ABC, Lunes,
11 de abril de /2016
Los
estadounidenses se pelean en este momento por unos asuntos que escapan al
entendimiento de los europeos. Piensen, por ejemplo, en la ley que acaba de
aprobarse en Carolina del Norte que obliga a las personas acuciadas por sus
necesidades naturales a utilizar los aseos correspondientes al sexo que figure
en su partida de nacimiento. ¿Extraño? El verdadero e inconfesado objetivo es
prohibir que los «transgénero» elijan el mingitorio adecuado para el sexo que
deciden asumir en vez del que han heredado. En Europa es inimaginable que un
Parlamento nacional o local debata un asunto parecido. Pero en EE.UU., la
decisión de Carolina del Norte enciende los ánimos, y la cuestión se ha vuelto
nacional, porque detrás del carácter anecdótico de esta decisión que, en realidad,
afecta a muy poca gente, se esconde algo que no se dice y que todo el mundo
adivina: Carolina del Norte se toma así una revancha indirecta contra la mezcla
de los «géneros» y especialmente contra la legislación del matrimonio
homosexual.
La negativa a aceptar que la transexualidad existe, que se pueda
elegir libremente su sexo y, por último, infringir el juicio de Dios, explica
la virulencia del debate. A título de recordatorio, la mitad de los
estadounidenses no creen en la teoría de la evolución según Darwin y consideran
que el relato bíblico de la Creación debe tomarse al pie de la letra. La
mayoría de los colegios enseñan paralelamente las dos hipótesis, sin
pronunciarse. Frente a ellos, y con la misma vehemencia, los que apoyan los
derechos de los transgéneros se inscriben en una tradición igual de
estadounidense como es la de la defensa de las minorías, por muy minoritarias
que sean. Como el matrimonio homosexual es una cuestión que ya ha resuelto el
Tribunal Supremo, y no los representantes elegidos por el pueblo, los
transgéneros constituyen un nuevo frente de liberación. Los aseos para los
transgéneros, el matrimonio homosexual y, evidentemente, la interminable
batalla en torno al aborto se explican por esta profunda división entre el
conservadurismo religioso, generalmente republicano –a una escala desconocida
en Europa– y los progresistas, casi siempre demócratas, llamados «liberales»,
que reduce cualquier debate de sociedad a una guerra interna por los derechos
civiles.
Los
transgéneros, después de los homosexuales, son los negros de hoy en día. A la
larga, los transgéneros serán aceptados, porque las minorías en EE.UU. acaban
siempre por imponerse en cuanto unos buenos abogados identifican su
reivindicación con la de los derechos civiles. Pero después de que sean
aceptados, con el derecho de tener sus aseos, no hay ninguna duda de que
aparecerá una nueva minoría para movilizar a los dos bandos. ¿Por qué esta
obsesión por los derechos de las minorías? Sin duda alguna, porque EE.UU. está
atormentado por el siniestro recuerdo de la segregación. A la izquierda
especialmente le aterroriza que surja una nueva segregación, por ínfima que
sea, y que se transforme apresuradamente en una gran causa. Estos progresistas
liberales son a veces tan excesivos que provocan a su vez un exceso inverso,
como el racismo declarado de Donald Trump, por ejemplo, contra los mexicanos y
los musulmanes que nadie en Europa, ni tan siquiera los partidos de extrema
derecha, se atreve a manifestar sin ningún reparo.
Una
de las paradojas es que estas disputas verbales y legales tienen poca
influencia sobre la sociedad estadounidense, que cada vez es más diversa,
abigarrada y mestiza. Lo ponen de manifiesto los censos de población y todos
los cuestionarios que los ciudadanos estadounidenses deben rellenar
constantemente en cada trámite oficial, en el que hay que marcar, aunque no es
obligatorio, una casilla correspondiente a la etnia: blanco, negro, indio,
amarillo, polinesio… Ahora se propone una treintena de opciones, cada año se
añade una, y los mestizos pueden marcar varias casillas, algo impensable en
Europa. A este lado del Atlántico, los discursos políticos, en su conjunto,
respetan las diferencias, pero, más aún, las ignoran como si no existiesen. En
realidad, en Europa, en la sociedad actual, la segregación social y racial es
importante, como lo demuestra, en todas partes, el desempleo masivo de los
jóvenes de origen árabe.
La
segregación de antaño explica esta diferencia estadounidense, pero también el
derecho constitutivo de EE.UU.
A
los europeos les resulta algo difícil entender el carácter sagrado e
inalterable de la Constitución, el poder de los estados y el Gobierno de los
jueces. Ninguno de estos tres fundamentos de la nación estadounidense se
encuentra en Europa. La Primera Enmienda de la Constitución de EE.UU.
(Declaración de Derechos, las diez primeras enmiendas, que son tan importantes
como la propia Constitución) autoriza a decirlo todo, sin moderación y sin
censura, y está prohibido prohibir, de modo que los contrarios cohabitan y se
neutralizan. En el extremo opuesto, en Europa tenemos el laicismo francés y
belga, una verdadera religión nacional indiscutible, e incluso represiva
(prohibición del velo islámico, por ejemplo), que solo reconoce a ciudadanos
iguales, mientras que no lo son. Esta es la razón por la cual la sociedad
estadounidense tiene costumbres democráticas, mientras que Europa es
republicana, pero no siempre es tolerante.
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