“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros..“Groucho Marx.
Actualidad del grouchismo/Juan Van-Halen, escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.
ABC, 12 de abril de 2016..
Karl
Marx, y no menos Lenin –su sabia y hábil palanca práctica–, parecen resucitar
entre tanto espejismo populista. Sin embargo, quien se diría ciertamente
resucitado es Groucho Marx. No hay sino mirar a nuestro alrededor. Los dos Marx
guardan ciertas cercanías aparte de la coincidencia de apellido. Ambos tenían
sangre germana, origen judío y una brillante inteligencia. Lo que en uno fue
sesuda reflexión en el otro era desbordado humor de grueso calibre.
Todos
conocemos la fundamental aportación del filósofo prusiano al pensamiento
universal, pero acaso algunos ignoren que el humorista norteamericano fue autor
de dos deliciosos libros de memorias, «Groucho y yo» y «Memorias de un amante
sarnoso», y de algunas colecciones de cuentos. Que no se me enfaden los
marxistas (de Karl) ni los marxianos (de Groucho) por la invocación paralela;
es una cabriola inocente en honor del genial protagonista de «Sopa de ganso»,
farsa política prohibida en la Italia de Mussolini que consideró la película un
agravio personal.
Vivimos
una realidad digna de Groucho, al que se debe una célebre frase cínica de
actualidad inquietante: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo
otros», y esto dicho con un fajo de folios en cada mano alzados
alternativamente, como si fuese, pongo por caso, una sesión parlamentaria de
investidura presidencial. Es obvio que no hay nada inalterable, pero asistimos
a un baile de principios y valores que los partidos cambian con pasmosa
facilidad.
A
ese pragmatismo algunos políticos lo llaman «flexibilidad», pero dudo que los
sufridos votantes lo digieran. Flexible es lo que se dobla con facilidad, lo
que se adapta a cualquier circunstancia, y los principios, por más que no sean
inalterables, deben estar lejos de ser flexibles y acomodaticios. Dar al
ciudadano lo que puede entenderse que le es más grato en cada momento
sencillamente, porque la mercadotecnia lo señale o los bien pagados gurús de la
imagen lo aconsejen, supone ejercer un grouchismo resucitado, una estrategia de
mercaderes. Con distintos envoltorios, más o menos atrayentes por vistosos, se
estaría ofreciendo el mismo género. Como si el político fuese un vendedor
avispado.
A
veces los partidos no sirven como deberían al interés general; incluso ya no
sorprende que algún político construya su estrategia sobre una realidad tan
endeble y excéntrica como la enemistad personal con su adversario. Es un
lamentable grouchismo que el futuro de un país, el bienestar o malestar de los
ciudadanos, dependa de que sus líderes se caigan simpáticos o no se puedan ver.
Y en esta cadena de despropósitos, es curiosa la preocupación de los nuevos
dirigentes por su estética. Aspiran a que los juzguemos más por el físico que
por su experiencia de gobierno, que es nula, o por lo que predican, no pocas
veces ramplón y contradictorio.
Otra
vez se habla de vieja y nueva política. Ortega, treintañero reconocido ya
entonces como pensador influyente, analizó tal dicotomía en su célebre
conferencia de 1914 en el madrileño teatro de la Comedia. La Constitución
vigente, la canovista de 1876, había cumplido 38 años, como hoy la de 1978; el
bipartidismo de la Restauración estaba superado; el reformismo, anquilosado;
había un ansia de moralidad en la política; se pedía renovación, regeneración.
El filósofo recuerda a Maura, sobre el que un tiempo antes se había lanzado el
machacón «¡Maura, no!» que, salvando las distancias, recuerda el insistente y
actual «no, no y no». El pasado que vuelve.
Años
después, menos de una veintena, Ortega, tras la ya fallida regeneración
moderada que prometía el cambio de régimen, publica en «Crisol» su artículo «Un
aldabonazo» (9 de septiembre de 1931), que concluye: «¡No es esto, no es esto!
La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Profético.
La República se perdió por los radicalismos. A Ortega se le había caído la
venda de los ojos y estaba de vuelta del espejismo sólo seis meses después del
alegre advenimiento del régimen republicano. Hoy tenemos ante nuestro futuro
otro espejismo: el reeditado asalto a los cielos de la tradición leninista.
Millones de españoles han confiado con sus votos en la aparentemente mágica
nueva política, como el Ortega de 1914. Me temo que no será fácil que se nos caiga
la venda de los ojos como al Ortega de 1931.
¿Los
partidos conservan sus principios y valores o los pasan por el tamiz de la
mercadotecnia? ¿Vale todo, o casi todo, con tal de atraer la simpatía, el
aplauso o el voto? A menudo parece que los políticos actúan a espasmos de
opinión publicada, de criterios de tertulias televisivas, de filtraciones
interesadas de sumarios que deberían ser secretos, de condenas mediáticas que
muchas veces quedan judicialmente en nada, pero que se llevan por delante
nombres y famas.
La
mediocridad ha ido invadiendo la política y no quiero creer que el pensamiento,
y nuestros intelectuales, que los tenemos, y muy valiosos, a menudo parece que
pasan sus ojos avizorantes por la realidad de un viejo país que se pregunta
alarmantemente qué es, una interrogación de la decadencia, como quien pasa ante
las bandejas de la pastelería sin arriesgar mancharse con la nata o el
chocolate. Necesitamos diagnósticos rigurosos y recetas sensatas para salir de
esta situación cada vez más compleja y al tiempo aceleradamente irredenta. Nada
que ver con lo que ofrece el grouchismo.
Los
intelectuales, como faro, como señal, tienen una responsabilidad indeclinable.
Hubo un tiempo en que los intelectuales asumieron su papel de conductores de
opinión. Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Unamuno, Machado, Azaña, Alcalá
Zamora, Madariaga, entre tantos, llevaron su responsabilidad cívica y su
magisterio a la política de una manera u otra. Desde el Parlamento, desde la
acción de Gobierno, desde la reflexión crítica. Envidio a los españoles de
aquel tiempo con tantas respuestas como preguntas. Ahora encontramos al paso
muchas preguntas y pocas respuestas.
Esta
España atribulada, con síntomas de envilecimientos y desganas, parece
deslizarse por la pendiente de su propia negación, y merece un zarandeo, un
aldabonazo que la despierte, como el que propuso un día Ortega. A veces el
ciudadano avisado cree que la nación se debate dando tumbos y a tientas, como
en «La gallina ciega» de Goya, entre un marxismo pasado por cierta cirugía
estética, pero fiel a viejas fórmulas letales ya fracasadas, y un marxiano
grouchismo a la larga no menos nocivo, cínico e impostor.
Puigdemont
regaló a Iglesias, declarado comunista, una biografía de Andreu Nin, el líder
obrerista apresado ilegalmente, torturado y asesinado en 1937 por agentes
comunistas. Acaso Puigdemont no sabe historia, pero su regalo era una muestra
de grouchismo macabro.
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