Maxwell Gomera, a 2018 Aspen New Voices fellow, is Director of the Biodiversity and Ecosystem Services Branch at the United Nations Environment Program. Edward Mabaya, a 2016 Aspen New Voices fellow, is a senior research associate at Cornell University. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
Project Syndicate
El 3 de abril, el Reino Unido anunció una prohibición de la venta de marfil que la convierte en “una de las más estrictas del planeta”. Con ello, se unió a otros países (entre los que se cuentan China y Estados Unidos) en usar disuasivos de mercado para inhibir la caza furtiva y evitar que se extingan especies en peligro. Como lo expresara en Secretario británico de Medio Ambiente, Michael Gove, el objetivo es “proteger a los elefantes para las próximas generaciones”.Es cierto que son gestos loables al servicio de una noble meta. Pero, por sí solo, el fin de la venta de marfil no revertirá el descenso de las poblaciones de elefantes. De hecho, la mayor amenaza que enfrentan estas y muchas otras especies es una actividad humana bastante más común: la agricultura.
En todo el mundo en desarrollo, los campesinos amplían las áreas de cultivo en una constante búsqueda de suelos fértiles, destruyendo hábitats esenciales para especies en peligro a un ritmo alarmante. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), si se mantiene la tendencia actual para el año 2050 la superficie arable del mundo aumentará en cerca de 70 millones de hectáreas, una gran proporción de ellas en áreas que actualmente son boscosas. El riesgo es mayor en Sudamérica y el África Subsahariana, donde el crecimiento demográfico y la demanda de alimentos afectará de manera especialmente difícil las zonas de bosques tropicales.
La pobreza está en el origen de esta crisis ecológica, pero las malas prácticas agrícolas perpetúan en ciclo del hambre y la pérdida de hábitats. Por ejemplo, en África la persistencia de los bajos rendimientos de los cultivos –que suelen ser de apenas un 20% de los promedios globales– tienen relación con la baja calidad de las semillas, la no disponibilidad de fertilizantes y la falta de irrigación. A medida que el estado de los suelos se deteriora y cae la producción, muchos campesinos no ven otra salida que buscar nuevas tierras de cultivo.
Afortunadamente, hay un modo de poner fin a este círculo vicioso. Los estudios muestran que mejorar las prácticas y las tecnologías agrícolas puede mejorar la productividad rural, al tiempo que reduce la pérdida de hábitats y protege la vida silvestre. Este enfoque, conocido como “intensificación sostenible” apunta a elevar la producción de los campos actuales mediante técnicas como la gestión integrada de cultivos y el control avanzado de pestes. Si se aplica de manera generalizada, la intensificación sostenible incluso podría reducir la cantidad total de tierras de cultivo.
No es una meta imposible. A lo largo de los últimos 25 años, campesinos en más de 20 países del mundo han mejorado la seguridad alimentaria y, al mismo tiempo, mantenido o elevado la cubierta boscosa. Según un estudio, entre 1965 y 2004, campesinos de países en desarrollo que plantaron semillas de alta calidad pudieron reducir la superficie cultivada en casi 30 millones de hectáreas, un área equivalente al tamaño de Italia. Son ganancias que se podrían ampliar si los pequeños agricultores tuvieran acceso a equipos modernos, mejor recolección y análisis de datos, y una mayor financiación.
Los críticos argumentan que aumentar la productividad de los pequeños agricultores podría ser contraproducente, especialmente si estimulara a los campesinos pobres a ampliar su superficie cultivada para elevar las ganancias. Para evitar este resultado, las estrategias de intensificación deben ir acompañadas de una sólida planificación para la conservación.
Sin embargo, no se puede sencillamente pedir a los campesinos en los países en desarrollo que dejen de usar los recursos no agrícolas adyacentes a sus tierras. Mucha gente de las comunidades pobres depende de productos de los bosques para combustible y materiales de construcción, y las medidas estatales que prohíben su uso sin ofrecer alternativas probablemente fracasarán. En su lugar, el enfoque de conservación ideal en los países en desarrollo debería vincular el apoyo agrícola y económico a límites estrictos a la expansión de las tierras de cultivo.
Está lejos de ser el caso hoy en día. En todo el mundo, miles de millones de dólares se invierten cada año para abordar la degradación ambiental y la pobreza; muchos de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas están relacionados de un modo u otro con estos dos puntos. Y, no obstante, la mayoría de los programas diseñados para enfrentarlos funcionan aislados. Es un error: las soluciones a la inseguridad alimentaria y la pérdida de hábitats deben estar mejor integradas para que alguna vez se puedan solucionar.
Nadie duda que medidas bienintencionadas como la prohibición del marfil pueden reducir el impacto ecológico de la actividad humana. Pero, de momento, la agricultura –la actividad más responsable del daño al bienestar de muchas especies- no está atrayendo la atención que merece en términos de políticas. Hasta que eso cambie, es muy probable que sean insuficientes las estrategias estatales para proteger la vida silvestre “para las generaciones futuras”.
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