Las
mentiras de Putin/Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País |23 de mayo de 2014
Regreso
a Ucrania.
Pero
esta vez, a varias de esas ciudades de habla rusa situadas en el este del país
que, según los medios de comunicación occidentales, son presa de la fiebre
separatista.
Estoy
con Petro Porochenko, el candidato favorito para las elecciones presidenciales
del domingo, al que no veía desde que visitó a François Hollande en abril, en
una campaña como las estadounidenses, con tres ciudades cada día, y en cada
ocasión el mismo ritual, a toda marcha, desde la pequeña rueda de prensa hasta
el gran mitin popular ante la basílica, pasando por el reparto de fotos
dedicadas del candidato.
Y
de esta breve inmersión en la otra Ucrania, de esta estancia en esas tres
ciudades de nombres impronunciables (Dnipropetrovsk, Dniprodzerjynsk, Kryvyï
Rih), de historia a veces inquietante (Dniprodzerjynsk se llama así en homenaje
a Felix Dzerjinski, el fundador de la Checa), de esas instantáneas de campaña a
la sombra de altos hornos o de minas, de plantas de carbón y acerías que no han
cambiado desde la época soviética (y que son un insulto para las normas más
elementales de seguridad y protección del medio ambiente), extraigo algunas
observaciones que, en vista del debate actual, pueden tener interés.
En
primer lugar, hay mucha gente. El hombre de Kiev celebra en las tres ciudades
unos mítines espectaculares: la plaza local, abarrotada; una multitud increíble
de banderas y pancartas; y, en cada ocasión, decenas de miles de hombres y
mujeres que se han acercado a escuchar al patriota ucranio (¡y desde qué
distancia! En Kryvyï Rih dicen que, con varias decenas de kilómetros de
extensión, sobre las minas y los depósitos de minerales, es la ciudad más larga
de Europa, y posee la mayor línea de tranvía del mundo).
En
segundo lugar, la gente está contenta de estar allí. Rostros ennegrecidos por
los pozos damnificados en las orillas del Inhulets, obreros cansados por el
trabajo del complejo metalúrgico de Dniprovsky, cincuentones desdentados cuya
esperanza de vida no llega, según me dicen, a los 60 años: todos aplauden al
candidato, o, mejor dicho, le ovacionan. Le ovacionan cuando promete unas
condiciones de trabajo más humanas, salarios acordes con los que él paga en sus
propias empresas, jubilaciones decentes, le ovacionan cuando evoca el martirio
de esta región desangrada por las guerras, las revoluciones y
contrarrevoluciones, el genocidio ucranio, la ocupación nazi, pero también le
ovacionan, igual que en Kiev, cuando expresa su voluntad de luchar contra la
corrupción y por la transparencia, contra el Gobierno de sinvergüenzas y por el
respeto a los derechos.
Más
satisfactorio y sorprendente todavía, en estos territorios sobre los que planea
la sombra de los antiguos reinos cosacos, en estas ciudades arruinadas pero
que, como Dnipropetrovsk, presumen de albergar las fábricas de las que salieron
los primeros misiles balísticos intercontinentales de la URSS, es el hecho de
que escuchen a Porochenko cuando, al tiempo que anuncia su intención de
proteger los derechos de las minorías y, por tanto, su lengua, afirma su apego
innegociable a ese crisol nacional que es la lengua ucrania: “No existen
ucranios del oeste y ucranios del este, no hay ucranios rusófonos y
ucranófonos, no existe más que una Ucrania, única e indivisible”; y tengo la
impresión, por un breve instante, de estar oyendo de nuevo a un gran estadounidense
cuando, hace 10 años, dijo por primera vez que “no hay estados azules ni
estados rojos, solo existe Estados Unidos”.
De
los asistentes, los que he podido entrevistar, algunos salen conquistados,
otros son más escépticos y seguirán siendo fieles, me dicen, al Partido de las
Regiones, del huido presidente Yanukóvich, pero todos están de acuerdo en dos
cosas:
Una,
la voluntad de votar. Con miedo, por supuesto, al peligro de que les rompan la
cabeza los matones llegados de Rusia para entorpecer las elecciones. Pero con
la firme intención de superarlo. Con el empeño feroz de derrotar a los
rompeurnas, y la esperanza de ver que los cientos de observadores enviados por
la comunidad internacional cumplen su tarea y les ayudan a deshacerse de ellos.
Y
otra, la intención igualmente firme de permanecer, pase lo que pase, en
Ucrania. Queremos que nos traten mejor, dicen. Ya no soportamos más esta
miseria, esta desolación. Queremos un Estado descentralizado que nos permita
administrarnos mejor. Pero descentralizado no es federalizado. Y que no crean
que vamos a caer en la trampa tendida por Putin cuando propone un federalismo
que no es más que la disolución de Ucrania.
Es
decir, esta no es, ni mucho menos, la terrible situación que esbozan los
creadores de opinión occidentales.
La
Ucrania de habla rusa es mucho más ucrania de lo que quieren creer quienes
buscan buenas o malas razones para ceder ante Putin.
Y
el mensaje —¿hace falta decirlo?— se dirige también a ellos, a nosotros, a
todas las posibles víctimas de una guerra semántica que, como de costumbre, es
decisiva.
No
a esta federalización que no es más que una forma educada de hacer vulnerable
al país para absorberlo, tarde o temprano, en el seno de la dictadura.
Y
sí a un proceso electoral que, al fortalecer a Ucrania, fortalecerá también a
Europa, y que, por tanto, las grandes democracias deben garantizar y proteger.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario