11 oct 2009

Texto de Gustavo Martín Garzo

La cuidadora de ocas/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado en EL PAÍS, 11/10/09;
Las espigadoras eran esas mujeres humildes que en otro tiempo recolectaban las espigas que segadores y cosechadoras dejaban olvidadas en el campo. Hace unos años, la cineasta Agnès Varda realizó una película sobre ellas y sobre todos los que siguen recolectando lo que los demás tiran o no se preocupan de recoger por juzgar insignificante: patatas, manzanas, racimos de uvas y otros alimentos, juguetes, muebles, objetos que han dejado de servir, cosas sin dueño… Y Varda se veía a sí misma como uno de esos recolectores de lo insignificante. Ésa era la verdadera razón de su oficio, ir tomando de la corriente de la vida esos restos que nadie quiere y que conservan misteriosamente el poder de iluminar un instante nuestro paso por este mundo.
He pensado en esta película inclasificable al leer el libro de ensayos de Natalia Ginzburg que se acaba de publicar en nuestro país. Natalia Ginzburg es una de las grandes escritoras italianas de la segunda mitad del siglo pasado. De familia de intelectuales judíos, su primer esposo fue ejecutado por los fascistas en 1944. Trabajó en la editorial Einaudi, junto a Cesare Pavese e Italo Calvino, y es autora de varias obras de teatro, un libro inolvidable sobre su infancia, titulado Léxico familiar, y de novelas tristísimas como Nuestros ayeres, Las palabras de la noche o Querido Miguel. En sus obras suele retratar a la clase media italiana de la postguerra, especialmente a sus mujeres, con una mirada desencantada y llena de melancolía. Pero, a la manera de Chéjov, al hablarnos del desorden del mundo lo hace también de esa extraña luz que tantas veces descubrimos en él.
Todos sus ensayos son inolvidables. No sólo por lo maravillosamente que están escritos, sino por esa forma tan suya de dirigirse a nosotros sin darse importancia, sin presumir de nada ni escucharse a sí misma, a la manera de esas personas queridas que, cuando vamos a partir de viaje, se limitan a llamarnos la atención sobre algo que habíamos olvidado. Y lo que escribe siempre nos sorprende, incluso cuando se ocupa de los temas más comunes o más aparentemente ajenos a nuestras preocupaciones.
Nunca pontifica, ni trata de decirnos lo que debemos pensar, sólo nos ofrece sus propias perplejidades. Por ejemplo, si se pone a hablar de los niños nos dice que hemos reflexionado sobre cómo educarlos, pero no de lo que debemos darles a cambio y si les estamos ofreciendo otra cosa aparte de nuestros mundos desiertos. Si lo hace del aborto, no duda que es la mujer la que debe decidir sobre la continuidad de su embarazo, pero también se ocupa de esa vida misteriosa que lleva en su vientre, y con la que mantiene “la menos libre de todas las relaciones”. O si lo hace de su amor por el Partido Comunista Italiano, será para decirnos que es imposible que “no pueda existir el verdadero comunismo, no violento, no represivo, no sanguinario y no totalitario, como era en el alma de Gramsci o de Berlinguer”. Que debe existir un partido que se ponga del lado de los pobres y los marginados, que defienda la verdadera democracia, el espacio de lo público y la igualdad de oportunidades.
O le basta con asistir a la representación de una obra de Carlo Goldoni, para hacer una defensa de la felicidad. “Como somos infelices, queremos ver por todas las partes escenas trágicas, sangrientas y solemnes, y ya no sabemos celebrar la fragilidad, la delicadeza y la medida”.
Frente a esas grandes cuestiones que suelen ocupar las páginas de los periódicos, ella presta su atención a esas otras casi imperceptibles que constituyen la vida del individuo: “el pensamiento solitario, la fantasía y la memoria, el lamento por los tiempos perdidos, la melancolía, todo lo que forma la vida de la poesía”. Es ejemplar en este sentido el ensayo que dedica a la polémica sobre el crucifijo en las escuelas. Nadie debe obligar, nos dice, a que haya crucifijos en las clases, pero enseguida añade: pero si yo fuera maestra me gustaría que hubiera uno en la mía. ¿A quién puede molestar? Un crucifijo no dice nada, no nos adoctrina como una clase de religión, sólo cuenta con su silencio una historia que habla del dolor, la soledad y la dignidad de los hombres. ¿Por qué iba a hacer daño a los niños tenerlo en su clase?
También se ocupa de Dios. No del Dios que preside los silos de esas ávidas cosechadoras de almas que son las iglesias oficiales, sino del Dios de las espigadoras. Ese Dios que se esconde, del que nadie puede apropiarse, que vive en lo más pequeño y frágil, no en las palabras de los que gritan más. Ese Dios “que es como un trozo de vela que llevamos en las manos y que parece siempre a punto de apagarse”, y que incluso le lleva a pedir a los padres no creyentes que eviten negar su existencia ante sus hijos pequeños, porque entonces ¿cómo se enfrentarían a la terrible angustia que a todos los niños les produce la muerte?
O, al hablar del sexo, nos dice que es igualmente falso afirmar que tiene todos los privilegios como que no tiene ninguno. El sexo nunca podrá transformarse en un juego banal ya que mantiene “vínculos extraños y secretos con nuestra alma y su misterio”. Y escribe: “No mentir, no traicionar, no humillar, no dominar; éstos son los propósitos que una persona debe mantener con toda su alma en las relaciones sexuales como en cualquier acto de su vida”.
Es imposible dar cuenta en unas
pocas palabras de toda la riqueza que contiene este libro inolvidable. Pobres fetos olvidados, crucifijos, escritores y cómicos, dioses, mujeres ultrajadas, niños y películas se transforman en manos de Natalia Ginzburg no en argumentos para agredir a los que no piensan como ella, sino en frágiles espigas que va recogiendo por los caminos. En uno de esos textos, al comentar una exposición de unos pintores yugoslavos, y ver la plácida imagen de un pueblo, dice que le gustaría ser como la cuidadora de ocas que está junto al arroyo. Y ésa es la sensación que tenemos al leerla, la de alguien que vigila algo querido para que no le pase nada malo.
En el texto titulado El niño que vio osos, nos habla de su nieto. Es curioso que una gran intelectual, traductora de Proust y de Flaubert, influyente editora y admirada novelista, se preocupe así cuando los padres del niño le anuncian que lo van a llevar con ellos a las Rock Mountains, donde hay osos, y que no pueda estar tranquila hasta que regresan. Un tiempo después, los padres del niño retornan a Italia y ella se vuelve a encontrar con él. Ha crecido y, al verle cruzar la calle con su padre, le conmueve su fragilidad. Ya no parece reinar sobre los demás, como cuando era pequeño, y le recordaba a Gengis Jan. Ahora avanza por un mundo incierto y amenazante, en el que tiene que aprender a valerse por sí solo. Y le parece una pequeña espiga. “Parecía saber que nada le pertenecía, salvo aquella bolsa de nailon que contenía cuatro muñequitos, dos lápices mordisqueados y un anorak descolorido. Pequeño judío sin tierra, cruzaba la calle con su bolsa”.
Todo el libro es un hermoso ejercicio de inteligencia, ternura y bondad. No hay en él petulancia ni pedantería, y su tono es siempre el de una amigable conversación. Una conversación llena de encanto, en la que asistimos a cada momento a la sorpresa del verdadero pensamiento. Ese pensamiento que, como una espigadora más, trae con él la pregunta sobre el bien y el mal, el dolor y la dicha, la fantasía y la realidad. Porque ¿y si pensar fuera ocuparse de esas espigas que dejamos olvidadas en las cunetas?

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