- Dos grados y la Tierra se rebela/James Lovelock, autor de The revenge of Gaia, pionero de la ecología, padre de la teoría de Gaia. Profesor honorario del Green College de la Universidad de Oxford.
- Tomado de La Vanguardia, 15/01/2007);
- Traducción: Celia Filipetto
- La humanidad se enfrenta hoy a su prueba más dura. La actual aceleración de los cambios climáticos arrasará el ambiente cómodo al que estamos acostumbrados. El cambio es algo normal en la historia de la geología. El más reciente fue el paso de un largo periodo de glaciación al actual periodo templado interglaciar. Lo extraño es que la inminente crisis la hemos provocado nosotros, y no se había producido una situación tan grave tras el largo periodo caliente, al comienzo del eoceno, hace 55 millones de años, cuando la transformación fue mayor que la habida entre la era glaciar y el siglo XIX y duró 200,000 años.
Cuando la Tierra se encuentra en un periodo interglaciar, como ocurre ahora, queda atrapada en un círculo vicioso; por ese motivo, el problema del calentamiento global se convierte en algo tan serio y apremiante. El calor suplementario de cualquier origen, ya sean las emisiones de gases de efecto invernadero, la desaparición de lo hielos del Ártico, el cambio estructural de los océanos o la destrucción de las selvas tropicales, se ve ampliado, y sus efectos no se limitan a sumarse. Es como si dispusiéramos de una chimenea para calentarnos y siguiéramos echándole leña sin darnos cuenta de que, mientras tanto, en la casa donde se encuentra se ha prendido fuego. Cuando ocurre, queda muy poco tiempo para apagar el incendio antes de que se queme toda la casa. El calentamiento global está aumentando como un incendio y ya casi no nos queda tiempo para reaccionar.
Este año, por primera vez desde que hace dos décadas sonó la primera alarma, fue como despertar de un letargo. El calentamiento global no es una conjetura, un alarmismo inútil o una exageración de una de las partes implicadas, sino más bien un peligro muy claro y presente. El libro y el filme, visto hoy en todo el mundo, Una verdad incómoda han contribuido a la concienciación. Las imágenes de los osos polares que se ahogan porque no pueden nadar entre los bancos de hielo derretidos de los mares del Ártico o las nieves que se disuelven en el Kilimanjaro han puesto imagen a esta amenaza.
La concienciación aumentó, además, gracias a los estudios llevados a cabo en distintos puntos del cielo, la tierra y el mar, y resumidos en el informe Stern de la Royal Society de Londres, presentado el 30 de octubre pasado por el primer ministro Tony Blair.
¿Por qué hemos sido tan lentos, especialmente en Estados Unidos, en advertir el grave peligro que se cierne sobre nosotros y nuestra civilización? ¿Qué nos impide darnos cuenta de que la fiebre del calentamiento global es un hecho letal que podría haber escapado ya a nuestro control y al del planeta mismo? Creo que nos negamos a rendirnos a la evidencia de que nuestro mundo está cambiando porque, como nos recordó el sabio biólogo Edward O. Wilson, seguimos siendo un puñado de carnívoros tribales. Nos cuesta asimilar el concepto de que nosotros y los demás seres vivos, desde los microbios a las ballenas, formamos parte de una unidad más grande y diversificada, es decir, la Tierra viviente.
Soy lo bastante viejo como para apreciar una notable similitud entre la actitud que se tenía hace sesenta años respecto de la amenaza de la guerra y la que se tiene hoy ante el peligro del calentamiento global. La mayoría de nosotros creemos que muy pronto puede ocurrir algo muy desagradable, pero tanto ahora como en 1938 no sabemos bien qué forma tendrá ese algo ni qué hacer para evitarlo. Hasta ahora nuestra respuesta ha sido exactamente la misma que la dada en el periodo de entreguerras: intentar una negociación. El acuerdo de Kioto guarda un parecido extraordinario con el pacto de Munich; los políticos se muestran ansiosos por intervenir, pero luego, en realidad, se limitan a dar largas.
Sin embargo, la civilización es lo que realmente está en peligro. Vistos como animales separados del resto, no somos nada especial; es más, en cierto sentido, la especie humana es producto de una enfermedad del planeta, pero a través de la civilización conseguimos redimirnos y convertirnos en un recurso inestimable para la Tierra. Existe una pequeña posibilidad de que los escépticos tengan razón y de que podamos salvarnos de acontecimientos imprevisibles como una serie de erupciones volcánicas tan fuertes como para impedir el paso de la luz del sol y provocar el enfriamiento de la Tierra. Sólo un perdedor apostaría su vida por algo tan improbable. Sean cuales fueren las incertidumbres sobre los climas del futuro, no cabe ninguna duda de que tanto los gases de efecto invernadero como las temperaturas están aumentando. En el 2004 Jonathan Gregory y sus colegas de la Universidad de Reading revelaron que si las temperaturas globales aumentan más de 2,7 grados centígrados, los hielos de Groenlandia se volverán inestables y comenzarán a disolverse hasta desaparecer en buena parte, aunque después las temperaturas descendieran por debajo del umbral establecido. Dado que la temperatura y el exceso de anhídrido carbónico parecen estar estrechamente relacionados, el umbral puede expresarse tanto en términos de la primera como de lo segundo.
Los científicos Richard Betts y Peter Cox, del Centro Hadley de predicciones climáticas, concluyeron que bastaría con que la temperatura del planeta aumentara cuatro grados centígrados para desestabilizar las selvas pluviales tropicales y provocar su desaparición, lo cual daría paso al monte bajo y el desierto. Si ocurriera, la Tierra perdería otro mecanismo de enfriamiento y el aumento de la temperatura sería todavía más rápido.
El hielo flotante del Ártico cubre una zona equivalente a la de Estados Unidos y es el hábitat natural de los osos polares y otros animales. Es también el destino de los valientes exploradores que llegaron andando hasta el Polo Norte, pero más que nada, en verano nos sirve como lente reflectante de la luz solar para mantener el mundo más fresco. Cuando los hielos se disuelvan, tal vez muy pronto, podremos llegar al Polo Norte en barco, pero habremos perdido la capacidad de acondicionador de aire del hielo ártico. El mar oscuro que lo sustituirá absorberá el calor del sol y, cuando se caliente, acelerará el derretimiento de los hielos de Groenlandia.
Aunque no podamos volver al mundo espléndido del siglo XIX, cuando apenas éramos mil millones de habitantes, podemos hacer algo para poner límites a las consecuencias del calentamiento global. Si existiese efectivamente un umbral y lo superáramos, las naciones del mundo podrían limitar los daños interrumpiendo las emisiones de anhídrido carbónico y metano. El aumento de la temperatura se ralentizaría, así como el aumento del nivel de los océanos, y se tardaría más en alcanzar la fase caliente final respecto de nuestra forma de vida actual. Pero incluso así los daños serían enormes. Políticamente, pertenezco a los Verdes, pero ante todo soy científico. Por eso pido siempre a mis amigos ecologistas que reconsideren su fe ingenua en el desarrollo sostenible y la energía renovable. En primer lugar, los Verdes deben abandonar su obstinada oposición a la energía nuclear.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
15 ene 2007
La rebelión de la Tierra
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