El Mundo, Martes, 24/Mar/2020;
En los duros momentos que estamos viviendo en el mundo en general y en Europa en particular es fácil que muchos ciudadanos se pregunten si nuestras democracias liberales están en condiciones de combatir una pandemia como la que nos asuela. Al fin y al cabo, las cifras europeas están empeorando las de China, así que es una pregunta muy legítima. Sin duda, el primer objeto de cualquier contrato social entre un Estado y sus ciudadanos (ya se trate de una autocracia, una democracia iliberal o una liberal) es velar por su vida, su salud y su seguridad.
Pues bien, lo primero que hay que señalar es que la epidemia se originó en China, y no por casualidad. Como se explicaba muy bien en el estupendo libro del corresponsal del Washington Post Philip P. Pan, Out of Mao’s Shadow: The Struggle for the Soul of a New China (creo que no hay traducción al español), la expansión de las epidemias en este país tiene mucho que ver con su sistema político. Ya ocurrió con el SARS, brote que se intentó ocultar al principio con graves consecuencias para la salud de los propios ciudadanos chinos y para el resto de los habitantes del planeta, si bien no llegó a producirse una pandemia. Y ha vuelto a ocurrir ahora con el Covid-19. Los incentivos de los dirigentes locales del partido no están precisamente alineados con la posibilidad de dar malas noticias a sus jefes reconociendo que tienen una potencial pandemia entre manos: los intentos de encubrir la gravedad y la extensión del brote de Wuhan están en el origen de su posterior expansión. El virus se detectó en noviembre de 2019 y no se supo públicamente hasta bastante tiempo después, permitiendo que siguiera la vida normal y, por tanto, el contagio. Tampoco está de más recordar la historia del doctor wistleblower Li Wenliang, que denunció la existencia del brote y fue implacablemente atacado por las autoridades chinas. Como es sabido, murió a consecuencia del virus a los 34 años.
En definitiva, son historias que serían más difíciles de ocultar en una democracia aunque solo sea por el papel de los partidos políticos –para eso está la oposición–, los medios de comunicación y los ciudadanos a través de las redes sociales. Todos ellos pueden expresarse con libertad y sin temor de sufrir represalias por exigir transparencia a sus gobernantes, criticarles o exigirles rendición de cuentas. Nada de esto es posible en una autocracia como la china, donde hay una censura férrea. Por no mencionar otras cuestiones como la represión de protestas en Hong Kong o el confinamiento (nada que ver con la epidemia) de los uigures musulmanes en campos de internamiento.
Claro está, dirán ustedes, pero al final la realidad es que en China y otros países autoritarios (como Singapur) están venciendo la epidemia mientras que a nosotros en las democracias occidentales nos queda mucho por hacer. Entre otras cosas, porque son capaces de poner en marcha protocolos y actuaciones que en un Estado democrático de derecho llevan más tiempo, en la medida en que no solo requieren decisiones políticas que hay que adoptar de acuerdo con las reglas democráticas sino que requieren también un aparato jurídico que hay que poner en marcha en muy poco tiempo. No se puede multar y menos detener a la gente por salir de casa ni restringir sus derechos ni cerrar los tribunales ni los centros de enseñanza ni las tiendas sin una normativa previa que habilite al Gobierno para hacerlo, y en todo caso garantizando un equilibrio adecuado entre las necesidades imperiosas de una crisis sanitaria y el respeto a los derechos y libertades de cada uno. Y con el debido control parlamentario y jurisdiccional en su caso. No solo eso: la oposición política y los medios de comunicación pueden y deben monitorizar estas decisiones e incluso cuestionarlas. No olvidemos que las decisiones de las autoridades chinas, sean buenas o malas, no las puede cuestionar nadie sin afrontar los consiguientes riesgos. Esta es la grandeza y también la servidumbre de una democracia.
No obstante, las ventajas que –al menos aparentemente– tiene un modelo autocrático en un momento de crisis excepcional están ahí. Este debe de ser un motivo de preocupación desde el punto de vista de nuestros sistemas políticos, máxime ahora que China está facilitando ayuda de forma desinteresada a los países más afectados por la pandemia, entre ellos el nuestro. No cabe duda de que toda ayuda es muy de agradecer, con independencia de cuáles sean las motivaciones o la estrategia geopolítica que las guíe en un momento en que además Estados Unidos, el tradicional salvador de Europa, ha apostado por una estrategia muy diferente bajo la presidencia de Trump. Pero hay que ser conscientes de que esas motivaciones geopolíticas y estratégicas existen. Como también hay que serlo del inmenso aparato propagandístico que tiene a su disposición una dictadura y de la facilidad con la que puede emprender campañas de desinformación masivas o promover fake news en las democracias occidentales, al mejor estilo ruso.
Dicho lo anterior, el reto para nuestras democracias es demostrar eficacia para combatir esta pandemia. Hasta ahora, por lo que podemos ver, las respuestas de los distintos países han sido distintas no tanto en cuanto a las medidas a adoptar (con la salvedad de las tecnológicas, que en este caso son cruciales como ha demostrado el ejemplo de Corea del Sur) sino en cuanto a la previsión, la organización y los tiempos. Pero es que la previsión, la organización y los tiempos son cruciales en una pandemia de estas características. Las consecuencias del temor a dar malas noticias a los ciudadanos más afortunados del planeta o los intereses políticos cortoplacistas (ya se trate de cancelación de fiestas populares, eventos deportivos o mítines y manifestaciones multitudinarias) han sido y van a ser muy costosas en vidas, en sufrimiento y también en términos económicos. No solo en España, por cierto, pero esto no es un consuelo.
En España, la falta de previsión y de organización también la hemos padecido, de forma muy notable tanto en lo que se refiere al aprovisionamiento de material médico imprescindible para combatir la pandemia, a la realización de tests masivos o en lo referente a la falta de aplicaciones tecnológicas para controlar los focos de infección al estilo de lo que se ha hecho en China, en Corea del Sur y Singapur. También hemos visto un auténtico caos en todo lo que se refiere a la estadística y la información sobre número de infectados, ingresados, ingresados en la UCI y fallecidos procedentes de las distintas autonomías, procedentes de la falta de uniformidad entre los datos manejados y de coordinación con el Gobierno central. Durante días no hemos tenido información centralizada fiable: el único país que no la ha dado. Nada sorprendente en un Estado autonómico que está pidiendo a gritos una racionalización en todos los sentidos, empezando por el ámbito del big data en el ámbito de la sanidad. En ese sentido, hemos perdido un tiempo precioso hasta conseguir –si es que se ha conseguido– algo parecido a una coordinación y dirección única por parte del Ministerio de Sanidad, algo imprescindible en una epidemia que no conoce de competencias ni de colores políticos ni mucho menos de fronteras, reales o ficticias. Cuando termine esta crisis debemos plantearnos de una vez la construcción de un modelo federal racional en beneficio de los ciudadanos y no de las élites o los partidos locales.
Mención aparte merece la actitud del presidente autonómico catalán, no ya de una deslealtad inconcebible en un gobernante digno de tal nombre sino de una falta de decencia en una persona con tanta responsabilidad. El aprovechar unas circunstancias gravísimas para atacar y arrojar sombras sobre un esfuerzo colectivo de la magnitud del que estamos viviendo y sobre la actuación de los profesionales que están poniendo en riesgo su salud y quizá sus vidas por protegernos a todos solo se explica por un fanatismo próximo a la enajenación. Tampoco, aunque ciertamente en otro orden de magnitud, podemos olvidar las primeras reacciones del Gobierno vasco del PNV, más preocupado por sus competencias que por la salud de los ciudadanos. Para bien o para mal esta crisis va retratando a todos y cada uno de nuestros políticos, no ya frente a las próximas elecciones sino frente a la historia.
Pero, como también es frecuente en España, estas carencias se están supliendo con el trabajo, la voluntad y la dedicación de un grupo excepcional de profesionales, en nuestro caso el personal sanitario. Tampoco es casualidad: el sistema MIR garantiza de una parte la meritocracia y de otra la vocación de nuestros médicos a nivel nacional. Y esto es un tesoro que debemos preservar, sin olvidar que la situación de estos profesionales deja mucho que desear incluso en periodos normales. Cuando todo termine también debemos replantearnos las condiciones laborales y profesionales del personal sanitario en nuestro país.
En conclusión, muchos de los problemas enunciados no son inherentes per se a una democracia. Tienen más que ver con fallos de diseño institucional, con modelos de gestión o con falta de incentivos. Por ejemplo, poner en marcha un sistema de aplicaciones informáticas para controlar la pandemia, disponer de mascarillas o equipos sanitarios suficientes o hacer tests masivos de coronavirus no tiene nada que ver con vivir en una democracia o en una dictadura. Pero sí con tener buenas instituciones y personas capaces y preparadas al frente de ellas; en definitiva, con la meritocracia. Este es el gran reto de nuestras democracias, sin olvidar que a diferencia de lo que sucede en una dictadura, la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros es fundamental....
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