El pescado de Moctezuma/Pedro J. Ramírez, director de El Mundo
Publicado en EL MUNDO, 11/10/09;
Llega Nélida Piñón como un inesperado haz de luz que entra por la tarde en el despacho. Cálida y sonriente, nuestra Príncipe de Asturias gallego-brasileña, da en la diana de lo que está ocurriendo: «Los políticos españoles se han acostumbrado ya al pescado de Moctezuma, se han distanciado del pueblo y no van a las tabernas».
Se refiere al relato de Bernal Díaz del Castillo, incluido en un capítulo titulado Historia del Chocolate, en el que el autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España explica que entre los lujos más refinados del emperador azteca -además, por supuesto, de la libación del cacao espumoso mezclado con miel que se escanciaba en cientos de copas en sus lúbricos festines- destacaba el consumo de pescado fresco, traído a diario desde el Golfo de Veracruz por corredores esclavos que se relevaban para hacer el trayecto más deprisa.
Cada época ha tenido sus signos externos por los que los poderosos se distinguían del común de los mortales. Y no tanto porque se tratara de bienes o servicios cuyo coste fuera prohibitivo, como por las condiciones exclusivas de que disponía el mandamás para acceder a ellos. El pescado fresco de entonces, transportado a la carrera, equivale a los coches de lujo customizados que el concesionario facilita a los nuevos elegidos de los dioses saltándose el turno de espera, a los relojes superferolíticos que les regala el patrocinador de un evento por ser vos quien sois, a los trajes para los que el sastre les toma medidas desplazándose expresamente a un hotel o un domicilio, o a las chicas para todo que les llevan a las fiestas, sin que se tengan que ocupar de nada, como si bastara ser elegido concejal para sentirse ya el Berlusconi del barrio.
Si hubiera que resumir en una sola frase, coral e imaginaria, la interminable sucesión de confesiones y descripciones sobre los más diversos episodios incluidos en los 17.000 folios sumariales que recogen los testimonios de Correa, Crespo, El Bigotes y otros hombres de la trama Gürtel, yo diría -gracias al soplo inspirador de Nélida Piñón- que no habría ninguna mejor que ésta: «Nosotros éramos los que les traíamos el pescado fresco a los chicos del PP».
O sea, los conseguidores de sus caprichos, los facilitadores de sus vanidades, los asesores e inductores del espejismo por el que se creían más guapos, más listos, más elegantes y más exquisitos que los demás. A algunos les corrompían directamente, pagándoles una o varias veces con dinero negro y sucio, con el resultado de tenerlos enganchados para siempre. Pero a la mayoría se limitaban a hacerles sentirse seres superiores, alimentando su ego, poniéndoles en órbita con chutes periódicos de esa autoestima del pijo, siempre ligada a la posesión de presuntos objetos exclusivos. Era suficiente para que tales gobernantes o cargos del partido tuvieran una disposición benévola, se convirtieran en piezas, activas o pasivas, de su red de tráfico de influencias y se pusieran de perfil ante sus chanchullos. El mejor negocio de Correa era que se supiera en Madrid que era íntimo de Agag y que circulara por Génova que jugaba al intercambio de automóviles -su dinero le costaba- con Ana Mato y su marido. Para Álvaro Pérez no había mayor activo en Valencia que poder exhibir ante cargos públicos y dirigentes del PP la condición de amiguito del alma del Molt Honorable President.
A este tipo de truhanes siempre hay que creerles la mitad de la mitad de lo que dicen. De ahí que no se puedan dar por buenas todas las majaderías y fantasías recogidas en las grabaciones del sumario. Incluso en estos circuitos reservados para el abastecimiento exquisito de los tocados por el dedo de la diosa, la realidad siempre llega con su implacable rebaja.
No hace mucho un grupo de internautas mexicanos autodenominados «cazadores de choros» -un choro sería una falacia acuñada como cierta por la reiteración y el uso- demostraron que era imposible que a Moctezuma le llegara el pescado fresco desde Veracruz. Su argumentación no podía ser más consistente: considerando que la distancia en una línea recta imaginaria desde el lugar más próximo de la costa a la capital es de 255 kilómetros, pero que la mínima distancia real a recorrer sería de 323; considerando que la plusmarca olímpica en los relevos 4 por 400 supone correr a una velocidad de 32,84 kilómetros por hora, pero que la orografía del terreno, el tipo de superficie de los caminos y el calzado de la época, obligarían a rebajarla a un máximo de 22,5, llegaríamos a la conclusión de que se habrían necesitado 810 esclavos para trasladar el pescado en aproximadamente 14 horas y 38 minutos.
Como lo lógico sería pensar que los relevos debían ser bastante más largos -qué menos que entre cinco y 10 kilómetros por esclavo-, lo que reduciría la velocidad a la mitad, y teniendo en cuenta que en aquellos parajes era poco menos que imposible desplazarse en la oscuridad, cualquier cálculo que fijara en menos de 36 horas el intervalo entre el anzuelo del humilde pescador y la mesa del gran Moctezuma debería considerarse una tomadura de pelo.
¿Es correcto llamarle a eso pescado fresco? Comparado con el género disponible para los demás habitantes de Tenochtitlán y dando por hecho que se utilizaban vasijas de barro aderezadas con sal y que se cambiaba el agua constantemente a lo largo de la ruta, desde luego que sí. Pero más le hubiera valido al emperador no llevarse a engaño: no es lo mismo fotografiarse con Obama que hacerlo con Bill Richardson. Claro, que tú pides la luna y bastante hace un tipo como El Bigotes con apañarte alguna que otra estrella. Si encima te sale rana, pues oye, mala suerte. Por algo glosaba Lucía Méndez en una reciente columna la reflexión filosófica de El Bigotes a Correa sobre los adolescentes a su cargo: «Estar relacionado con un político importante siempre te trae problemas. Hay que quererlos, pero que estén lejos; con lo que sufres, con lo que lloras, con lo que luchas por hacer las cosas bien, al final tienes problemas y te llevas disgustos».
Antes de leer esas líneas me asaltaba la perplejidad de por qué El Bigotes no estaba entre rejas junto a sus cómplices. Ahora me pregunto por qué no le ofrecen protagonizar un remake de Los ladrones somos gente honrada.
Pero desde la perspectiva del PP -es decir de sus afiliados que pegan carteles, pagan las cuotas y van a los actos, o de sus votantes que acuden fieles a las urnas y aguardan el escrutinio con el corazón en un puño- lo ocurrido no tiene ninguna gracia. Con el caso Gürtel concluye un ciclo iniciado en el congreso de Sevilla del 90. Estamos en realidad ante una especie de posdata del aznarismo que certifica el agotamiento de un modelo del que, sin embargo, han emanado Rajoy y, por ende, la actual dirección del partido.
Tras una década gloriosa de crecimiento, transformación y compromiso con los ideales regeneracionistas que le llevaron al Gobierno en el 96, el punto de inflexión se produjo con la mayoría absoluta del 2000. Todas las expectativas sobre cambios en las reglas del juego, más democracia interna y más control de la sociedad sobre el poder -aplazadas durante la anterior legislatura por falta de apoyos parlamentarios- decaen definitivamente entonces, en la medida en que Aznar considera que al cumplir la promesa de permanecer sólo ocho años en La Moncloa queda exento de todas las demás. Es el momento de levantar el pie del freno y disfrutar conduciendo el bólido sin miramientos ni restricciones. Por eso se despeña en el barranco de Irak y la gestión del 11-M.
Pues bien, de igual manera que la corrupción y el crimen de Estado estuvieron unidos en el caso del PSOE a la disparatada política económica con la que Solchaga nos dejó al borde de la ruina, aunque en el PP no haya llegado la sangre al río -y ésta no es una diferencia menor-, la trama Gürtel también debe quedar asociada a la foto de las Azores. No son sino dos síntomas -uno externo, el otro interno-, de un mismo proceso de relajamiento de la autoexigencia democrática. En eso consiste el síndrome de La Moncloa -cuidado Zapatero-: ni en el Consejo de Ministros ni en la Ejecutiva del partido se debate de verdad ningún asunto, nadie se atreve a discrepar del jefe, los cargos se reparten a dedo de forma caprichosa, los congresos se transforman en actos de aclamación, a las bases ni se les pregunta lo que piensan, los amiguetes y amigotes medran a sus anchas.
Con todo lo traumática que resultó su salida del poder y de la política, Aznar ha tenido suerte al no estar ahora al frente del partido, pues aparecería como el principal responsable de haber permitido que un grupo de buscavidas se infiltrara en la organización y se extendiera por su interior como un tumor maligno. La boda de El Escorial adquiriría un valor aún más emblemático de la conjunción entre la prepotencia de los actores y la mangancia de los tramoyistas, y él tendría que entonar un dolorosísimo mea culpa que haría trizas su amor propio.
A pequeña escala ésa es la actual encrucijada de Camps, con el agravante de que a El Bigotes no lo promocionó ningún familiar, sino que se asentó en Valencia con su intervención directa. Y por ahora, la actitud del líder valenciano no puede ser más decepcionante. Su pretensión inicial de escurrir el bulto, matizada después por el anuncio del sacrificio ritual de Ricardo Costa como chivo expiatorio destinado a calmar la sed de Rajoy, demuestra menos inteligencia política de la que algunos le suponíamos. Si no se da cuenta de que sólo la vía que le ha marcado Rita Barberá -primero las explicaciones, después las decisiones- puede ofrecerle la redención por el perdón, es que lo suyo tiene difícil remedio. A ver cómo argumenta que Costa incurrió en responsabilidades que no son achacables a él. O como refuta las revelaciones de EL MUNDO sobre las instrucciones de sus vicepresidentes a los empresarios que contrataban a El Bigotes.
De civil, Camps es un buen tipo, pero estos años de encumbramiento por el protocolo han ejercido un efecto dañino sobre su mundo interior. Quien haya participado en un acto oficial en Valencia se habrá dado cuenta de que, sin llegar a los extremos de la corte de Moctezuma -donde había que andar cientos de metros hacia atrás para no dar nunca la espalda al emperador-, todo ha estimulado el providencialismo y el culto al jefe.
Paradójicamente, el que Rajoy haya decidido apoyarle «a muerte» o «a degüello» -según ha transmitido estos días a personas de su confianza- no le hace ningún bien a Camps, sino todo lo contrario. Si el único que hoy por hoy le podría tumbar descarta hacerlo y sólo le pide gestos para la galería, ¿qué necesidad tiene él de entrar en el embarazoso fondo del asunto?
Y, sin embargo, este último episodio procesal en el que la Fiscalía ha tratado de suprimir del sumario un pasaje abiertamente exculpatorio en el asunto de los trajes refuerza mi convencimiento de que Camps puede salir adelante si habla a los ciudadanos con franqueza, reconociendo sus graves errores de criterio pero subrayando la honestidad de todos los líderes del PP valenciano.
En todo caso, la disposición acomodaticia de Rajoy a salir del paso con cuatro parches, creyendo a pies juntillas las versiones exculpatorias de implicados tan cercanos como Ana Mato, indica que no es consciente aún de la gravedad de lo que ha pasado, ni de las consecuencias a medio y largo plazo que puede tener para el futuro del PP. Si él no toma la iniciativa y pone en marcha una revolución interna con visos de auténtico proceso de refundación -es decir, si no encarga una auditoría a fondo del estado ético del partido, no rompe todos los eslabones que le atan a ese pasado turbio y no propone drásticas medidas para que esto no vuelva a suceder- la policía, la fiscalía y el sector de la judicatura afín al PSOE le van a cocinar a fuego lento y llegará a las próximas elecciones completamente churrascado.
Los grandes males sólo lo son de verdad cuando no desencadenan grandes remedios. El mayor servicio que rindió a Moctezuma la red de relevistas que comunicaba el mar con la capital no fue mantener viva la ilusión de que a su mesa llegaba pescado fresco a diario, sino avisarle del desembarco en sus costas de un contingente de extraños hombres con barba a lomos de bestias fantásticas. Luego pasó lo que pasó, pero la información la tuvo a tiempo. ¿Cómo hacerle entender a Rajoy que tenemos Gürtel para rato y que si él no embrida el asunto -como acaba de hacer Esperanza Aguirre-, el asunto terminará por embridarle a él?
Se refiere al relato de Bernal Díaz del Castillo, incluido en un capítulo titulado Historia del Chocolate, en el que el autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España explica que entre los lujos más refinados del emperador azteca -además, por supuesto, de la libación del cacao espumoso mezclado con miel que se escanciaba en cientos de copas en sus lúbricos festines- destacaba el consumo de pescado fresco, traído a diario desde el Golfo de Veracruz por corredores esclavos que se relevaban para hacer el trayecto más deprisa.
Cada época ha tenido sus signos externos por los que los poderosos se distinguían del común de los mortales. Y no tanto porque se tratara de bienes o servicios cuyo coste fuera prohibitivo, como por las condiciones exclusivas de que disponía el mandamás para acceder a ellos. El pescado fresco de entonces, transportado a la carrera, equivale a los coches de lujo customizados que el concesionario facilita a los nuevos elegidos de los dioses saltándose el turno de espera, a los relojes superferolíticos que les regala el patrocinador de un evento por ser vos quien sois, a los trajes para los que el sastre les toma medidas desplazándose expresamente a un hotel o un domicilio, o a las chicas para todo que les llevan a las fiestas, sin que se tengan que ocupar de nada, como si bastara ser elegido concejal para sentirse ya el Berlusconi del barrio.
Si hubiera que resumir en una sola frase, coral e imaginaria, la interminable sucesión de confesiones y descripciones sobre los más diversos episodios incluidos en los 17.000 folios sumariales que recogen los testimonios de Correa, Crespo, El Bigotes y otros hombres de la trama Gürtel, yo diría -gracias al soplo inspirador de Nélida Piñón- que no habría ninguna mejor que ésta: «Nosotros éramos los que les traíamos el pescado fresco a los chicos del PP».
O sea, los conseguidores de sus caprichos, los facilitadores de sus vanidades, los asesores e inductores del espejismo por el que se creían más guapos, más listos, más elegantes y más exquisitos que los demás. A algunos les corrompían directamente, pagándoles una o varias veces con dinero negro y sucio, con el resultado de tenerlos enganchados para siempre. Pero a la mayoría se limitaban a hacerles sentirse seres superiores, alimentando su ego, poniéndoles en órbita con chutes periódicos de esa autoestima del pijo, siempre ligada a la posesión de presuntos objetos exclusivos. Era suficiente para que tales gobernantes o cargos del partido tuvieran una disposición benévola, se convirtieran en piezas, activas o pasivas, de su red de tráfico de influencias y se pusieran de perfil ante sus chanchullos. El mejor negocio de Correa era que se supiera en Madrid que era íntimo de Agag y que circulara por Génova que jugaba al intercambio de automóviles -su dinero le costaba- con Ana Mato y su marido. Para Álvaro Pérez no había mayor activo en Valencia que poder exhibir ante cargos públicos y dirigentes del PP la condición de amiguito del alma del Molt Honorable President.
A este tipo de truhanes siempre hay que creerles la mitad de la mitad de lo que dicen. De ahí que no se puedan dar por buenas todas las majaderías y fantasías recogidas en las grabaciones del sumario. Incluso en estos circuitos reservados para el abastecimiento exquisito de los tocados por el dedo de la diosa, la realidad siempre llega con su implacable rebaja.
No hace mucho un grupo de internautas mexicanos autodenominados «cazadores de choros» -un choro sería una falacia acuñada como cierta por la reiteración y el uso- demostraron que era imposible que a Moctezuma le llegara el pescado fresco desde Veracruz. Su argumentación no podía ser más consistente: considerando que la distancia en una línea recta imaginaria desde el lugar más próximo de la costa a la capital es de 255 kilómetros, pero que la mínima distancia real a recorrer sería de 323; considerando que la plusmarca olímpica en los relevos 4 por 400 supone correr a una velocidad de 32,84 kilómetros por hora, pero que la orografía del terreno, el tipo de superficie de los caminos y el calzado de la época, obligarían a rebajarla a un máximo de 22,5, llegaríamos a la conclusión de que se habrían necesitado 810 esclavos para trasladar el pescado en aproximadamente 14 horas y 38 minutos.
Como lo lógico sería pensar que los relevos debían ser bastante más largos -qué menos que entre cinco y 10 kilómetros por esclavo-, lo que reduciría la velocidad a la mitad, y teniendo en cuenta que en aquellos parajes era poco menos que imposible desplazarse en la oscuridad, cualquier cálculo que fijara en menos de 36 horas el intervalo entre el anzuelo del humilde pescador y la mesa del gran Moctezuma debería considerarse una tomadura de pelo.
¿Es correcto llamarle a eso pescado fresco? Comparado con el género disponible para los demás habitantes de Tenochtitlán y dando por hecho que se utilizaban vasijas de barro aderezadas con sal y que se cambiaba el agua constantemente a lo largo de la ruta, desde luego que sí. Pero más le hubiera valido al emperador no llevarse a engaño: no es lo mismo fotografiarse con Obama que hacerlo con Bill Richardson. Claro, que tú pides la luna y bastante hace un tipo como El Bigotes con apañarte alguna que otra estrella. Si encima te sale rana, pues oye, mala suerte. Por algo glosaba Lucía Méndez en una reciente columna la reflexión filosófica de El Bigotes a Correa sobre los adolescentes a su cargo: «Estar relacionado con un político importante siempre te trae problemas. Hay que quererlos, pero que estén lejos; con lo que sufres, con lo que lloras, con lo que luchas por hacer las cosas bien, al final tienes problemas y te llevas disgustos».
Antes de leer esas líneas me asaltaba la perplejidad de por qué El Bigotes no estaba entre rejas junto a sus cómplices. Ahora me pregunto por qué no le ofrecen protagonizar un remake de Los ladrones somos gente honrada.
Pero desde la perspectiva del PP -es decir de sus afiliados que pegan carteles, pagan las cuotas y van a los actos, o de sus votantes que acuden fieles a las urnas y aguardan el escrutinio con el corazón en un puño- lo ocurrido no tiene ninguna gracia. Con el caso Gürtel concluye un ciclo iniciado en el congreso de Sevilla del 90. Estamos en realidad ante una especie de posdata del aznarismo que certifica el agotamiento de un modelo del que, sin embargo, han emanado Rajoy y, por ende, la actual dirección del partido.
Tras una década gloriosa de crecimiento, transformación y compromiso con los ideales regeneracionistas que le llevaron al Gobierno en el 96, el punto de inflexión se produjo con la mayoría absoluta del 2000. Todas las expectativas sobre cambios en las reglas del juego, más democracia interna y más control de la sociedad sobre el poder -aplazadas durante la anterior legislatura por falta de apoyos parlamentarios- decaen definitivamente entonces, en la medida en que Aznar considera que al cumplir la promesa de permanecer sólo ocho años en La Moncloa queda exento de todas las demás. Es el momento de levantar el pie del freno y disfrutar conduciendo el bólido sin miramientos ni restricciones. Por eso se despeña en el barranco de Irak y la gestión del 11-M.
Pues bien, de igual manera que la corrupción y el crimen de Estado estuvieron unidos en el caso del PSOE a la disparatada política económica con la que Solchaga nos dejó al borde de la ruina, aunque en el PP no haya llegado la sangre al río -y ésta no es una diferencia menor-, la trama Gürtel también debe quedar asociada a la foto de las Azores. No son sino dos síntomas -uno externo, el otro interno-, de un mismo proceso de relajamiento de la autoexigencia democrática. En eso consiste el síndrome de La Moncloa -cuidado Zapatero-: ni en el Consejo de Ministros ni en la Ejecutiva del partido se debate de verdad ningún asunto, nadie se atreve a discrepar del jefe, los cargos se reparten a dedo de forma caprichosa, los congresos se transforman en actos de aclamación, a las bases ni se les pregunta lo que piensan, los amiguetes y amigotes medran a sus anchas.
Con todo lo traumática que resultó su salida del poder y de la política, Aznar ha tenido suerte al no estar ahora al frente del partido, pues aparecería como el principal responsable de haber permitido que un grupo de buscavidas se infiltrara en la organización y se extendiera por su interior como un tumor maligno. La boda de El Escorial adquiriría un valor aún más emblemático de la conjunción entre la prepotencia de los actores y la mangancia de los tramoyistas, y él tendría que entonar un dolorosísimo mea culpa que haría trizas su amor propio.
A pequeña escala ésa es la actual encrucijada de Camps, con el agravante de que a El Bigotes no lo promocionó ningún familiar, sino que se asentó en Valencia con su intervención directa. Y por ahora, la actitud del líder valenciano no puede ser más decepcionante. Su pretensión inicial de escurrir el bulto, matizada después por el anuncio del sacrificio ritual de Ricardo Costa como chivo expiatorio destinado a calmar la sed de Rajoy, demuestra menos inteligencia política de la que algunos le suponíamos. Si no se da cuenta de que sólo la vía que le ha marcado Rita Barberá -primero las explicaciones, después las decisiones- puede ofrecerle la redención por el perdón, es que lo suyo tiene difícil remedio. A ver cómo argumenta que Costa incurrió en responsabilidades que no son achacables a él. O como refuta las revelaciones de EL MUNDO sobre las instrucciones de sus vicepresidentes a los empresarios que contrataban a El Bigotes.
De civil, Camps es un buen tipo, pero estos años de encumbramiento por el protocolo han ejercido un efecto dañino sobre su mundo interior. Quien haya participado en un acto oficial en Valencia se habrá dado cuenta de que, sin llegar a los extremos de la corte de Moctezuma -donde había que andar cientos de metros hacia atrás para no dar nunca la espalda al emperador-, todo ha estimulado el providencialismo y el culto al jefe.
Paradójicamente, el que Rajoy haya decidido apoyarle «a muerte» o «a degüello» -según ha transmitido estos días a personas de su confianza- no le hace ningún bien a Camps, sino todo lo contrario. Si el único que hoy por hoy le podría tumbar descarta hacerlo y sólo le pide gestos para la galería, ¿qué necesidad tiene él de entrar en el embarazoso fondo del asunto?
Y, sin embargo, este último episodio procesal en el que la Fiscalía ha tratado de suprimir del sumario un pasaje abiertamente exculpatorio en el asunto de los trajes refuerza mi convencimiento de que Camps puede salir adelante si habla a los ciudadanos con franqueza, reconociendo sus graves errores de criterio pero subrayando la honestidad de todos los líderes del PP valenciano.
En todo caso, la disposición acomodaticia de Rajoy a salir del paso con cuatro parches, creyendo a pies juntillas las versiones exculpatorias de implicados tan cercanos como Ana Mato, indica que no es consciente aún de la gravedad de lo que ha pasado, ni de las consecuencias a medio y largo plazo que puede tener para el futuro del PP. Si él no toma la iniciativa y pone en marcha una revolución interna con visos de auténtico proceso de refundación -es decir, si no encarga una auditoría a fondo del estado ético del partido, no rompe todos los eslabones que le atan a ese pasado turbio y no propone drásticas medidas para que esto no vuelva a suceder- la policía, la fiscalía y el sector de la judicatura afín al PSOE le van a cocinar a fuego lento y llegará a las próximas elecciones completamente churrascado.
Los grandes males sólo lo son de verdad cuando no desencadenan grandes remedios. El mayor servicio que rindió a Moctezuma la red de relevistas que comunicaba el mar con la capital no fue mantener viva la ilusión de que a su mesa llegaba pescado fresco a diario, sino avisarle del desembarco en sus costas de un contingente de extraños hombres con barba a lomos de bestias fantásticas. Luego pasó lo que pasó, pero la información la tuvo a tiempo. ¿Cómo hacerle entender a Rajoy que tenemos Gürtel para rato y que si él no embrida el asunto -como acaba de hacer Esperanza Aguirre-, el asunto terminará por embridarle a él?
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