La Corte en la democratización
Publicado en Excélsior, 14 de agosto de 2009;
En los últimos meses hemos asistido a una importante controversia dentro de la Suprema Corte de Justicia sobre cuál debiera ser su función en los tiempos en que vivimos. Esto, a partir del artículo 97 constitucional, que faculta a la Corte a realizar investigaciones sobre violaciones graves a las garantías individuales, aunque sus conclusiones no tengan efectos jurídicos. La principal razón de que algunos casos sumamente agraviantes a la sociedad mexicana han llegado a la Sala Superior por la vía del artículo 97 constitucional, es que las instituciones de impartir justicia e indagar a fondo algunos de esos ultrajes provenientes del poder, simplemente no lo hacen.
Una parte de los ministros, que normalmente asume posiciones conservadoras, alega que la Corte no debiera inmiscuirse en casos que en principio deberían ser investigados y sancionados por otras instituciones, erigidas justamente para esos propósitos. Formalmente tienen razón, pero precisamente por el hecho de que tales instituciones no funcionan (o lo hacen muy mal, debido a su tradicional ineficiencia o por consigna política) es que la Corte puede contribuir a mover una maquinaria anquilosada a causa del desuso. La posición conservadora parte de la premisa de que vivimos en una normalidad democrática, en donde las instituciones de indagación y procuración de justicia funcionan razonablemente bien y, por tanto, no tiene mucho sentido la intervención de la Corte. Pero evidentemente no vivimos en esa normalidad democrática, sino en el país de la impunidad (es decir, justo lo contrario a la democracia). Y por eso, precisamente, otros ministros sí ven adecuado recurrir a la facultad otorgada a la Corte por el artículo 97 constitucional: consideran que el máximo tribunal podría constituirse como un motor político para elevar los costos de la impunidad prevaleciente, ofrecer elementos con miras a conocer la verdad, además de un respaldo moral a la sociedad y la opinión pública, de modo que éstas continúen presionando al generalmente inútil aparato de procuración de justicia, con el objetivo de que desenmohezca sus engranajes. Tales indagaciones pueden no ser muy eficaces al no tener peso legal, como alegan los ministros conservadores, pero me parece que eso es mucho mejor que nada en un país desprovisto de justicia y sediento de ella.
En el peor de los casos, y como lo sugirió la semana pasada el ministro José Ramón Cossío, mediante esta función se puede ofrecer un mayor esclarecimiento de la verdad, poniendo en mayor evidencia a los órganos de gobierno que se niegan a aplicar la justicia. Con tal función, la Corte hace las veces de una Comisión de la Verdad sobre los hechos indagados que, si no tiene un efecto jurídico directo, al menos podría dar un impulso a que eso tenga lugar o cuando menos aporte y refrende elementos que permitan señalar responsables de los abusos. Se podrá decir, según lo argumentan los ministros conservadores, que la opinión de la Corte no ha servido para llamar a cuentas a los responsables de los agravios sociales. Pero ello no debiera ser una razón para renunciar a esa facultad. Al contrario, en un proceso de democratización inacabado (si no es que ya desvirtuado), la Corte puede erigirse como un ariete para seguir desbrozando el terreno. La Corte no sólo debiera seguir indagando tales casos (desde luego, cuando se consideren plenamente justificados en términos de gravedad), sino dar mayor contundencia a su opinión. Me parece que esa precisamente es una variable clave para que las conclusiones de la Corte tengan un peso político sobre los gobiernos y sus ineficaces aparatos de procuración de justicia y los impulsen a actuar. En cambio, si las opiniones de los ministros minimizan la gravedad del caso, entonces, en lugar de un impulso en favor de la rendición de cuentas, se puede constituir una coartada para que las instituciones ya no actúen (amparadas en que las violaciones a las garantías individuales no fueron vistas por la Corte como graves). Eso ocurrió en el caso de las vejaciones sufridas por Lydia Cacho a manos del aparato de justicia de Puebla y por eso su gobernador sigue tan campante cultivando carros completos para su partido. De haber habido mayor contundencia en las conclusiones de tal indagatoria, la probabilidad de que se llamase a cuentas a Mario Marín hubiera crecido (aunque, es cierto, en México eso no garantiza nada). Pero mejor intentarlo que no.
Una parte de los ministros, que normalmente asume posiciones conservadoras, alega que la Corte no debiera inmiscuirse en casos que en principio deberían ser investigados y sancionados por otras instituciones, erigidas justamente para esos propósitos. Formalmente tienen razón, pero precisamente por el hecho de que tales instituciones no funcionan (o lo hacen muy mal, debido a su tradicional ineficiencia o por consigna política) es que la Corte puede contribuir a mover una maquinaria anquilosada a causa del desuso. La posición conservadora parte de la premisa de que vivimos en una normalidad democrática, en donde las instituciones de indagación y procuración de justicia funcionan razonablemente bien y, por tanto, no tiene mucho sentido la intervención de la Corte. Pero evidentemente no vivimos en esa normalidad democrática, sino en el país de la impunidad (es decir, justo lo contrario a la democracia). Y por eso, precisamente, otros ministros sí ven adecuado recurrir a la facultad otorgada a la Corte por el artículo 97 constitucional: consideran que el máximo tribunal podría constituirse como un motor político para elevar los costos de la impunidad prevaleciente, ofrecer elementos con miras a conocer la verdad, además de un respaldo moral a la sociedad y la opinión pública, de modo que éstas continúen presionando al generalmente inútil aparato de procuración de justicia, con el objetivo de que desenmohezca sus engranajes. Tales indagaciones pueden no ser muy eficaces al no tener peso legal, como alegan los ministros conservadores, pero me parece que eso es mucho mejor que nada en un país desprovisto de justicia y sediento de ella.
En el peor de los casos, y como lo sugirió la semana pasada el ministro José Ramón Cossío, mediante esta función se puede ofrecer un mayor esclarecimiento de la verdad, poniendo en mayor evidencia a los órganos de gobierno que se niegan a aplicar la justicia. Con tal función, la Corte hace las veces de una Comisión de la Verdad sobre los hechos indagados que, si no tiene un efecto jurídico directo, al menos podría dar un impulso a que eso tenga lugar o cuando menos aporte y refrende elementos que permitan señalar responsables de los abusos. Se podrá decir, según lo argumentan los ministros conservadores, que la opinión de la Corte no ha servido para llamar a cuentas a los responsables de los agravios sociales. Pero ello no debiera ser una razón para renunciar a esa facultad. Al contrario, en un proceso de democratización inacabado (si no es que ya desvirtuado), la Corte puede erigirse como un ariete para seguir desbrozando el terreno. La Corte no sólo debiera seguir indagando tales casos (desde luego, cuando se consideren plenamente justificados en términos de gravedad), sino dar mayor contundencia a su opinión. Me parece que esa precisamente es una variable clave para que las conclusiones de la Corte tengan un peso político sobre los gobiernos y sus ineficaces aparatos de procuración de justicia y los impulsen a actuar. En cambio, si las opiniones de los ministros minimizan la gravedad del caso, entonces, en lugar de un impulso en favor de la rendición de cuentas, se puede constituir una coartada para que las instituciones ya no actúen (amparadas en que las violaciones a las garantías individuales no fueron vistas por la Corte como graves). Eso ocurrió en el caso de las vejaciones sufridas por Lydia Cacho a manos del aparato de justicia de Puebla y por eso su gobernador sigue tan campante cultivando carros completos para su partido. De haber habido mayor contundencia en las conclusiones de tal indagatoria, la probabilidad de que se llamase a cuentas a Mario Marín hubiera crecido (aunque, es cierto, en México eso no garantiza nada). Pero mejor intentarlo que no.
En el caso de la guardería ABC, de Hermosillo, es claro que los familiares quisieron acudir a la Corte al constatar la impasibilidad y la indiferencia de los gobiernos estatal y federal, al ser juez y parte. Y un ejemplo muy claro de ello son las declaraciones de Juan Molinar, ex director del IMSS y actual secretario de Comunicaciones y Transportes, en el sentido de que la tragedia de la guardería ABC “no le quita la verdad de que en el IMSS se tienen las mejores estancias infantiles” (11/VIII/09). Si tal apreciación es cierta, bien harían los padres en sacar a sus hijos de todas esas guarderías que no son del IMSS, pero, a juzgar por lo ocurrido en la ABC de Sonora, también habría que alejarse de las subrogadas por esa institución. El comentario de Molinar refleja el problema de fondo en todo este asunto: la incapacidad de las autoridades para reconocer problemas de negligencia, corrupción y favoritismo, que se traducen en abusos y crímenes sociales. Si en sus conclusiones sobre este caso la Corte es suficientemente enfática en señalar quiénes son responsables de la negligencia y la corrupción que dieron lugar a la tragedia, podríamos quizá tener algo más que una mera condena moral (revisando la forma en que se subrogan los contratos). Mas no debemos pecar de optimistas y creer ilusamente que en el país de la impunidad se va a llamar a cuentas a los verdaderos responsables, ubicados en la cúspide del poder estatal o del federal. Eso sería demasiado pedir.
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