A
menos vicio, mayor felicidad/Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad Notre Dame (Indiana).
El
Mundo | 25 de febrero de 2014;
Entre
todos los desastres recientes en Ucrania, el partido comunista propuso que el
tabaco y el alcohol fueran monopolios estatales. Me parece bien. El Estado,
según los sabios de la antigüedad, existe para nutrir la virtud. Pero a juzgar
por los hechos modernos, sólo sirve para monopolizar los vicios.
Aristóteles
lo expresó con su brevedad habitual -«el fin del Estado es el bien supremo»-
pensando en el bien ético, no en el bienestar material. Su confianza en el
propósito moral de la política era uno de los pocos principios que compartía
con Platón, su maestro, con quien, como buen alumno, solía discutir tenazmente.
Ese acuerdo se extendió entre los autores de los textos sagrados de chinos,
hebreos, budistas e hindúes. «Gobierna bien», aseguró Confucio, «y el pueblo
seguirá el camino recto», y esa rectitud valía más que la alimentación física,
porque «morir es normal» pero la virtud es poco común. El concepto budista de
dhama era parecido: la responsabilidad del rey consistía en facilitar el acceso
de sus súbditos a una vida conforme a los impulsos de la benevolencia. «En el
estado que busca la virtud», dijo Laozi, el fundador del Daoismo, «todo resulta
posible». Aún en una antigüedad más remota, en el segundo milenio antes de
Cristo, las leyes de Hamurabi procuraban animar a buena conducta, y las
pinturas que rellenaban las paredes de entierros egipcios representaban los
premios eternos prometidos a los que obedeciesen a las leyes faraónicas.
Pero
la práctica desmintió esas teorías benignas. Las utopías proyectadas por
filósofos salieron distópicas o inalcanzables. En la modernidad hemos
abandonado la idea de que el Estado pudiera servir a aumentar la virtud. Nos
limitamos al concepto de staats politik -el Estado existe para realizar sus
propios intereses- o al pragmatismo, que reconoce el hecho de que la política
es más o menos impotente y lo mejor que se puede esperar es lograr «el arte de
lo factible» controlando, tal vez, los efectos de los desastres, o procurando
que la sociedad se mantenga sin intentar qué mejorar en el sentido moral.
Si
la virtud parece inalcanzable, los vicios son, por lo visto, ineludibles. En
una sociedad compuesta de seres humanos, hay que aguantar la permanencia de
esos excesos típicos de nuestra especie, de egotismo, violencia, crueldad,
desigualdad, y explotación. El Estado no es capaz ni de practicar las virtudes
ni de difundirlas entre los ciudadanos. No tiene medios para poder suprimir los
vicios sin abrogar la libertad. En cambio, por el mismo hecho de no ser una
criatura moral, él tiene otra capacidad: puede devorar los vicios y hacer que
no queden restos para los demás.
El
caso modélico es el de la violencia. En los últimos dos o tres siglos, en los
países relativamente desarrollados, el Estado no ha podido ni ha intentado
eliminar la violencia, pero sí ha logrado negarla a los ciudadanos, hasta
ejercer un control casi exclusivo. Se empezó prohibiendo el derecho a la
venganza y, en la mayoría de los países occidentales, la indulgencia a los
autores de crímenes de pasión. Luego intervino la abolición del antiguo
privilegio aristócrata del combate por desafío. En los siglos XIX y XX el
Estado manejaba inmensas innovaciones tecnológicas -armas y medios de
comunicación- que permitieron desarmar a las mafias y a los criminales,
quienes, junto con los terroristas, son los últimos que disputan el monopolio
estatal del ejercicio de la violencia. Steven Pinker, psicólogo de Harvard,
sugiere que -por paradójico que sea en una época de múltiples guerras y
atentados y en un mundo de tanto estrés, tanta competencia y tanta pérdida de
recursos – vivimos el momento más pacífico de la Historia. Tiene razón, pero no
se ha dado cuenta del auténtico motivo de esta revolución incruenta: la
violencia sigue practicándose de una forma apabullante, pero por los estados en
lugar de por los individuos.
Mientras
tanto, los gobiernos abandonan sus esfuerzos históricos de monopolizar otros
vicios. En épocas determinadas, por ejemplo, varios estados se han arrogado el
privilegio de facilitar excesos sexuales. En algunos casos, crearon «casas públicas»
para vigilar la prostitución. En la India y China de la antigüedad, existían
templos oficiales donde las prostitutas esclavas sagradas eran como un
beneficio público, sacrificando el acceso a sus cuerpos y ofreciendo sus
ganancias al servicio de los dioses. Hoy en día nadie, salvo moralistas
fanáticos, se atrevería a cuestionar la doctrina de que las prácticas sexuales
sean asuntos de gusto personal, y los estados dejan que las prostitutas sean
explotadas por chulos, como cualquiera otro producto en un mercado libre.
Históricamente
ha sido normal que las sustancias adictivas sean monopolios estatales. Algunos
casos siguen en vigor. En 18 estados de EEUU la venta de bebidas alcohólicas es
un privilegio de las autoridades, aunque en la mayoría de ellos, conforme al
capitalismo, que es la ideología predominante del país, los gobiernos estatales
contratan a empresas particulares para mantener el suministro al público. En
países nórdicos, el reino de Baco sigue bajo el control absoluto del Estado, a
pesar de la Unión Europea y la consagración del libre comercio por los
economistas.
Pasaba
igual con el tabaco en varios países y momentos históricos. Cuando esa droga
malévola llegó del Nuevo Mundo a raíz de la Edad Moderna, se reconoció en
seguida por la mayoría de los médicos y moralistas como una influencia funesta.
En la denuncia más elocuente de la época, el rey Jaime I de Inglaterra lo
condenó por «una ofensa a la naturaleza, dañosa e injuriosa para la salud del
cuerpo entero». «¿Por qué motivo -preguntó- honrado o prudente, quisiéramos
imitar las costumbres bárbaras y bestiales de los indios salvajes, infieles, y
serviles, tratándose de un producto tan necio y de un olor tan repugnante?».
En
Rusia, el tabaco se prohibió por completo. En Turquía se castigó a los usadores
cortándoles la nariz, supuestamente para corregir un sentido de olor
evidentemente perverso. En España, se impuso el monopolio estatal, empezando en
Castilla y León en los años 30 del siglo XVII y extendiéndose poco a poco a la
monarquía entera. La Universidad de Sevilla habita la antigua Fábrica de
Tabacos, ese monumento que choca por la elegancia y belleza que inspiró una
hierba tan inicua. La prosa de Mérimée, la música de Bizet, las canciones de
Carmen siguen prestando un ámbito romántico a una historia poco digna de
encanto. Pero, si hay rentas que ganar con actividades dañosas, el Estado hace
bien en negar a los empresarios los efectos corruptos de participación en un
mercado inmoral. Como reza el proyecto de ley ucranio, «los mecanismos de
mercado no pueden garantizar la autorregulación de la producción y realización
del alcohol y artículos tabacaleros, ni advertir las consecuencias sociales
negativas en la sociedad».
Entre
1935 y 1950, el Estado turco imponía el monopolio sobre la producción y venta
del opio. Recientemente, Uruguay propuso una ley concediendo al Gobierno el
monopolio del trato de mariguana, la que lamentablemente se abandonó a la
instancia de otros países. A pesar de la oposición a ultranza de las
instituciones europeas, que insisten en la supremacía de la ideología del
mercado libre, Alemania, Finlandia y Grecia son países que han ejercido un
monopolio estatal sobre el juego o ciertos tipos de juego. En Mónaco, la
práctica ha sido la salvación del tesoro del principado. Desgraciadamente, no
se puede monopolizar la avaricia, pero los montes de piedad estatales han
servido, en épocas determinadas, para proteger a los pobres de los efectos más
ruinosos de la usura, y no veo porqué los préstamos a tipos de interés muy elevados
no sean reservados al Estado.
Entregar
el suministro de los vicios al Estado nos beneficia a todos. Los consumidores
se protegen de sus tendencias autoabusivas. Los suministradores se salvan de
los efectos moralmente destructivos. Los adictos y adeptos del capitalismo
contestarán que el Estado es ineficiente, mientras que el mercado se ajusta a
la demanda. He aquí el encanto de la propuesta. Cuanto menos eficaz es el
suministro de vicios, tanto más felices seremos.
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