Jugando con el enemigo/Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
Publicado en EL PAÍS, 04/02/09;
A las cuatro y media de cada mañana, el preso político más famoso del mundo se levantaba, hacía su camastro y corría durante una hora en una celda de menos de nueve metros cuadrados. Así, Nelson Rolihlahla -"alborotador"- Mandela (1918), un príncipe xhosa, pudo aguantar sin volverse loco más de un cuarto de siglo de encierro.
Había ingresado en prisión en 1962, condenado como líder de Lanza de la Nación (Umkhonto we Sizwe), brazo armado de su partido, el Congreso Nacional Africano. Ese movimiento perseguía una estrategia de gobierno de la mayoría negra surafricana, pero patrocinaba tácticas de violencia armada para liberarla del yugo del apartheid blanco. “Un colono, una bala” era el grito enardecido que podía oírse en medio de una manifestación, minutos antes de ser aplastada por la policía blanca.
Hoy, cuando un mulato acaba de acceder a la presidencia de Estados Unidos, el apartheid que estuvo tanto tiempo vigente en Suráfrica nos parece una distopia delirante, un artefacto social aún más inviable que perverso. Pero hasta yo mismo no puedo olvidar que, a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, me resultaba imposible viajar a Suráfrica con mi mujer y mis hijos: las familias multirraciales, como la mía, lo teníamos peor que mal.
Bajo el sistema del apartheid, una burocracia supina encasillaba a la gente en una jerarquía descendente -blancos, mestizos, indios y negros- según majaderías tales como el color de su piel, los rizos de su pelo y las aletas de su nariz. En teoría, cada etnia recibiría un territorio propio; en la práctica, los blancos se quedaban con la parte del león: la mayor parte del presupuesto del Estado, las mejores tierras, las minas y las ciudades.
El que todo esto resulte hoy difícil de explicar a una persona menor de cuarenta años de edad muestra cuánto han cambiado las cosas. Mas por ello mismo, conviene recordar la descomunal inteligencia emocional de Nelson Mandela y la pareja perspicacia de sus mejores enemigos.
En El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación (Seix Barral), John Carlin, escritor y periodista de este diario, nos cuenta cómo Nelson Mandela supo canalizar la pasión por el rugby de la minoría blanca de origen holandés -los afrikáner- en aras de un objetivo estratégico que parecía inalcanzable: conseguir en Suráfrica el gobierno de la mayoría negra sin que hubiera una guerra civil, sin docenas de miles de muertos, sin millones de exiliados, sin la miseria consiguiente de todo el país.
El rugby y el equipo nacional surafricano, los Springboks, encarnaban el estilo de vida de los afrikáner, una combinación innegable de trabajo duro, lealtad de grupo y confianza calvinista en la supremacía bíblica del guardián blanco sobre el infeliz negro, que prefería el fútbol europeo y detestaba el rugby.
Mandela sabía bien que, en la afición y práctica de un deporte, nacen y perviven las lealtades atávicas del hijo para con el padre, del amigo con el amigo, del individuo con el grupo. En la cárcel, aprendió la lengua y las reglas del deporte favorito de sus enemigos. Luego se conjuró con ellos para unir a toda la nación bajo la bandera del rugby.
Carlin cuenta la historia de esta misión imposible y de las docenas de personajes que construyeron una realidad que impidió la pesadilla y superó los sueños. En la metáfora del juego con el enemigo, el lector de este libro aprende a apreciar la clarividencia del entonces jefe de los servicios de información surafricanos, Niël Barnard, o la entrega a su misión del capitán de la selección nacional de rugby, François Pienaar, o la lealtad infinita de los líderes políticos de la mayoría negra, quienes, estupefactos al principio, apoyaron al fin la iniciativa genial de Mandela para que Suráfrica organizara en 1995 el Campeonato Mundial de Rugby.
El hombre que había sufrido setenta años de represión por el color de su piel acertó hasta en el gesto real de cubrirla con una camiseta deportiva del color verde de los Springboks, el equipo de sus enemigos. “Hablad a su corazón, no a su mente”, decía Nelson Mandela. Y con razón.
Admirador de Mandela y deportista aficionado desde mi juventud, confieso que El factor humano me cautivó desde su inicio, que también es el de este artículo. Creo igualmente, y esta vez, sin dejarme ofuscar por la pasión, que si ustedes aman al deporte y a la vida, les ocurrirá lo mismo. Pero hasta en eso, carezco de todo mérito, pues la fascinación por el libro de John Carlin desconoce límites: Morgan Freeman producirá la película y la dirigirá Clint Eastwood. Es el factor humano.
Había ingresado en prisión en 1962, condenado como líder de Lanza de la Nación (Umkhonto we Sizwe), brazo armado de su partido, el Congreso Nacional Africano. Ese movimiento perseguía una estrategia de gobierno de la mayoría negra surafricana, pero patrocinaba tácticas de violencia armada para liberarla del yugo del apartheid blanco. “Un colono, una bala” era el grito enardecido que podía oírse en medio de una manifestación, minutos antes de ser aplastada por la policía blanca.
Hoy, cuando un mulato acaba de acceder a la presidencia de Estados Unidos, el apartheid que estuvo tanto tiempo vigente en Suráfrica nos parece una distopia delirante, un artefacto social aún más inviable que perverso. Pero hasta yo mismo no puedo olvidar que, a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, me resultaba imposible viajar a Suráfrica con mi mujer y mis hijos: las familias multirraciales, como la mía, lo teníamos peor que mal.
Bajo el sistema del apartheid, una burocracia supina encasillaba a la gente en una jerarquía descendente -blancos, mestizos, indios y negros- según majaderías tales como el color de su piel, los rizos de su pelo y las aletas de su nariz. En teoría, cada etnia recibiría un territorio propio; en la práctica, los blancos se quedaban con la parte del león: la mayor parte del presupuesto del Estado, las mejores tierras, las minas y las ciudades.
El que todo esto resulte hoy difícil de explicar a una persona menor de cuarenta años de edad muestra cuánto han cambiado las cosas. Mas por ello mismo, conviene recordar la descomunal inteligencia emocional de Nelson Mandela y la pareja perspicacia de sus mejores enemigos.
En El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación (Seix Barral), John Carlin, escritor y periodista de este diario, nos cuenta cómo Nelson Mandela supo canalizar la pasión por el rugby de la minoría blanca de origen holandés -los afrikáner- en aras de un objetivo estratégico que parecía inalcanzable: conseguir en Suráfrica el gobierno de la mayoría negra sin que hubiera una guerra civil, sin docenas de miles de muertos, sin millones de exiliados, sin la miseria consiguiente de todo el país.
El rugby y el equipo nacional surafricano, los Springboks, encarnaban el estilo de vida de los afrikáner, una combinación innegable de trabajo duro, lealtad de grupo y confianza calvinista en la supremacía bíblica del guardián blanco sobre el infeliz negro, que prefería el fútbol europeo y detestaba el rugby.
Mandela sabía bien que, en la afición y práctica de un deporte, nacen y perviven las lealtades atávicas del hijo para con el padre, del amigo con el amigo, del individuo con el grupo. En la cárcel, aprendió la lengua y las reglas del deporte favorito de sus enemigos. Luego se conjuró con ellos para unir a toda la nación bajo la bandera del rugby.
Carlin cuenta la historia de esta misión imposible y de las docenas de personajes que construyeron una realidad que impidió la pesadilla y superó los sueños. En la metáfora del juego con el enemigo, el lector de este libro aprende a apreciar la clarividencia del entonces jefe de los servicios de información surafricanos, Niël Barnard, o la entrega a su misión del capitán de la selección nacional de rugby, François Pienaar, o la lealtad infinita de los líderes políticos de la mayoría negra, quienes, estupefactos al principio, apoyaron al fin la iniciativa genial de Mandela para que Suráfrica organizara en 1995 el Campeonato Mundial de Rugby.
El hombre que había sufrido setenta años de represión por el color de su piel acertó hasta en el gesto real de cubrirla con una camiseta deportiva del color verde de los Springboks, el equipo de sus enemigos. “Hablad a su corazón, no a su mente”, decía Nelson Mandela. Y con razón.
Admirador de Mandela y deportista aficionado desde mi juventud, confieso que El factor humano me cautivó desde su inicio, que también es el de este artículo. Creo igualmente, y esta vez, sin dejarme ofuscar por la pasión, que si ustedes aman al deporte y a la vida, les ocurrirá lo mismo. Pero hasta en eso, carezco de todo mérito, pues la fascinación por el libro de John Carlin desconoce límites: Morgan Freeman producirá la película y la dirigirá Clint Eastwood. Es el factor humano.
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