¿Debemos descuartizar a Trump?/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution, Stanford University. Su nuevo libro, Free Speech: Ten Principles for a Connected World, acaba de publicarse.@fromTGA
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País, 11 de octubre de 2016.
“Para Trump, el engaño es una segunda piel”. Es lo que me decía el otro día en Chicago Nathan, propietario de una pequeña empresa. Yo no habría podido decirlo mejor. Según un análisis reciente, Donald Trump dice una mentira o algo que no es cierto aproximadamente cada cinco minutos. Los medios de comunicación estadounidenses mantienen un gran debate a propósito de cómo informar sobre este demagogo narcisista, fanfarrón, mentiroso, ignorante y peligroso. Pero los medios son parte del problema.
Todos parecen estar de acuerdo en que los presentadores de televisión deben pedirle cuentas cada vez que mete la pata, como hizo Leslie Holt en el primer debate, y no mantener un falso equilibrio entre dos candidatos de calidad y seriedad muy diferentes, lo que la analista Brooke Gladstone llama el prejuicio de la equidad. “Ah, sí, profesor Smith, gracias por defender que la Tierra es redonda, y ahora voy a dar el mismo tiempo y respeto a Mr. Jones, que asegura que la Tierra es plana”. Un ejemplo reciente del prejuicio de la equidad es la cobertura que hizo la tímida e intimidada BBC de la campaña del Brexit.
Es interesante que incluso The New York Times haya abandonado su habitual imparcialidad y discreción. No sólo porque casi cada día publica dos o tres artículos que atacan a Trump, sino porque sus informaciones, además de incluir excelentes reportajes de investigación sobre Trump como hombre de negocios, farsante y racista, deslizan expresiones, adjetivos y adverbios peyorativos que la vieja dama de gris, antiguamente, no habría aprobado.
Entiendo a la perfección por qué el Times ha dejado su práctica habitual. Como decía en un editorial, Trump es “el peor candidato propuesto por un gran partido en la historia moderna de Estados Unidos”. Es un peligro para la paz civil y el prestigio de su país en el mundo. Un amigo italiano lo compara con la reacción de La Repubblica ante el ascenso de Silvio Berlusconi.
Por desgracia, la decisión de tomar partido puede reforzar una tendencia estructural que está corroyendo la democracia norteamericana. Estados Unidos ha defendido siempre la libertad de expresión y la prensa libre con el argumento —mencionado expresamente en la Primera Enmienda de la Constitución— de que es necesaria para el autogobierno democrático. Los ciudadanos, como hacían los antiguos atenienses cuando se reunían a los pies de la Acrópolis, deben poder oír todos los argumentos y pruebas para tomar una decisión informada y, por tanto, poder decir legítimamente que se autogobiernan.
Sin embargo, el primer debate televisado entre los dos candidatos no fue más que un breve instante de experiencia común en la plaza pública. El resto del tiempo, los votantes están en su cámara de eco, oyendo opiniones que consolidan las suyas. Este efecto de cámara de eco se vio primero en Internet, con la burbuja informativa y el filtro burbuja, pero se ha convertido en un elemento fundamental de todo el panorama mediático, no solo en la Red y no solo en Estados Unidos. Existe una profusión descontrolada de fuentes de noticias y opiniones, con la correspondiente fragmentación. Los votantes de Trump se alimentan de Fox News, los programas de radio de derechas, sitios de Internet como Breitbart (cuyo jefe supremo es asesor de Trump); los votantes de Clinton, de MSNBC, NPR, PBS, sitios de Internet como Slate o el HuffPost, gente de su misma opinión en las redes sociales… y ahora el periódico anti-Trump, The New York Times.
Como Internet ha destruido el modelo de negocio tradicional de la prensa y, al mismo tiempo, permite una enorme abundancia de fuentes, todos compiten ferozmente por quedarse con las visitas y los clics en este terreno abarrotado día y noche: como si fuera el parqué de una Bolsa o la calle de un mercado en India. Hay que gritar. Cuanta más sangre y más rugidos, mejor. A las informaciones y los análisis matizados, equilibrados y basados en pruebas les cuesta hacerse oír. Las posibilidades tecnológicas, los imperativos comerciales y los cambios culturales se unen para convertir la democracia deliberativa en infotainment, en espectáculo.
La realidad televisiva vence a la auténtica. Trump, hombre de negocios y antigua estrella de un reality show, es al tiempo creador y producto de este nuevo mundo. En esta realidad alternativa, los hechos, las pruebas y las opiniones de expertos dejan paso a los mitos, las exageraciones, las mentiras y las simplificaciones (el “hagamos que América vuelva a ser grande” de Trump, el “recuperemos el control” del Brexit). Los historiadores de la propaganda saben que las mentiras se imponen por mera repetición, a base de atontar la mente hasta expulsar la verdad. Las cámaras de eco constantes de los medios sectarios y las redes sociales que refuerzan los prejuicios causan un efecto similar.
Una vez tuve la divertida experiencia de tener que defender un libro mío, Los hechos son subversivos, en el programa satírico Colbert Report. “¡Qué dice —exclamó Stephen Colbert—, yo no quiero que los hechos me subviertan y me hagan sentirme incómodo, quiero cosas que me hagan sentirme bien!”. Colbert fue quien inventó el término truthiness para indicar esa cómoda verdad alternativa, la que nos gustaría que fuera. Pues bien, la realidad ha superado a su humor satírico. Trump es el maestro de la verdad alternativa. Aunque ya ha dejado de hablar de la partida de nacimiento de Obama, uno de sus comentarios después de que Obama la hiciera pública es un buen ejemplo: “Mucha gente tiene la sensación de que no era un certificado propiamente dicho”. Y yo tengo la sensación de que la Tierra es plana.
En el primer debate, Clinton soltó una frase muy ensayada: “Donald, sé que vives en tu propia realidad”. Y él replicó con otra frase menos practicada, más graciosa y muy reveladora: “Creo que el mejor miembro de su campaña son los grandes medios de comunicación”. Unas palabras propias de la retórica populista en todo el mundo, desde Estados Unidos a Francia y desde Polonia a India, con las que señala que sus partidarios son un grupo asediado por las poderosas élites liberales y que son la única “gente real” (una expresión que utiliza mucho Nigel Farage).
La distorsión está más agudizada en la derecha populista, pero la polarización tendenciosa, los gritos simplistas y las cámaras de eco son un problema en todas partes. Estados Unidos tiene medios de comunicación libres, variados y sin censura, pero que cada vez tienen menos sitio en la plaza pública común. Existe allí un noble lema que nos invita a creer en el “mercado de las ideas”. Lo que estamos presenciando en estas elecciones es el fracaso del mercado de las ideas.
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