A la noche de los
hombres infames/Bernard-Henri Lévy es uno de los fundadores del movimiento “Nouveaux Philosophes” (Nuevos Filósofos) y autor de, entre otros, el libro Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism [La izquierda en tiempos oscuros: una toma de posición contra la nueva barbarie].
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
El País, 4 de agosto de 2016.
Existen al menos tres
motivos para dejar en el anonimato a los yihadistas que cometen un atentado.
El primero es que dar
sus nombres, difundir una y otra vez sus rostros, en vida o una vez muertos,
convertirles en protagonistas mundiales de este espectáculo en que se ha
convertido la guerra terrorista, equivale a hacer realidad uno de sus últimos
deseos: al fin y al cabo, los asesinos del Bataclan pidieron a sus rehenes,
unos minutos antes de la matanza, que llamaran sin cesar a las cadenas de
informativos, y el islamista del supermercado exigió a una de esas cadenas que
modificara sus créditos y su cinta continua. Y no es casualidad que el asesino
múltiple de Niza dejara en su camión, como prueba, su carnet de identidad.
El segundo motivo es que
entrar en el detalle de esas vidas de zombis, devanar el hilo que va de una
infancia invariablemente “desgraciada” a una radicalización normalmente
“repentina”, recrearse en el supuesto misterio del monstruo que era al mismo
tiempo buen padre, marido más bien normal, vecino amable y servicial, es la vía
más corta hacia esa banalización del mal de la que sabemos hace tiempo que, en
estas cuestiones, es uno de los peores peligros: ¿de qué sirve, por ejemplo,
saber que el degollador de Saint-Étienne-du-Rouvray era “estupendo”? ¿Qué dato
decisivo nos proporcionan cuando nos muestran una y otra vez el testimonio de
la viuda de uno de los asesinos de Charlie Hebdo, que dice que, un año después,
sigue sin encontrar ninguna “señal precursora” de la radicalización de su
misterioso marido? ¿Había que pasar tantos años combatiendo la cultura de la
justificación para acabar dando la palabra al “mejor amigo” del asesino de
Niza, que nos asegura que era un hombre “magnífico”, con “los ojos
almendrados”, que incluso proclamó “Je suis Charlie”, pero que se sentía
“frustrado”, que se cargaba “peluches”, y que fue su personalidad “límite” la
que hizo “caer en el extremismo”? Esta crónica interminable y a menudo ridícula
del horror es una forma de desarmar las conciencias y, con el pretexto de
mostrarnos el rostro del delito, de volvernos ciegos, en realidad, a lo que
tiene de insostenible y repugnante.
El
tercer motivo de fondo que debería empujar a los medios a difuminar esos
nombres cuya hipnótica repetición puntúa hoy nuestros días, o a mencionarlos
solo con sus iniciales, o a rechazarlos siempre que sea posible, es que la
última consecuencia de esa mezcla inestable de lo trivial y lo heroico, esta
forma de decirnos al mismo tiempo que son hombres corrientes pero que han unido
su destino a unos actos inolvidables, es la peor: el efecto de arrastre, la
invitación, para las mentes débiles, a seguir su ejemplo y pasar a la acción,
con la alegría anticipada de pensar en esa gloria póstuma del asesino que les
sirve de modelo.
El mecanismo es
conocido. Es el que describió René Girard cuando, mucho antes de que estallara
la nebulosa yihadista, subrayó el aspecto mimético de la violencia en general y
el terrorismo en particular.
Es el mismo que, en los
años de plomo de Italia, cuando la prensa se preguntaba si había que publicar o
no los comunicados de las Brigadas Rojas, denunció Marshall McLuhan: el autor
de Guerra y paz en la aldea global estaba tan convencido de que el rumbo de la
guerra se iba a decidir al final en los medios, que hizo la propuesta radical,
seguida en parte por la prensa italiana, de no informar sobre las acciones de
los grupos armados.
A esa misma conclusión
habían llegado mucho antes, a finales del siglo XIX, los testigos de la primera
gran ola de atentados que sufrió la Francia moderna, cuando, el día que no se
apuñalaba a un presidente de la República, se colocaban bombas en cafés o
incluso en la Asamblea Nacional.
En aquellos meses de
pesadilla, los lectores de Le Temps, Le Journal y Le Petit Illustré se
despertaban cada mañana con el temor a encontrar el nombre y la foto de un
nuevo Ravachol, un imitador de Auguste Vaillant y Emile Henry. Francia estaba
paralizada. Sus escritores estaban fascinados (Mallarmé, Alfred Jarry) o
espantados (Octave Mirbeau, Bernard Lazare).
Se debatía, con tanto
ardor como hoy, si aquellos hombres eran monstruos o miserables, psicópatas o
activistas, clientes de Esquirol o discípulos de Kropotkin, “neronistas” de
sueños despóticos, según Rémy de Gourmont, o “faquires” instalados
definitivamente en la anarquía.
En ese contexto, después
de esos tres años de atentados sangrientos y de lo que empezó a denominarse la
propaganda por el hecho, Gustave Le Bon culminó su teoría de la “psicología de
las muchedumbres”, regida por los principios de sugestión y contagio (1895);
Gabriel Tarde, el tercer padre de la sociología francesa junto con él y con
Durkheim, enunció las “leyes de la imitación” en “las muchedumbres y las sectas
desde el punto de vista criminal” (Revue des Deux Mondes, finales de 1893); y
los discípulos italianos de Georges Sorel ofrecieron “sus propios cuerpos en
llamas”, como brulotes contra el mundo enemigo (“Matemos la luz de la luna”,
Manifiesto futurista).
El terrorismo, en la era
del islamismo radical, ha alcanzado unas cimas inigualables de refinamiento y
horror. Pero sigue vigente el principio del contagio macabro, de la viralidad
aparentemente infinita entre un cuerpo y el siguiente, la reacción en cadena de
unos nombres que inspiran a otros.
Nadie dice, por
supuesto, que baste con ocultar los nombres para romper la cadena de las
simpatías y los mimetismos. En primer lugar, porque el dominio de las redes
supuestamente sociales limita enormemente el poder prescriptor de los medios.
En segundo lugar, porque el yihadismo tiene muchas otras raíces que no están en
la historia de la comunicación, sino de las religiones y los fascismos. Y
además, porque, si se priva a X del vertiginoso placer de asociar su nombre al
de Y en la nueva falange negra, aún le queda otro, completamente opuesto pero
con una fuerza equiparable: el de ver su nombre entretejido con el del Dios de
los salmos o fundido con él en un mismo nihilismo.
En esta guerra total que
nos han declarado, ¿no tenemos la responsabilidad de resistir como podamos,
donde podamos, según la situación y el oficio de cada uno?
¿Y no sería hermoso que
los creadores de opinión dejasen de dar protagonismo a los infames, que
intentaran al menos esa forma de gripar uno de los motores de esta máquina
arrolladora?
En la guerra, como en la
guerra.
Los medios de
comunicación deben llegar a un acuerdo para reducir al mínimo imprescindible
las menciones de los criminales. En lugar de deleitarnos con montajes heroicos
y miméticos, es necesario enviar a los yihadistas a “la noche de los hombres
infames”.
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