El
Papa rebelde/Alma
Guillermoprieto, escritora y reportera.
Traducción de Alma Guillermoprieto y Laura Emilia Pacheco.
Este artículo se publicó inicialmente en la nueva revista en línea, Matter, http://medium.com/matte
Nexos de agosto de 2014
Quien
aspire a ser cura católico hará bien en aprender a respetar las pequeñas
formalidades de la Iglesia. Cuando los obispos y cardenales se encuentren en
Roma por asuntos del Vaticano, por ejemplo, deberán vestir sus largas sotanas.
Pero antes de que el mundo lo conociera con el nombre de Francisco, el cardenal
Jorge Mario Bergoglio de Buenos Aires sentía un profundo desprecio por la pompa
y la ceremonia. Guardaba su traje talar escarlata en un convento fundado por
una monja argentina, para no tener que trajinar tanto trapo de ida y vuelta en
cada viaje a Roma, y antes de dirigirse al centro de Roma a una residencia para
sacerdotes, el cardenal pasaba por el convento, charlaba un momentito y luego
se llevaba las prendas que las monjas le habían planchado y doblado con
reverencia.
Bergoglio
recogió sus ropas del convento una última vez en marzo del año pasado. Iba
rumbo al histórico cónclave de 115 cardenales que lo elegiría como primer Papa
latinoamericano y primer Papa de la Compañía de Jesús (los jesuitas), y ya
tendría una idea bastante clara de cuáles eran sus posibilidades. A pesar de
que era poco conocido fuera de Argentina, quedó segundo en la votación de 2005
en la que salió electo Benedicto XVI. Se sabía que era inconforme, ascético, ajeno
a los convencionalismos y que, al parecer, sería el tipo de Papa indicado para
conducir a la institución más grande y antigua del mundo —tan llena de vicios
antiguos, tan angustiada por la creciente pérdida de fieles— hacia el siglo
XXI.
Lo
que no resultó tan claro para los cardenales del cónclave que lo escogió por
sobre todos los demás, fue que Francisco entraría al Vaticano como Jesús al
templo, o como chivo en cristalería, rompiendo reglas y convenciones con
desenfreno. Aquella noche de llovizna en que se asomó por primera vez al balcón
de San Pedro lo que sorprendió a todos fue que, desde ese mismo instante,
habría de canalizar el voraz deseo de cambio que albergaban millones de
personas en todo el planeta. Ciertamente, no parecía el tipo de persona que
cambia el mundo. De modos tranquilos, ligeramente encorvado, vestido de
sencillísimo blanco —nada de encajes o sedas para él—, el hombre que parecía el
abuelito de todos se quedó en silencio, mirando a la muchedumbre durante un
larguísimo minuto antes de pronunciar un cálido buona sera! con marcado acento
argentino. El esfuerzo de inclinarse para recibir la bendición de los fieles
hizo que Francisco se estremeciera ligeramente. Yo, que lo veía por televisión,
también me conmoví, y no soy católica.
Pero
también hay historias más preocupantes, surgidas hace toda una vida, que dicen
que, en 1976, siendo provincial de los jesuitas argentinos, expulsó de la orden
a dos de sus curas radicalizados de izquierda, dejándolos desprotegidos frente
a la abrasadora represión que comenzaba bajo el mando de los fanáticos
generales de derecha. (eso ya se aclaró y no fue asi).
El
hombre que se humilla lavando pies, el representante de Cristo en la tierra que
repite con toda seriedad que es un pecador, el atribulado autócrata que, en
efecto, puede haber cometido un pecado terrible, el radiante y paternal Papa
que da esperanza y alimento espiritual a millones, son uno y el mismo: un
hombre complicado, conservador y radical, caritativo e intransigente, una masa
de contradicciones. Ansioso por llevar a la Iglesia de vuelta a sus años
fundacionales de pobreza y evangelización, ya ha logrado cambios enormes que
abarcan desde la forma en que se administran las finanzas de la Iglesia hasta
el renovado sentido de misión que sienten hoy curas y diáconos. Pero enfrenta
una serie de obstáculos ante los ambiciosos planes que alberga para el futuro
de su Iglesia: su propio carácter, que en el pasado ya hizo de él un líder
polarizante; la Curia —el gobierno del Vaticano— enferma de corrupción e
ineficiencia; las jerarquías ultraconservadoras desde África hasta Estados Unidos;
y su salud, que no es la mejor. Sólo en el mes de junio canceló dos días
completos de citas debido al cansancio, y el Vaticano anunció que durante el
mes de julio Francisco no daría su acostumbrada audiencia de los miércoles, y
que tampoco daría la misa matutina. Le quedan grandes retos por delante, y
tiene un mandato más fuerte para cumplirlos que cualquier otro Papa que se
recuerde, pero se interponen las instituciones y el tiempo.
Una
tarde en el Borgo Pío —la principal calle restaurantera en los alrededores del
Vaticano— conversé durante un largo almuerzo con el sacerdote jesuita Gabriel
Ignacio Rodríguez, un cura colombiano amable y de una intensa espiritualidad,
sobre Francisco y lo que él siente acerca de este Papa desconcertante.
“¡Francisco
me sorprende todos los días!”, dijo Rodríguez en el restaurante atiborrado.
Hablaba en voz baja y clerical, logrando así el difícil truco de exclamar
susurrando. Acababa de revivir los “horrendos” años del papado de Benedicto
XVI, durante los cuales, cada vez que la Iglesia aparecía en las noticias se
debía a un nuevo escándalo financiero, otra acusación de pedofilia contra algún
obispo, mientras que Benedicto, tímido y anciano, se refugiaba en sus
habitaciones, cada vez más consciente de su incapacidad para lidiar con la
crisis. Con el impacto de la renuncia de Benedicto en marzo del año pasado vino
también la sensación de una Iglesia a la deriva.
“La
única manera que tengo de explicar la diferencia entre aquel día —el de la
renuncia de Benedicto— y lo que tenemos hoy, es que Dios se hizo presente en la
Iglesia”, dijo Rodríguez. “Francisco es un hombre que aparece todos los días en
las noticias porque todos los días sorprende. Porque es libre, y humano, y
responde a lo cotidiano con el corazón abierto”.
“La
forma en que interactúa con la gente es sin duda la de un latinoamericano”,
añadió. “Eso de ponerse de rodillas en todas partes, regalar rosarios, cargar
el Evangelio en el bolsillo, son todos elementos de la religiosidad popular. El
catolicismo latinoamericano es muy de signos, de gestos. La religión europea es
más sesuda, y de discursos y categorías. Y está el elemento personal. Francisco
necesita contacto. Llega a una reunión y se le ve muy cansado, y al rato del
contacto con la gente ya está cargado de energía”.
Rodríguez
se recargó en la silla, contemplando el jubiloso y renovado ánimo que los ha
invadido a él y a sus hermanos de fe, las electrizadas multitudes en San Pedro,
el entusiasmo del mundo no católico. “Si ahí no está actuando Dios, ¡entonces
que me digan qué es!”, exclamó, en voz alta esta vez, y con una enorme sonrisa.
A
medida que recorrí el Vaticano se fue reforzando la impresión de hablar con
hombres que llevaban mucho tiempo sin reír y que ahora se deleitaban ante la
oportunidad de hacerlo. Una tarde me senté a hablar con el padre Antonio
Spadaro, director de la influyente revista jesuita Civiltà Cattolica, en su
oficina blanca y chic. En agosto pasado Francisco eligió a este agudo e
ingenioso hombre como su interlocutor en la que fue su primera entrevista
extensa, un texto cuyas múltiples ideas se han leído, estudiado y citado
innumerables veces desde entonces en el mundo católico. Pero cuando me encontré
con Spadaro él no quería hablar de la entrevista sino del hombre al que
entrevistó.
Bergoglio
tomó sus votos definitivos como miembro de la rigurosa orden de los jesuitas en
abril de 1973. Apenas tres meses después lo nombraron provincial de todos los
jesuitas de Argentina, a la edad de 36 años. Ahora dice que era demasiado
joven, pero más bien parece que tenía demasiado poca experiencia.
Durante
aquellos años varios sacerdotes jesuitas radicalizados que trabajaban en las
villas miseria que circundan Buenos Aires quedaron atrapados en una red de
chismes y rumores en su contra; una red que su superior directo, Jorge Mario
Bergoglio, puede haber ayudado a tejer. Las acusaciones se concentraban en dos
hombres: Franz (“Francisco”) Jalics, húngaro de nacimiento, y el argentino
Orlando Yorio. Bergoglio, quien como provincial debía asignarle los puestos a
sus curas, les insistía a ambos que había mucha presión proveniente de Roma
para removerlos de su barriada. Pero no quiso decirles por qué, ni cuáles eran
las acusaciones en su contra, según dejó asentado Yorio en un minucioso relato
posterior. Bergoglio era no sólo un adversario ideológico de los dos
activistas, sino también era más joven —Yorio y Jalics habían sido incluso sus
maestros— lo cual seguramente aumentó la tensión entre ellos. Pero los chismes
envenenados que acompañaron a Yorio y a Jalics adonde quiera que iban se
relacionaban con sus convicciones políticas y, sobre todo, con la sospecha
generalizada de que Yorio sostenía una relación con una joven de la comunidad y
colaboraba con los Montoneros.
Lo
que ocurrió después está en discusión. De acuerdo con las versiones más
informadas, Bergoglio les dijo que si querían permanecer en la orden jesuita
tenían que suspender su labor en la comunidad. Jalics y Yorio se negaron. En
mayo de 1976 Bergoglio los expulsó de la orden, dejándolos completamente
desprotegidos. En cuestión de días, fueron levantados por hombres bajo las
órdenes del comandante naval, Admiral Emilio Massera, quien supervisó los
centros de tortura más escalofriantes de la llamada Guerra Sucia contra los
militantes de izquierda. Al principio, se les dijo a ambos que su detención
había sido un “error”, y después pasaron cinco meses en lo que —para los
estándares de la Guerra Sucia— fueron circunstancias privilegiadas: con los
ojos vendados, encadenados y casi famélicos en una celda hedionda.
Hasta
su muerte en el año 2000 Yorio sostuvo que Bergoglio los engañó a él y a Jalics
para que firmaran su renuncia voluntaria, y que era el culpable de su
secuestro. Bergoglio dice que los dos sacerdotes se marcharon por su propia
voluntad y que cuando los secuestraron hizo todo lo que estuvo en sus manos
para liberarlos, acudiendo a sus contactos con la derecha para entrevistarse,
en dos ocasiones, con el general Jorge Rafael Videla —el fanático a cargo de la
recién estrenada junta militar—, y para comunicarse con el torturador Massera.
El año pasado dos antiguos miembros de la Guardia de Hierro declararon que
ellos habían llevado personalmente una solicitud de Bergoglio a Massera para
que dejara a los dos curas en libertad. De ser cierta, esta versión de la
historia podría explicar cómo es que Jalics y Yorio lograron sobrevivir cuando
los demás miembros de su comunidad, que fueron secuestrados por esos mismos
días, desaparecieron para siempre. Un año después de la liberación de los dos
curas, Massera obtuvo un doctorado honorario de la universidad jesuita a cargo
de los integrantes de la Guardia de Hierro.
Francisco
Jalics vive recluido en un monasterio alemán. A raíz de la elección de
Bergoglio como Papa declaró que éste no era culpable, que se había reconciliado
con los hechos de aquel tiempo, y que no volvería a hablar del asunto. En 2013
se reunió con Francisco por segunda vez desde que salió de Argentina, durante
un viaje al Vaticano que transcurrió en la más absoluta privacidad.
Pero
la actividad de Bergoglio durante la Guerra Sucia tiene todavía otro aspecto.
Varios guerrilleros perseguidos, algunos de ellos del vecino Uruguay, han dicho
que durante ese mismo periodo, y con gran riesgo para sí, Bergoglio los ayudó a
esconderse o a escapar de Argentina. También está el testimonio de una mujer
dedicada desde hace muchos años a la defensa de los derechos humanos, la
abogada Alicia Oliveira. Ella asegura que en los días en que recibió amenazas y
estuvo en constante peligro de que la desaparecieran los militares, optó por
proteger a su hijo, dejándolo al cuidado de otras personas. Dice que Bergoglio
pasaba por ella a la hora de salida de la escuela y la llevaba en su carro a
que viera a su hijo desde una distancia segura.
¿Y
si todas las versiones resultaran ser ciertas? Como mínimo, escribe Paul
Vallely, el más cuidadoso del nutrido grupo de biógrafos del Papa, parecería
que Bergoglio chocó con dos de sus hermanos jesuitas, a quienes tenía la
obligación de proteger, y actuó irreflexivamente y de una forma que expuso al
peligro a su propia congregación. Los feroces desacuerdos entre los jesuitas
argentinos continuaron hasta que Roma intervino en 1986. Se envió a un jesuita
colombiano para reconciliar a las facciones en pro y en contra de Bergoglio, y
a éste lo mandaron primero a Alemania y luego a Córdoba, en el norte de
Argentina. Ha tenido 40 años desde aquellos tiempos de pesadilla en Argentina
para recapacitar y sufrir.
Una
noche cené en las inmediaciones del Vaticano con Cristian Echeverry, un cura
párroco de Colombia de modos suaves y con la costumbre de decir las cosas de
manera descarnada. Recién salido del seminario, me contó, comenzó a trabajar en
los extensos barrios marginados que rodean a las ciudades colombianas, y no
olvida la experiencia. “Un día subí al cerro y toqué en una casa. Una niñita
que no puede haber tenido más de 14 años abrió la puerta. Detrás de ella había
una hilera de niños chiquiticos. Estaba embarazada. Le pregunté si podía hablar
con su mamá, y me dijo, ‘Aquí la mamá soy yo’ ”, recordó Echeverry. “Lo que ha
matado a la teología es que la han creado hombres que no han estado nunca en el
barrio”.
En
cambio, los eclesiásticos del Vaticano se han mantenido atareados negándole la
Comunión a los divorciados que se vuelven a casar, sermoneando contra el uso
del condón, descalificando la Teología de la Liberación, que se ocupa sobre
todo de la “periferia” —esa zona borrosa más allá de Europa y Estados Unidos,
donde se concentra la mayor cantidad de fieles—, y en general dándole razones a
los feligreses para abandonar la Iglesia en manada.
En
los últimos 40 años decenas de miles de sacerdotes, y también de monjas, han
desertado de la Iglesia, principalmente para contraer matrimonio. Son cada vez
menos los que los reemplazan en los seminarios, porque los repulsa el voto de
castidad. La falta de curas (y de monjas) es ahora tan grave en algunas partes
de un país tradicionalmente católico, como lo es México, que la labor de la
Iglesia ha quedado en manos de los diáconos (legos que cuentan con la
aprobación del obispo para desempeñar ciertas labores pastorales). En Brasil,
en la región del Xingú, hay 27 sacerdotes para 700 mil católicos, en un área
del tamaño del estado de Montana. En parte porque no hay quién los case,
bautice, confiese o consuele, los católicos han estado huyendo hacia las sectas
evangélicas. Hoy día, la población tal vez ya sea mayoritariamente evangélica
en países como Guatemala, y en muchas regiones de América Latina el número de
creyentes en las sectas está a punto de igualar las cifras de la tradicional
iglesia católica.
Le
pregunté al profesor Guzmán Carriquiry —un influyente lego que, como encargado
de la oficina del Vaticano para América Latina, es integrante de la Curia— si
no sería bueno un sistema doble en que algunos sacerdotes eligieran casarse
mientras que otros pudieran optar por el celibato. Carriquiry me miró
entretenido. “Todos los curas que tenemos hoy ya optaron por el celibato”, me
recordó. (Pero no soy la única en decir, y sospecho que Carriquiry no estaría
tan en desacuerdo, que un número significativo de los curas que he conocido en
América Latina —y como reportera he conocido muchos a lo largo de los años—
estaba involucrado en algún tipo de relación, hetero u homosexual, y no hacía
gran esfuerzo por ocultarla.)
Hay
que decir que en Roma muchos curas defienden el principio de castidad. “Tiene
grandes recompensas”, me subrayó Daniel Gallagher, un sacerdote de carácter
ponderado. Al igual que Echeverry, tiene poco más de 40 años, pero a diferencia
del colombiano, que es pobre y se siente fuera de lugar en Roma, Gallagher es
un miembro establecido de la Curia y tiene una visión más ortodoxa de las
cosas. “La castidad es un sacrificio, ¡pero puede llevar a una vida espiritual
mucho más plena! Siempre intento darle este mensaje a los curas jóvenes y a los
seminaristas. Pero no es fácil”, concedió.
“La
batalla por la castidad es infinita y sin cuartel”, me dijo el padre Echeverry
con su estilo resuelto. “Yo también he tenido caídas. Pero con frecuencia me
pregunto si toda la energía que he invertido en ese esfuerzo —energía física, psíquica, emocional— podría
haber sido mejor empleada en otras tareas”.
La
pregunta está en el aire. Pragmática siempre frente a las crisis, la Iglesia se
prepara a decidir que necesita más curas y no más castidad. “En todo caso, no
es ley divina. Puede cambiarse”, afirmó Carriquiry. Y el padre Rodríguez señaló
que el celibato no fue obligatorio para los curas sino hasta el siglo XVI. “Se
puede cambiar”, repitió. Por su parte, el papa Francisco se ha limitado a decir
que él no puede resolver todos y cada uno de los problemas desde Roma, que los
sacerdotes de las iglesias orientales siempre se han casado, y que depende de
arzobispos “corajudos” encontrar una forma de lidiar con el asunto. Tal como en
Estados Unidos la legalización de la marihuana se ha ido resolviendo individualmente
en los estados, supongo.
(Por
cierto que el celibato siempre ha sido obligatorio para las monjas, y no hay
indicios de que eso vaya a cambiar ahora. Ah, y sí; sí hay mujeres en la
iglesia católica, aunque sería difícil darse cuenta cuando se habla con quienes
detentan el poder eclesiástico: todos son hombres, y casi todos se detuvieron a
pensar durante un minuto largo e infructuoso cuando les pregunté con qué monja
o lega influyente podría entrevistarme.)
Mientras
la Iglesia se ocupaba de precisar las restricciones que gobiernan dónde y cómo
dos adultos pueden tener sexo, poco a poco se hizo manifiesto que miles de
sacerdotes —sin duda, decenas de miles a lo largo de los siglos— forzaban a
niños bajo su cuidado a tener sexo con ellos. Fue Benedicto XVI, cuando era
apenas el cardenal José Ratzinger, encargado de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, el primero en sacar a la luz el viejo escándalo de la
pederastia. Ya como Papa degradó a 848 sacerdotes e impuso un castigo menos
severo a dos mil 572 más. Pero aparte de nombrar nuevamente a una comisión para
estudiar el problema, el Vaticano —y Francisco— aún no han propuesto ninguna
medida concreta. Todavía no hay señal alguna de que puedan llegar a reconocer
que la pederastia es un crimen—y no sólo un pecado—y que los sacerdotes deban
quedar sujetos a la justicia civil y no solamente a la ley divina. Siempre vale
la pena recordar que a Marcial Maciel, fundador de la orden de los Legionarios
de Cristo, favorito de Juan Pablo II y pederasta monstruoso, malversador,
embaucador, plagiario y drogadicto, el Vaticano lo sentenció a una vida de
“arrepentimiento y oración” en una bonita casa con jardín.
En
otros frentes la Iglesia de Francisco ha demostrado ser más combativa. Se está
llevando a cabo una minuciosa reforma financiera y se estableció un comité de
vigilancia para lidiar con los múltiples escándalos del banco del Vaticano.
Pero la pederastia está tan íntimamente ligada a las ahora frágiles finanzas de
la Iglesia —tan sólo en Estados Unidos las víctimas han recibido tres mil
millones de dólares de compensaciones, y muchas parroquias se han declarado en
bancarrota— que no es difícil ver por qué Francisco pudiera querer avanzar con
pies de plomo en el asunto.
“Que
Dios nos proteja del temor al cambio”, declaró Francisco durante un viaje
diplomático al Medio Oriente en mayo, refiriéndose a la necesidad de paz en la
región, y sin duda también al embrollo que lo aguardaba de regreso a casa.
Algunas leyes de la Iglesia están tan en desacuerdo con los tiempos, que
durante décadas han sido ignoradas por los curas párrocos que no están
obsesionados con los asuntos que Francisco llama “de la cintura para abajo”. El
papa Juan XXIII, que ahora es San Juan XXIII, recomendaba una política de
no-te-pregunto-y-no-me-cuentes con respecto al control de la natalidad, por
ejemplo. Bajo la misma política, muchos católicos divorciados impedidos por ley
canónica de tomar comunión logran participar en el sacramento axial de la
iglesia. Se supone que una pareja que convive sin casarse vive “en el pecado”,
aun en aquellas regiones en donde faltan los curas, pero son pocos los párrocos
de la periferia que se animan a condenar con dedo flamígero a semejantes
humildes pecadores. Se ha convocado a todos los obispos del mundo a una
asamblea extraordinaria sobre la familia para este próximo mes de octubre. ¿Le
darán su beneplácito formal a estos cambios de hecho?
Y
está el tema de la homosexualidad —cuya práctica, según el Antiguo Testamento,
causó que Jehová destruyera ciudades enteras—, y de un tema anexo, que es el
matrimonio gay. Jorge Mario Bergoglio, cardenal, hizo campaña en Buenos Aires
en contra del matrimonio gay. Pero lo acababan de elegir como Papa cuando
pronunció su frase más citada: “Si una persona es gay, y busca al Señor, y
tiene buena voluntad, ¿quien soy yo para juzgarlo?”. Sería asombroso que
Francisco llegara a favorecer el aborto o el matrimonio gay, pues como él
muchos católicos, si no la mayoría, consideran que el matrimonio es el
sacramento que une exclusivamente a un hombre y una mujer. Pero es posible
imaginar que llegará a reconocer que los gays han tenido históricamente una
fuerte presencia en el clero y tienen tanto derecho como los heterosexuales a
aceptar la castidad y tomar votos.
Los
mayores cambios que han ocurrido bajo el papado de Francisco no son
cuantificables. En Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, que es el
centro de preparación intelectual para curas más prestigioso de Italia, le
pregunté al profesor en sociología, el padre Rocco d’Ambrosio —quien también
presta sus servicios de sacerdote en la empobrecida región de Puglia, al sur
del país—, cuál ha sido el impacto de Francisco.
“El
otro día tomé la confesión a una señora a quien conozco desde hace tiempo. Ella
había leído la exhortación apostólica del Papa, Evangelii Gaudium (“La alegría
del Evangelio”) y quería hablar sobre el texto, porque algunas frases, y algo
que ella le había escuchado decir al Papa, la habían llevado a preguntarse si
le daba suficiente alegría a quienes la rodean”.
D’Ambrosio,
que usa anteojos rojos y viste deportivamente de saco y corbata, se inclinó
hacia mí: “He sido sacerdote y escuchado confesión durante 27 años, y esta es
la primera vez que alguien se me ha acercado con ganas de discutir algo que haya
dicho un Papa”.
Yo
también leí el Evangelii Gaudium, y encontré en él el mismo extraño don de la
sencillez que Francisco transmite en todas sus declaraciones públicas. Es capaz
de enunciar con palabras claras ideales básicos —alegría, caridad, perdón, honestidad,
la fe vivida con pasión, la vida como compromiso— que siglos atrás hicieron de
los Evangelios textos revolucionarios y arrolladores. Con una voz apagada (de
joven perdió parte de un pulmón, lo cual limita el volumen), y sin ninguna
floritura teatral, Francisco le pide a la grey que sea amable y caritativa
consigo misma y con los demás, y que huyan del cinismo. Sobre todo, le dice a
la gente que Dios la ama, está siempre en su espera, y tiene una capacidad
infinita de perdonar.
“Me
pregunto por qué estoy tan conmocionado”, me dijo el padre Spadaro, el
entrevistador del Papa. “Y alguien me respondió: ‘Porque Francisco predica el
Evangelio de una manera simple’”.
La
mejor explicación me la dio Giacomo Galeazzi, reportero del Vatican Insider,
suplemento del periódico La Stampa, que se publica en Turín: “Francisco ha
hecho que mi trabajo sea más entretenido y más fácil. Es noticia porque todos
entienden lo que dice. Es como ver jugar a Maradona: hay esa hermosa claridad
en su juego”.
Y
así, lentamente, Francisco va arrastrando a su Iglesia hacia el presente,
vitoreado por millones de católicos —clérigos y legos—, porque a través de su
inspirado despliegue de signos y gestos todos ven y comprenden lo que hace. En
su reciente viaje a Medio Oriente apoyó la frente en el muro que Israel
construyó contra los palestinos, transformándolo así también en un Muro de las
Lamentaciones. Lo acompañaron en todo momento sus buenos amigos de Buenos
Aires, el rabino Avraham Skorka y el líder islámico Sheik Omar Abboud.
Convenció a Shimon Peres, presidente israelí, y a Mahmoud Abbas, presidente de
la Autoridad Nacional Palestina, de reunirse con él a principios de junio en el
Vaticano para llevar a cabo una sesión de plegaria marcadamente apolítica. Con
cada gesto, Francisco ayudó a replantear los términos con los que se puede
concebir el conflicto en Oriente Medio: no como un choque inevitable entre
enemigos furibundos, sino como una condición anómala e innecesaria que mantiene
separados a los seres humanos.
Unas
semanas antes el padre Spadaro me había explicado el método del Papa: “Primero
hace el gesto y luego dice las palabras”.
Si
uno se para frente a la albeante basílica de San Pedro —con su enorme domo de
blanco mármol travertino, y la estupenda plaza de columnatas curvas de
Bernini—, lo único que se alcanza a ver de la sede del catolicismo mundial son
los enormes muros que se ensanchan a cada lado de la mole de la basílica. Circundan
la nación independiente más pequeña del mundo: el Vaticano (44 hectáreas, 840
habitantes, acceso restringido.) Aquí todo es espléndido. Hay capillas
barrocas, palacios renacentistas donde residen cardenales y oficiales del
Estado papal en solitaria majestad. Está el palacio papal (ahora deshabitado,
en vista de que Francisco notoriamente se negó a vivir aislado en medio de
semejante lujo); los antiguos tesoros de la biblioteca vaticana; una gloriosa
extensión de jardín. Contenido también por los muros, pero separado del resto
del complejo, está la única parte del Vaticano abierta siempre al público: los
museos, cuyas colecciones albergan algunas de las más grandes obras de arte
creadas por el hombre, todo para mayor glorificación de la Iglesia. Ahí también
se encuentra la Capilla Sixtina, el espacio abovedado que se diseñó para que los cardenales menores
de 80 años tuvieran adonde aislarse con llave (con-clave) para elegir a un
nuevo Papa.
Este
complejo fue alguna vez el signo visible del poder y la gloria del catolicismo,
la corona de su imperio espiritual. Hoy es la fortaleza amurallada de una
Iglesia cuya misma existencia está en peligro. Hay estrellas mediáticas de las
sectas del evangelismo que pronuncian sus sermones en palacios de cristal. Mientras
tanto las iglesias católicas caen en ruinas, se ponen a la venta, se convierten
en bibliotecas o en viviendas de estilo. Como líder del budismo el Dalai Lama
ejerce cada vez mayor influencia moral y convoca a más adeptos en todo el
mundo. En cambio, la iglesia católica se enfrenta a una crisis de encogimiento
que todo lo abarca: menos fieles, menos curas, muchos menos recursos, y un
catastrófico aumento de escándalos públicos que se resume bastante bien en una
noticia reciente sobre la Santa Sede: un cargamento de casi medio kilo de
condones rellenos de cocaína líquida, disfrazado entre una caja de cojines,
quedó sin reclamar en la oficina de correos del Vaticano.
Al
cambiar el palacio papal por la Casa Santa Marta, un hotel que queda justo
adentro de los muros del Vaticano y en
donde se alberga el clero de todo el mundo, Francisco evitó hábilmente que lo
envolviera la bizantina atmósfera de la Curia. De paso, aseguró su acceso
constante a las noticias del exterior y a la calidez del contacto humano. Pero
tal vez quedó demasiado lejos de la telaraña de intrigas —cuyo centro ocupa—
como para enterarse de lo que pasa. Alguien está filtrando todo tipo de
noticias sobre el ministro de Estado del papa Benedicto, el cardenal Tarcisio
Bertone, a quien Francisco removió de su cargo, ¡y hay tanto que filtrar! Los
rumores sobre su vida sexual; la ira de Francisco por el penthouse de 700
metros de Bertone, espléndidamente restaurado y contiguo a las dos modestas
habitaciones que Francisco ocupa en Santa Marta; el asunto de cómo fueron a dar
a una productora de cine, propiedad de uno de sus amigos, 15 millones de euros
que Bertone retiró de los fondos vaticanos.
Se
dice que Bertone mira con frialdad al Papa, o tal vez con sentimientos mucho
más encendidos, y parecería que comparte esos sentimientos con algunos más. El
arzobispo hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, irredimiblemente franco, fue el
encargado de anunciar la creciente rebelión contra Francisco entre la jerarquía
eclesiástica conservadora, así como la murmuración cada vez más atrevida de que
la férula papal le habría sido entregada al hombre equivocado. Según afirmó
Maradiaga en una reunión de las órdenes franciscanas, se dicen cosas como “¿qué
pretende este argentinito?”. Y agregó que un reconocido cardenal dejó caer la
frase: “Nos equivocamos”.
Le
pregunté a un hombre de espíritu equitativo y que conoce el pensamiento de la
Curia si le parecía que va en alza la sensación de que Francisco se mueve
demasiado aprisa en la dirección equivocada, o que dice cosas que simplemente
resultan escandalosas. Reacomodándose en la silla en un esfuerzo por hallar la
manera equilibrada de responder, mi amigo afirmó que Francisco tiene un gran
sentido de iniciativa pero que, en ocasiones, asume posiciones demasiado drásticas,
o sin tomar en cuenta procedimientos que tienen su razón de ser. Sopesando cada
una de sus palabras, añadió tras una pausa: “Hay, ha habido… cierta mención de
un cisma”.
En
otras palabras, dentro de la Curia tanto como en el extranjero existe un número
de inconformes de alto rango que expresan su descontento en términos cada vez
más álgidos contra lo que consideran la traición del Papa a la fe católica. El
descontento es tal, de hecho, que, de acuerdo a mi amigo, un cierto número de
inconformes considera la posibilidad de establecer una iglesia católica
alternativa. El hombre que aspira a unir todas las religiones en la fe
compartida en el amor de Dios, y que como provincial de los jesuitas argentinos
dividió a tal grado la orden que fue necesaria la intervención externa,
comprueba una vez más su capacidad de unir y dividir.
Giacomo
Galeazzi, el periodista del Vatican Insider, está convencido de que Francisco
logrará imponerse fácilmente. “Sus opositores —mencionó a un puñado de miembros
de alto rango de la Curia—, perdieron poder tras la renuncia de Ratzinger. El
Papa es un hombre extraordinariamente libre”, me explicó Galeazzi. “No le debe
nada a la Curia porque viene de fuera. Quienes tienen poder son aquellos que se
ocupan de la periferia; el Papa puede hacer lo que quiera”.
Quizá.
Pero la lista de temas urgentes que el Papa enfrenta es larga, y no es joven ni
está particularmente sano. Le dan “ligeras fiebres” que esporádicamente lo
obligan a cancelar eventos. Trabaja demasiado, tiene 77 años, y muchos aún
recuerdan el patético espectáculo de la muy pública agonía de Juan Pablo II. El
asunto de la sucesión ya está en mente de todos.
Ni
siquiera hay acuerdo sobre cuál es el consenso sobre el tema. “Según lo que he
podido entender”, dijo el padre Daniel Gallagher, “en el cónclave varios
cardenales dejaron muy claro que no esperan ninguna otra renuncia papal en el
futuro”. Pero varios curas con los que hablé expresaron su gratitud hacia
Benedicto por dar un paso largamente demorado. Es posible que la habitual
sobrecarga en la agenda de Francisco, extenuante para sus colaboradores pero
sobre todo para él, esté motivada por el deseo de seguir el revolucionario
precedente de Benedicto y retirarse. “El papa Benedicto ha hecho un gesto muy
grande (al retirarse)”, declaró al periódico La Vanguardia hace poco. “Ha
abierto una puerta, ha creado una institución, la de los eventuales Papas
eméritos. Yo haré lo mismo que él, pedirle al Señor que me ilumine cuando
llegue el momento”. Si las especulaciones son ciertas, en caso de que así lo
decidiera, se retiraría al cumplir 80 años, lo cual significa que Francisco
tiene menos de tres para sacar adelante su programa radical, a menos que el
tema de su salud signifique que le queda aún menos tiempo.
Durante
mi último día en Roma caminé una vez más por el Borgo Pío, la estrecha calle a
la sombra de San Pedro, atestada de restaurantes al aire libre con manteles a
cuadritos, boutiques de sotanas y tiendas de chacharería papal para los
turistas. La calle bulle de turistas anglos y chinos, y vendedores ambulantes
bengalíes de pelotitas de goma de colores. Hay obispos de Nigeria, monjas
filipinas y seminaristas mexicanos que pasan ajetreados, también ellos
convertidos en turistas de ojos desorbitados, curioseando, tocando puertas,
esperando audiencia. Pasear una hora por el Borgo es ver el mundo. Todavía más
que los tesoros de San Pedro, el Borgo ofrece una visión quizá más real del
vasto alcance y la ambición de la institución fundada por el humilde apóstol Pedro
hace unos dos mil años, y de cómo esa estructura se sostiene gracias a la fe.
Si, en un mundo cada vez más agnóstico, en Occidente todavía nos importa tanto
el destino de Francisco y de su Iglesia, se debe a que probablemente la mayor
parte de la cultura que nutrió al mundo occidental hasta finales del siglo XX
fue creada por la Iglesia: la música, la arquitectura, el protestantismo, la
pintura, los inicios de la ciencia, nuestro eslabón más básico de construcción
social (un marido, una esposa). Para bien o para mal, todos somos hijos del
Dios de San Pedro.
Pero
este templo cruje, gotea, se agrieta, y las huestes de curas entusiastas que
trabajan al interior del Vaticano para arreglarlo todo quizá no logren
reemplazar las columnas centrales a punto de desmoronarse sin que se venga
abajo el edificio entero. Y está la cuestión que Francisco plantea de manera
implícita en cada una de sus muy públicas declaraciones acerca de cómo debe
practicarse la fe: ¿Cuál es la relación entre el Jesús al que acuden los
católicos para obtener la salvación y la gigantesca estructura en Roma?
“No
me disgusta la idea de una Iglesia reducida a su mínima expresión”, afirmó
Echeverry, el padre colombiano, cuando le pregunté qué ocurriría si el Papa
llega a morir antes de completar la transformación que busca con tanto ahínco?
¿O si, a pesar de los esfuerzos del Papa, el materialismo y el consumismo ganan
la partida, o los rigores de una creencia dogmática resultan excesivas para la
persona común y corriente? ¿Qué pasará si la ciencia por fin destruye la
posibilidad de la fe? ¿Qué pasará si los fieles ya no abarrotan la plaza de San
Pedro cada miércoles por la mañana? “Me gusta la idea de pasar de una Iglesia
que se fortalece en los números a una de la que verdaderamente puede decirse
vive el Evangelio. No me molestaría para nada”, dice Echeverry.
Al
final de mi almuerzo con el padre Rodríguez le pregunté si alguna vez duda que
la iglesia católica pueda sobrevivir.
“Si
la Iglesia por falta de poder se acaba (me refiero a poder tecnológico,
político o económico, o por una guerra religiosa) estaremos simplemente
viviendo la experiencia de Jesús. Si ella misma es crucificada, estará
reproduciendo la experiencia de su fundador, pero quedará algo tan hondo que no
se podrá perder. Si Dios no estuviera trabajando aquí, ¿cómo se explica que la
Iglesia sobreviviera 300 años en Japón sin un solo cura, sólo gracias a los
esfuerzos de unos cuantos hombres y algunas mujeres?”, se preguntó el padre
Rodríguez.
Pero
estos son días en que resulta difícil creer que alguna vez la iglesia católica
pueda quedar reducida a una solitaria voz clamando en el desierto. Francisco y
la alegría de su fe inspiran en millones no sólo una renovada creencia en Dios,
sino en una religión viva y vivaz. Sólo había que verlo este abril durante la
misa de Pascua que ofició al aire libre, durante la cual él y su gente
desplegaron todo tipo de símbolos y signos para crear un hermoso espectáculo de
significados. Los escalones de San Pedro quedaron transformados en jardín;
diáconos y lectores —¡hombres y mujeres!— de Corea, Alemania, China y Medio
Oriente leyeron pasajes de la Biblia; un coro de la iglesia oriental cantó
armonías extrañas y poderosas; los patriarcas rusos concelebraron con
Francisco… y al Papa se le vio exhausto y avejentado. Pero, al terminar,
prácticamente saltó hacia el Papamóvil, como un niño a quien inesperadamente se
le ofrece un pan con mantequilla y su mermelada preferida. Sin aceptar ayuda,
trepó con energía a la plataforma, como diciendo “¡Vámos!”. Y entonces resurgió
el ritual de la muchedumbre que vitorea y ríe, el Papa que abraza y bendice,
bañado de pueblo, como se dice, a medida que el Papamóvil serpenteaba a través
de una multitud extática.
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