mayoría respalda el proceso de paz, pero contradictoriamente rechaza que los
dirigentes de las guerrillas participen en política, algo inherente a cualquier
pacificación. Paradójicamente en la Habana las FARC hacen propuestas
desproporcionadas a su fuerza y a una realidad en la cual la violencia que
practican ya no da poder, sino que lo elimina. Han hecho más de 200 propuestas
“mínimas”, quieren una Asamblea Constituyente, cambios en el modelo económico y
reformas profundas al Estado. Están negociando como si tuvieran un apoyo
multitudinario y cincuenta mil combatientes a las puertas de Bogotá, cuando en
realidad su única opción es desarmarse rápidamente y hacer política.
Una
negociación de paz es, en última instancia, igual que cualquier operación
comercial. Sólo puedes exigir lo que puedes pagar y con el tiempo los precios
de lo que se demanda tienden a subir. Hace treinta años las constituyentes y
los perdones estaban baratos, pero las FARC perdieron esa oportunidad. En
Colombia no hay empate militar ni la negociación es entre partes iguales. Las
FARC tienen una dirigencia que está en la tercera edad; son considerados
terroristas por la comunidad internacional mientras Venezuela, Ecuador y Cuba
ya no apoyan la lucha armada, sino la paz. Han pasado de tener 25,000 hombres a
tener 8000; su actividad militar es esporádica, irrelevante y alejada de los
centros vitales; han perdido sus bastiones territoriales; sufren numerosas
deserciones que reponen reclutando niños; tienen ahora más combatientes
desmovilizados que alzados; sus jefes estratégicos han sido eliminados y los
que le quedan dentro de Colombia están bajo asedio y en peligro de morir en
combate.
Las
FARC tienen el tiempo en su contra, pero negocian con lentitud y se quejan de
que el gobierno tiene prisa. Sin embargo, la correlación de fuerzas a favor del
Estado seguirá mejorando y la situación de la insurgencia empeorando. Prolongar
las negociaciones en esas condiciones sólo servirá para desmoralizar a los
combatientes. No es casual que con las conversaciones hayan aumentado las
deserciones. En una guerra nadie quiere ser el último muerto. Para los
combatientes de las FARC los más de treinta dirigentes que componen la
delegación de paz están exiliados viviendo cómodamente y sin riesgos en la
Habana, mientras ellos pueden ser las últimos muertos de una guerra que ya está
condenada a terminar.
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