24 mar 2020

¿Acaso nuestra batalla contra el coronavirus es peor que la enfermedad?/ David L. Katz.

¿Acaso nuestra batalla contra el coronavirus es peor que la enfermedad?/ David L. Katz.  es presidente de True Health Initiative y director fundador dela Centro de Investigación de Prevención Yale-Griffin
Es experto en salud pública y medicina preventiva de la universidad de Yale, que defiende un tránsito de la “prohibición horizontal” que es la norma ahora a una más “vertical” o “quirúrgica”, enfocada en concentrar los recursos en la población más vulnerable y sacar al resto a la calle con las recomendaciones propias de una temporada de gripe. 
The New York Times (abajo el texto completo...), March 20, 2020
Por lo general, diferenciamos entre dos clases de acciones militares: la masacre inevitable con daños colaterales de las hostilidades difusas, y la precisión de un “ataque quirúrgico”, metódicamente dirigido a las causas de nuestra amenaza específica. La segunda, cuando es ejecutada correctamente, minimiza tanto recursos como consecuencias imprevistas.
En esta lucha contra la pandemia del coronavirus, en la que jefes de Estado han declarado que estamos “en guerra” con esta epidemia, aplica la misma dicotomía. Esta puede ser una guerra abierta, con las consecuencias que eso presagia, o podría ser algo más quirúrgico. Estados Unidos y la mayoría de las naciones del planeta, hasta el momento, se han decantado por la primera opción. Escribo esto ahora con carácter de urgencia, para asegurarme de que consideremos la alternativa quirúrgica, mientras todavía haya tiempo.
Los brotes tienden a ser aislados cuando los patógenos se mueven a través del agua o los alimentos, y de mayor escala cuando viajan por vectores de amplio alcance como los mosquitos, las pulgas o el mismo aire. Al igual que la pandemia del coronavirus, la infame pandemia de la gripe de 1918 fue causada por partículas virales transmitidas por la tos y el estornudo. Las pandemias ocurren cuando una población entera es vulnerable —es decir, no inmune— a algún patógeno capaz de propagarse con eficiencia.
La inmunidad se da cuando nuestro sistema inmunológico ha desarrollado anticuerpos contra un germen, ya sea de forma natural o como resultado de una vacuna, y se encuentra plenamente preparado en caso de exposición. La respuesta del sistema inmunológico es tan fuerte, que el germen invasor es erradicado antes de que pueda desarrollarse una enfermedad sintomática.
Lo más importante es que esa respuesta inmunológica sólida también previene la transmisión. Si un germen no puede asegurar su dominio en el organismo, ese cuerpo ya no funciona como un vector para enviárselo al próximo huésped potencial. Esto es así incluso si la siguiente persona aún no es inmune. Cuando suficientes de nosotros terminamos convirtiéndonos en esos “callejones sin salida” para la transmisión del virus, la propagación a través de la población pierde poder, y al final, se disipa. A esto se le denomina inmunidad colectiva.
Lo que sabemos hasta el momento del coronavirus, hace que sea un caso único para la potencial aplicación del método de “inmunidad colectiva”, una estrategia percibida como un efecto secundario deseable en los Países Bajos, y brevemente considerada en el Reino Unido.
Los datos de Corea del Sur, donde el seguimiento del coronavirus ha sido, sin lugar a dudas, el mejor hasta el momento, indican que hasta el 99 por ciento de los casos activos en la población general son “leves” y no requieren ningún tratamiento médico específico. El pequeño porcentaje de casos que sí requieren atención están altamente concentrados entre los mayores de 60 años, y se incrementan a medida que las personas son más viejas. En igualdad de condiciones, los mayores de 70 años tienen un riesgo de mortalidad tres veces mayor al de aquellos que tienen entre 60 y 69 años, y los mayores de 80 años tienen casi el doble de riesgo de mortalidad que los que tienen entre 70 y 79 años.
Estas conclusiones se pueden corroborar con los datos de Wuhan, China, los cuales muestran una tasa de mortalidad más alta, pero una distribución casi idéntica. Es posible que la tasa de mortalidad en China sí sea más alta, pero quizás es el resultado de una menor cantidad de pruebas generalizadas. Con precisión y sin demora, Corea del Sur empezó a hacerle pruebas a la población en general que aparentemente estaba sana, y así encontró los casos leves y asintomáticos de COVID-19 que otros países están pasando por alto. Lo sucedido con el crucero ‘Diamond Princess’, que alberga una población contenida de mayor edad, lo demuestra. La tasa de mortalidad en esa población cerrada y uniformemente expuesta es de casi un 1 por ciento.
Hasta la fecha, tenemos en Estados Unidos menos de 200 fallecidos (NdR: actualmente superan los 500) por el coronavirus, un conjunto de datos pequeño que puede generar grandes conclusiones. Sin embargo, están totalmente alineados con los datos de otros países. Las muertes se han agrupado principalmente entre la población anciana, aquellos con considerables enfermedades crónicas como diabetes y cardiopatías, y los que se encuentran en ambos grupos.
Esto no sucede con plagas contagiosas como la influenza. La gripe también afecta con fuerza a los ancianos y a los que padecen enfermedades crónicas, pero además amenaza la vida de los niños. Intentar generar una inmunidad colectiva entre aquellos con mayores probabilidades de recuperarse de la infección y, a la vez, aislar a los menores y más ancianos, es una tarea titánica, cuando menos. ¿Cómo se puede permitir la exposición para que se desarrolle la inmunidad en los padres, sin poner en riesgo a sus hijos pequeños?
La agrupación de las complicaciones y los fallecimientos de la COVID-19 entre los más ancianos y los que padecen enfermedades crónicas, pero no entre los niños (solo han ocurrido pocos casos de fallecimiento de niños), sugiere que podríamos alcanzar los objetivos cruciales del distanciamiento social —salvar vidas y no saturar nuestro sistema médico— protegiendo de la exposición, de preferencia, a los frágiles de salud, a los mayores de 60 años, y en particular a los mayores de 70 y 80 años.
¿Por qué importa esto?
Me preocupa profundamente que las consecuencias sociales, económicas y de salud pública de este colapso casi total de la vida cotidiana —escuelas y negocios cerrados, prohibición de concentraciones de gente— sean catastróficas, prolongadas y posiblemente más graves que el saldo directo del mismo virus. El mercado bursátil se recuperará con el tiempo, pero muchos negocios jamás podrán hacerlo. El desempleo, el empobrecimiento y la desesperación que muy probablemente resulte de todo esto serán calamidades de primera para la salud pública.
Peor que eso, temo que nuestros esfuerzos hagan muy poco para contener el virus, debido a que tenemos un sistema de salud pública fragmentado, eternamente mal financiado y con recursos limitados. Distribuir estos recursos tan escasos de manera tan amplia, superficial y al azar es una fórmula para el fracaso. ¿Qué tan seguro estás de conocer las mejores maneras de proteger a tus seres amados más vulnerables? ¿Con qué facilidad puedes obtener una prueba del coronavirus?
Ya hemos fallado en reaccionar de manera decisiva como lo hicieron China o Corea del Sur, y no tenemos los medios para responder como Singapur. Estamos siguiendo los pasos de Italia, con el riesgo de ver saturado nuestro sistema médico dos veces: primero, cuando las personas se apresuren a realizarse la prueba del coronavirus, y luego cuando los vulnerables sucumban ante la fuerte infección y requieran camas en hospitales.
Sí, las concentraciones de personas se limitan de manera uniforme en cada vez más lugares, una táctica que llamo “interdicción horizontal”, es decir, cuando las políticas de contención se aplican a toda la población sin considerar su riesgo a contagios severos.
Pero a medida que la fuerza laboral es despedida en masa (nuestra familia ya tiene a un hijo adulto en casa por esa razón), y las universidades cierran (tenemos a otros dos adultos jóvenes en casa por esta razón), la población joven en condiciones contagiosas indeterminadas está siendo enviada a sus casas para reunirse con sus familias a nivel nacional. Y debido a que no tenemos la capacidad para realizar pruebas generalizadas, podrían estar portando el virus y transmitiéndoselo a sus padres que tienen cincuenta y tantos y a sus abuelos de 70 u 80 años. Si existen lineamientos concretos para el comportamiento dentro de las familias —lo que llamo “interdicción vertical”—, no los he visto.
Así es el daño colateral de esta difusa forma de combate, diseñada para “aplanar” la curva epidémica de forma general en vez de proteger de forma preferente a los más vulnerables. Creo que podríamos estar combatiendo el contagio de manera ineficaz y, a la vez, causando un colapso económico.
Hay otro asunto ampliamente ignorado en este enfoque. Si logramos reducir la propagación del coronavirus de un “torrente” a un “chorrito”, entonces ¿cuándo debería terminar esta interrupción en la sociedad? ¿Cuándo será seguro que los niños y los profesores jóvenes sanos regresen a los colegios, y sobre todo, cuándo lo será para los profesores más viejos o con enfermedades crónicas? ¿Cuándo será seguro que la fuerza laboral vuelva a ocupar sus lugares de trabajo, dado que algunos están en el grupo de riesgo de contagio severo?
¿Cuándo será seguro visitar a nuestros seres queridos en las residencias geriátricas o en los hospitales? ¿Cuándo podrán los abuelos volver a cargar a sus nietos?
Existen muchas posibles respuestas, pero la más probable es que sencillamente no lo sabemos. Podríamos esperar hasta que haya un tratamiento efectivo, una vacuna o que las tasas de transmisión hayan caído a niveles imperceptibles. Pero, ¿qué sucede si falta un año o más para eso? Es allí cuando sufriremos la magnitud completa de la alteración del orden social que el virus podría causar durante todos esos meses. El costo, no solo monetario, podría ser abrumador.
Entonces, ¿cuál es la alternativa? Bueno, podríamos enfocar nuestros recursos en realizar pruebas y proteger, de todas las formas posibles, a todas esas personas que, según los datos, son más vulnerables al contagio severo: los ancianos, las personas con enfermedades crónicas y los que tengan complicaciones inmunológicas. Los que den positivo podrían ser los primeros en recibir los antivirales aprobados. La mayoría, que den negativo, podría beneficiarse de todos los recursos que tenemos para protegerlos de la exposición.
Desde luego, si bien la mortalidad está muy concentrada en grupos selectos, no se detiene allí. Existen relatos dolorosos y desgarradores de contagios severos y muertes por la COVID-19 en personas jóvenes por razones que aún desconocemos. Si con el tiempo descubrimos que las personas más jóvenes también son vulnerables al virus, podríamos expandir la categoría de “personas en riesgo” y ampliar las protecciones para ellos.
Ya hemos identificado a muchos de los más vulnerables. Una lista detallada de criterios podría generarse con ayuda de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, actualizarse diariamente y distribuirse ampliamente entre los profesionales de la salud y la población en general. La población en riesgo ya está sujeta a las protecciones de nuestras políticas actuales: distanciamiento social y atención médica por fiebre o tos. Sin embargo, existen varios problemas graves en subsumir a los más vulnerables en las políticas que actualmente abarcan a todos.
Primero, el sistema médico se está saturando de personas pertenecientes al grupo de bajo riesgo, los cuales buscan sus recursos y limitan sus capacidades para enfocarse en los más necesitados. Segundo, los profesionales de la salud están agobiados no solo con las exigencias de su trabajo, sino también con sus familias, debido al cierre de colegios, universidades y negocios. Tercero, enviar a todo el mundo a encerrarse con los suyos incrementa la socialización entre diferentes generaciones, lo que pone en riesgo a los más vulnerables.
Debido a que el virus ya está circulando ampliamente en Estados Unidos, y muchos casos no están siendo detectados, esta medida es similar a enviar a una cantidad incontable de fósforos encendidos a pequeñas áreas de yesca. Justo ahora es más difícil, no más fácil, mantener aislados a los más vulnerables de todos los demás —incluyendo miembros de su propia familia— que podrían haber estado expuestos al virus.
Si nos enfocáramos en los más vulnerables, habría recursos para mantenerlos en casa, proporcionarles los servicios necesarios y las pruebas de coronavirus, y destinar nuestro sistema médico a su atención temprana. Yo apoyaría que se realizaran pruebas de manera preventiva (en vez de esperar a ver síntomas) en este grupo, y que se aplicaran las medicinas antivirales más prometedoras cuanto antes. Esto no puede hacerse con las políticas actuales, ya que estamos distribuyendo nuestros relativamente escasos kits de pruebas por una población entera, lo que además incrementa sus niveles de ansiedad debido a la reclusión de la sociedad.
Este enfoque en una porción mucho más pequeña de la población le permitiría a la mayoría de la sociedad regresar a la cotidianidad y quizás prevenir el colapso de amplios segmentos de la economía. Los niños sanos podrían regresar a sus escuelas y los adultos sanos a sus trabajos. Los cines, teatros y restaurantes podrían reabrir sus puertas, aunque deberíamos seguir evitando las concentraciones masivas como conciertos y eventos deportivos en estadios.
Con tal de que estemos protegiendo a los verdaderamente vulnerables, podríamos devolverle a la sociedad una sensación de calma. Igual de importante es el hecho de que la sociedad en pleno podría desarrollar una inmunidad colectiva natural al virus. La amplia mayoría de las personas desarrollaría infecciones leves de coronavirus, mientras que los recursos médicos podrían enfocarse en los enfermos de gravedad. Una vez que la población general haya sido expuesta y, de ser contagiada, se haya recuperado y obtenido inmunidad natural, el riesgo para los más vulnerables se reduciría drásticamente.
Justo ahora, cambiar la estrategia de tratar de proteger a todas las personas para enfocarse en los más vulnerables sigue siendo totalmente plausible. Sin embargo, se hace cada vez más difícil con cada día que pasa. El camino en el que estamos bien podría conducir a un contagio viral incontenible y a un daño colateral descomunal para nuestra sociedad y economía. Necesitamos un enfoque más quirúrgico.
(c) The New York Times 2020
# En inglés..
Is Our Fight Against Coronavirus Worse Than the Disease?/ By David L. Katz
Dr. Katz is president of True Health Initiative and the founding director of the Yale-Griffin Prevention Research Center.
NYT, March 20, 2020
Medics transport a patient into an ambulance at a Seattle-area nursing home. The relatively small number of cases that do require such services are highly concentrated among those age 60 and older.
We routinely differentiate between two kinds of military action: the inevitable carnage and collateral damage of diffuse hostilities, and the precision of a “surgical strike,” methodically targeted to the sources of our particular peril. The latter, when executed well, minimizes resources and unintended consequences alike.
As we battle the coronavirus pandemic, and heads of state declare that we are “at war” with this contagion, the same dichotomy applies. This can be open war, with all the fallout that portends, or it could be something more surgical. The United States and much of the world so far have gone in for the former. I write now with a sense of urgency to make sure we consider the surgical approach, while there is still time.
Outbreaks tend to be isolated when pathogens move through water or food, and of greater scope when they travel by widespread vectors like fleas, mosquitoes or the air itself. Like the coronavirus pandemic, the infamous flu pandemic of 1918 was caused by viral particles transmitted by coughing and sneezing. Pandemics occur when an entire population is vulnerable — that is, not immune — to a given pathogen capable of efficiently spreading itself.
Immunity occurs when our immune system has developed antibodies against a germ, either naturally or as a result of a vaccine, and is fully prepared should exposure recur. The immune system response is so robust that the invading germ is eradicated before symptomatic disease can develop.
Importantly, that robust immune response also prevents transmission. If a germ can’t secure its hold on your body, your body no longer serves as a vector to send it forward to the next potential host. This is true even if that next person is not yet immune. When enough of us represent such “dead ends” for viral transmission, spread through the population is blunted, and eventually terminated. This is called herd immunity.
What we know so far about the coronavirus makes it a unique case for the potential application of a “herd immunity” approach, a strategy viewed as a desirable side effect in the Netherlands, and briefly considered in the United Kingdom.
The data from South Korea, where tracking the coronavirus has been by far the best to date, indicate that as much as 99 percent of active cases in the general population are “mild” and do not require specific medical treatment. The small percentage of cases that do require such services are highly concentrated among those age 60 and older, and further so the older people are. Other things being equal, those over age 70 appear at three times the mortality risk as those age 60 to 69, and those over age 80 at nearly twice the mortality risk of those age 70 to 79.
These conclusions are corroborated by the data from Wuhan, China, which show a higher death rate, but an almost identical distribution. The higher death rate in China may be real, but is perhaps a result of less widespread testing. South Korea promptly, and uniquely, started testing the apparently healthy population at large, finding the mild and asymptomatic cases of Covid-19 other countries are overlooking. The experience of the Diamond Princess cruise ship, which houses a contained, older population, proves the point. The death rate among that insular and uniformly exposed population is roughly 1 percent.
We have, to date, fewer than 200 deaths from the coronavirus in the United States — a small data set from which to draw big conclusions. Still, it is entirely aligned with the data from other countries. The deaths have been mainly clustered among the elderly, those with significant chronic illnesses such as diabetes and heart disease, and those in both groups.
This is not true of infectious scourges such as influenza. The flu hits the elderly and chronically ill hard, too, but it also kills children. Trying to create herd immunity among those most likely to recover from infection while also isolating the young and the old is daunting, to say the least. How does one allow exposure and immunity to develop in parents, without exposing their young children?
The clustering of complications and death from Covid-19 among the elderly and chronically ill, but not children (there have been only very rare deaths in children), suggests that we could achieve the crucial goals of social distancing — saving lives and not overwhelming our medical system — by preferentially protecting the medically frail and those over age 60, and in particular those over 70 and 80, from exposure.
Why does this matter?
I am deeply concerned that the social, economic and public health consequences of this near total meltdown of normal life — schools and businesses closed, gatherings banned — will be long lasting and calamitous, possibly graver than the direct toll of the virus itself. The stock market will bounce back in time, but many businesses never will. The unemployment, impoverishment and despair likely to result will be public health scourges of the first order.
Worse, I fear our efforts will do little to contain the virus, because we have a resource-constrained, fragmented, perennially underfunded public health system. Distributing such limited resources so widely, so shallowly and so haphazardly is a formula for failure. How certain are you of the best ways to protect your most vulnerable loved ones? How readily can you get tested?
We have already failed to respond as decisively as China or South Korea, and lack the means to respond like Singapore. We are following in Italy’s wake, at risk of seeing our medical system overwhelmed twice: First when people rush to get tested for the coronavirus, and again when the especially vulnerable succumb to severe infection and require hospital beds.
Yes, in more and more places we are limiting gatherings uniformly, a tactic I call “horizontal interdiction” — when containment policies are applied to the entire population without consideration of their risk for severe infection.
But as the work force is laid off en masse (our family has one adult child home for that reason already), and colleges close (we have another two young adults back home for this reason), young people of indeterminate infectious status are being sent home to huddle with their families nationwide. And because we lack widespread testing, they may be carrying the virus and transmitting it to their 50-something parents, and 70- or 80-something grandparents. If there are any clear guidelines for behavior within families — what I call “vertical interdiction” Such is the collateral damage of this diffuse form of warfare, aimed at “flattening” the epidemic curve generally rather than preferentially protecting the especially vulnerable. I believe we may be ineffectively fighting the contagion even as we are causing economic collapse.
There is another and much overlooked liability in this approach. If we succeed in slowing the spread of coronavirus from torrent to trickle, then when does the society-wide disruption end? When will it be safe for healthy children and younger teachers to return to school, much less older teachers and teachers with chronic illnesses? When will it be safe for the work force to repopulate the workplace, given that some are in the at-risk group for severe infection?
When would it be safe to visit loved ones in nursing homes or hospitals? When once again might grandparents pick up their grandchildren?
There are many possible answers, but the most likely one is: We just don’t know. We could wait until there’s an effective treatment, a vaccine or transmission rates fall to undetectable levels. But what if those are a year or more away? Then we suffer the full extent of societal disruption the virus might cause for all those months. The costs, not just in money, are staggering to contemplate.
So what is the alternative? Well, we could focus our resources on testing and protecting, in every way possible, all those people the data indicate are especially vulnerable to severe infection: the elderly, people with chronic diseases and the immunologically compromised. Those that test positive could be the first to receive the first approved antivirals. The majority, testing negative, could benefit from every resource we have to shield them from exposure.
To be sure, while mortality is highly concentrated in a select groups, it does not stop there. There are poignant, heart-rending tales of severe infection and death from Covid-19 in younger people for reasons we do not know. If we found over time that younger people were also especially vulnerable to the virus, we could expand the at-risk category and extend protections to them.
We have already identified many of the especially vulnerable. A detailed list of criteria could be generated by the Centers for Disease Control and Prevention, updated daily and circulated widely to health professionals and the public alike. The at-risk population is already subject to the protections of our current policies: social distancing, medical attention for fever or cough. But there are several major problems with subsuming the especially vulnerable within the policies now applied to all.
First, the medical system is being overwhelmed by those in the lower-risk group seeking its resources, limiting its capacity to direct them to those at greatest need. Second, health professionals are burdened not just with work demands, but also with family demands as schools, colleges and businesses are shuttered. Third, sending everyone home to huddle together increases mingling across generations that will expose the most vulnerable.
As the virus is already circulating widely in the United States, with many cases going undetected, this is like sending innumerable lit matches into small patches of tinder. Right now, it is harder, not easier, to keep the especially vulnerable isolated from all others — including members of their own families — who may have been exposed to the virus.
If we were to focus on the especially vulnerable, there would be resources to keep them at home, provide them with needed services and coronavirus testing, and direct our medical system to their early care. I would favor proactive rather than reactive testing in this group, and early use of the most promising anti-viral drugs. This cannot be done under current policies, as we spread our relatively few test kits across the expanse of a whole population, made all the more anxious because society has shut down.
This focus on a much smaller portion of the population would allow most of society to return to life as usual and perhaps prevent vast segments of the economy from collapsing. Healthy children could return to school and healthy adults go back to their jobs. Theaters and restaurants could reopen, though we might be wise to avoid very large social gatherings like stadium sporting events and concerts.
So long as we were protecting the truly vulnerable, a sense of calm could be restored to society. Just as important, society as a whole could develop natural herd immunity to the virus. The vast majority of people would develop mild coronavirus infections, while medical resources could focus on those who fell critically ill. Once the wider population had been exposed and, if infected, had recovered and gained natural immunity, the risk to the most vulnerable would fall dramatically.
A pivot right now from trying to protect all people to focusing on the most vulnerable remains entirely plausible. With each passing day, however, it becomes more difficult. The path we are on may well lead to uncontained viral contagion and monumental collateral damage to our society and economy. A more surgical approach is what we need.
David L. Katz is a specialist in preventive medicine and public health, president of True Health Initiative and the founding director of Yale University’s Yale-Griffin Prevention Research Center.
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