Leyendas literarias/JAVIER REVERTE
Babelia, 02/01/2010;
Los ríos han sido siempre los amables compañeros de viaje de los hombres en esta tierra hostil y la literatura ha crecido en sus orillas como crecen, pongamos por caso, los huertos y los palmerales en las riberas del Nilo. Más aún: la literatura ha cobrado tanto peso en algunos escenarios fluviales que, a estas alturas, inconcebible nombrar, por ejemplo, el Misisipi sin hablar de Mark Twain, o el Drina sin mentar a Ivo Andric. Algunos escritores han despojado casi de su carácter de accidente geográfico a los ríos para transformarlos en leyenda literaria. Cuando llegué al río Congo, en 1998, en mi bolsa viajaba Corazón de Tinieblas, de Joseph Conrad (la traducción del título, más exacta que las que se suelen usar, se la debo a Mario Muchnik). No hubo mejor compañero de navegación que la inquietante novela del escritor anglopolaco, una narración en la que los recovecos insondables del alma humana se enredan con las lianas de la selva, sobre el paisaje de un río atroz en donde la civilización ha sido capaz de imponerse al primitivismo y la barbarie. Marlow, el narrador vagabundo álter ego de Conrad, describía así el escenario: "Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. No había ninguna alegría en la luz del sol. Sentí un peso intolerable, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas... Y hay en todo ello una fascinación, la fascinación de lo terrible". En ese paisaje abominable, un personaje antes civilizado, Kurtz, sufre la destrucción de sus principios y de su propia naturaleza de nombre inteligente. "¡El horror!", es su grito final, poco antes de morir. Y Marlow lo juzga así: "Su mente seguía siendo perfectamente lúcida, pero su alma estaba loca...".
Recuerdo mis días a bordo de Akongo-Mohela, el transbordador en el que remontaba las aguas del río entre Kinshasa y Kisangani, como una mezcla de pesadilla y fascinación, tal era el grado de peligro que los pasajeros corríamos, con partidas de soldados incontroladas en las selvas y el río, y tanta la belleza que nos rodeaba. En el río Congo percibí esa extraña e inexplicable comunión entre el horror y la belleza que ha fascinado a tantos escritores, entre ellos al propio Conrad, y que resume muy bien en sus Elegías del Duino el poeta Rilke: "Todo ángel es terrible". Nunca hubo un río tan literario como el Congo de Conrad. Navegar el Congo casi me cuesta perder la vida, a manos de un grupo de soldados drogados y borrachos. Pero no olvidaré nunca una naturaleza que hoy sigue tal cual la describía Marlow: "Remontar aquel río era como volver a los inicios de la Creación, cuando la vegetación estalló sobre la faz de la Tierra y los árboles se convirtieron en reyes".
Casi me mata también, a causa de una grave malaria, otro río hermoso y perverso: el Amazonas. Aquí la belleza se humilla ante la atrocidad: estremecen la miseria de los habitantes de sus orillas, el genocidio disfrazado de avance de civilización que sufren sus etnias indígenas, la codiciosa y pertinaz agresión sobre su naturaleza, la historia de una explotación que pesa sobre sus gentes desde los días en que comenzó a extenderse la recolección del caucho y la malignidad de un "hábitat" fecundo en la propagación de temibles enfermedades letales para el hombre. El Amazonas no es un río para disfrutar ni la Amazonía un marco apropiado para una literatura amable. La mejor novela que, en mi opinión, se ha escrito sobre el universo amazónico es, por el contrario, de signo trágico: La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Cuando yo recorrí el río recordaba, casi como si las llevara clavadas en la memoria, las palabras con que Arturo Cova, protagonista de la narración, comienza su relato: "Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia". Y es cierto que allí sientes la Violencia -con mayúscula- como si fuera la esencia singular de la vida amazónica. El Amazonas me dictó un libro cargado de melancolía y miedo que no pude titular de otra manera que El río de la desolación.
¡Qué distintos el Congo y el Amazonas a ese Yukón que corre entre Canadá y Alaska para desembocar en el mar de Bering! En el verano, el aire es limpio, los días luminosos y las noches frescas. Remar sobre sus aguas supone una inyección de entusiasmo, un chute de vitalidad. Pero ¡ojo con sus terribles inviernos! Jack London recorrió aquellas latitudes cuando era casi un chaval, un jovencísimo minero en busca de fortuna, a finales del siglo XIX. Años después, dedicó sus mejores narraciones a recrear el universo del Yukón de los días del Gold Rush, la carrera del oro. En una de ellas escribía: "La Naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud: el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo... Pero la más estremecedora y terrible de todas es la pasividad del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. El temor a la muerte, a Dios y al Universo se apodera de él; y también su esperanza en la resurrección y la vida". De nuevo la literatura... Y así, cuando recorres aquellos espacios de naturaleza virgen, puedes evocar el verbo vigoroso de London mezclando en tu corazón y en tus oídos el aullido del lobo con los ladridos eufóricos del perro Buck, o el sonido de los pasos de Malemute Kid en los bosques primigenios con el grito agudo del águila de cabeza blanca. Escuchas la llamada de lo salvaje en territorios en los que, todavía hoy, un hombre puede disfrutar de la soledad sin otra presencia humana que la suya en más de cien kilómetros a la redonda.
Hace unos años escribí en uno de mis libros: "Yo creo en el alma singular de los ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los ríos han estado, en un par de ocasiones, a punto de matarme y luego, con cierto desdén o algo de generosidad, me han perdonado la vida. Pero también me han enseñado mucho sobre los hombres y sobre mi mismo". Recorrerlos es una buena razón para escribir y, al tiempo, no es una mala manera de disfrutar de la vida mientras vamos a dar a ese mar de Jorge Manrique "que es el morir".
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REPORTAJE: EN PORTADA - Reportaje
Babelia, 02/01/2010;
Los ríos han sido siempre los amables compañeros de viaje de los hombres en esta tierra hostil y la literatura ha crecido en sus orillas como crecen, pongamos por caso, los huertos y los palmerales en las riberas del Nilo. Más aún: la literatura ha cobrado tanto peso en algunos escenarios fluviales que, a estas alturas, inconcebible nombrar, por ejemplo, el Misisipi sin hablar de Mark Twain, o el Drina sin mentar a Ivo Andric. Algunos escritores han despojado casi de su carácter de accidente geográfico a los ríos para transformarlos en leyenda literaria. Cuando llegué al río Congo, en 1998, en mi bolsa viajaba Corazón de Tinieblas, de Joseph Conrad (la traducción del título, más exacta que las que se suelen usar, se la debo a Mario Muchnik). No hubo mejor compañero de navegación que la inquietante novela del escritor anglopolaco, una narración en la que los recovecos insondables del alma humana se enredan con las lianas de la selva, sobre el paisaje de un río atroz en donde la civilización ha sido capaz de imponerse al primitivismo y la barbarie. Marlow, el narrador vagabundo álter ego de Conrad, describía así el escenario: "Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. No había ninguna alegría en la luz del sol. Sentí un peso intolerable, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas... Y hay en todo ello una fascinación, la fascinación de lo terrible". En ese paisaje abominable, un personaje antes civilizado, Kurtz, sufre la destrucción de sus principios y de su propia naturaleza de nombre inteligente. "¡El horror!", es su grito final, poco antes de morir. Y Marlow lo juzga así: "Su mente seguía siendo perfectamente lúcida, pero su alma estaba loca...".
Recuerdo mis días a bordo de Akongo-Mohela, el transbordador en el que remontaba las aguas del río entre Kinshasa y Kisangani, como una mezcla de pesadilla y fascinación, tal era el grado de peligro que los pasajeros corríamos, con partidas de soldados incontroladas en las selvas y el río, y tanta la belleza que nos rodeaba. En el río Congo percibí esa extraña e inexplicable comunión entre el horror y la belleza que ha fascinado a tantos escritores, entre ellos al propio Conrad, y que resume muy bien en sus Elegías del Duino el poeta Rilke: "Todo ángel es terrible". Nunca hubo un río tan literario como el Congo de Conrad. Navegar el Congo casi me cuesta perder la vida, a manos de un grupo de soldados drogados y borrachos. Pero no olvidaré nunca una naturaleza que hoy sigue tal cual la describía Marlow: "Remontar aquel río era como volver a los inicios de la Creación, cuando la vegetación estalló sobre la faz de la Tierra y los árboles se convirtieron en reyes".
Casi me mata también, a causa de una grave malaria, otro río hermoso y perverso: el Amazonas. Aquí la belleza se humilla ante la atrocidad: estremecen la miseria de los habitantes de sus orillas, el genocidio disfrazado de avance de civilización que sufren sus etnias indígenas, la codiciosa y pertinaz agresión sobre su naturaleza, la historia de una explotación que pesa sobre sus gentes desde los días en que comenzó a extenderse la recolección del caucho y la malignidad de un "hábitat" fecundo en la propagación de temibles enfermedades letales para el hombre. El Amazonas no es un río para disfrutar ni la Amazonía un marco apropiado para una literatura amable. La mejor novela que, en mi opinión, se ha escrito sobre el universo amazónico es, por el contrario, de signo trágico: La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Cuando yo recorrí el río recordaba, casi como si las llevara clavadas en la memoria, las palabras con que Arturo Cova, protagonista de la narración, comienza su relato: "Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia". Y es cierto que allí sientes la Violencia -con mayúscula- como si fuera la esencia singular de la vida amazónica. El Amazonas me dictó un libro cargado de melancolía y miedo que no pude titular de otra manera que El río de la desolación.
¡Qué distintos el Congo y el Amazonas a ese Yukón que corre entre Canadá y Alaska para desembocar en el mar de Bering! En el verano, el aire es limpio, los días luminosos y las noches frescas. Remar sobre sus aguas supone una inyección de entusiasmo, un chute de vitalidad. Pero ¡ojo con sus terribles inviernos! Jack London recorrió aquellas latitudes cuando era casi un chaval, un jovencísimo minero en busca de fortuna, a finales del siglo XIX. Años después, dedicó sus mejores narraciones a recrear el universo del Yukón de los días del Gold Rush, la carrera del oro. En una de ellas escribía: "La Naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud: el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo... Pero la más estremecedora y terrible de todas es la pasividad del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. El temor a la muerte, a Dios y al Universo se apodera de él; y también su esperanza en la resurrección y la vida". De nuevo la literatura... Y así, cuando recorres aquellos espacios de naturaleza virgen, puedes evocar el verbo vigoroso de London mezclando en tu corazón y en tus oídos el aullido del lobo con los ladridos eufóricos del perro Buck, o el sonido de los pasos de Malemute Kid en los bosques primigenios con el grito agudo del águila de cabeza blanca. Escuchas la llamada de lo salvaje en territorios en los que, todavía hoy, un hombre puede disfrutar de la soledad sin otra presencia humana que la suya en más de cien kilómetros a la redonda.
Hace unos años escribí en uno de mis libros: "Yo creo en el alma singular de los ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los ríos han estado, en un par de ocasiones, a punto de matarme y luego, con cierto desdén o algo de generosidad, me han perdonado la vida. Pero también me han enseñado mucho sobre los hombres y sobre mi mismo". Recorrerlos es una buena razón para escribir y, al tiempo, no es una mala manera de disfrutar de la vida mientras vamos a dar a ese mar de Jorge Manrique "que es el morir".
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REPORTAJE: EN PORTADA - Reportaje
La llamada del agua
Fascinan a escritores y lectores. Siempre han estado ahí: como metáfora, como telón de fondo, como personajes -Heráclito, Caronte, Twain, Conrad, Magris...-. Los ríos son un símbolo de lo inesperado y de la aventura. El viaje de Javier Reverte por el Yukón, El río de la luz, y nuevas ediciones de El corazón de las tinieblas demuestran su pulso literario.
LEILA GUERRIERO
Babelia, 02/01/2010;
Se dice rápido: la literatura y los ríos, los ríos en la literatura. Los ríos como metáfora, los ríos como telón de fondo, los ríos como personajes. No el mar, no los lagos, no los arroyos ni las montañas: no. Los ríos. La teoría postula que los ríos resultan fascinantes para los escritores y parece tener cierto sustento: desde Heráclito, que declamaba la imposibilidad de bañarse dos veces en el mismo ídem, hasta Claudio Magris, que enhebró la cultura mitteleuropea siguiendo el hilo del Danubio, pasando por Caronte y su barca, el Tigris y el Éufrates que envolvían al sedoso jardín del Edén, el Misisipi de Mark Twain y el Congo de Joseph Conrad, los ríos -trágicos, sagrados, caudalosos o tan mansos- siempre han estado ahí: como metáfora, como telón de fondo, como personajes.
La pregunta, claro, es por qué.
La Tierra tiene unos 525 millones de kilómetros cúbicos de agua. Sólo el 2,5% es agua dulce y, de ese 2,5%, sólo el 0,01% se encuentra en los ríos. Lo primero que podría decirse acerca de la fascinación que los ríos ejercen sobre los escritores es que es una fascinación comprensible: la misma que ejercen los diamantes sobre los buscadores de diamantes, el oro sobre los buscadores de oro: la fascinación que ejerce un elemento escaso.
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- Un río ofrece el movimiento, la ilusión del cambio -dice el cronista y escritor argentino Martín Caparrós, autor de la novela La historia y de los libros de no ficción La guerra moderna, El Interior y Una luna, entre otros-. En medio de la aparente quietud de los paisajes el río se agita, hace, lleva, trae. Y como, además, es un camino y una fuente de vida, sociedades florecen en sus orillas, se muestran, se desnudan.
- Los ríos corren en una sola dirección -dice Carlos María Domínguez, escritor argentino autor de la novela ribereña Tres muescas en mi carabina-. Todo lo arrastran, todo lo pulen y lo cambian. Si se arroja uno aguas abajo, es difícil, cuando no imposible, volver atrás. Los ríos tienen la cualidad irreversible del tiempo humano.
- Un río -dice el escritor mexicano Juan Villoro, autor de la novela El testigo y los libros de no ficción Safari accidental y Dios es redondo, entre otros- es un relato que fluye. Un lago es un relato detenido. Una montaña es un relato inaccesible.
- Cuando uno introduce un río en un libro, invariablemente introduce un elemento místico -dice el escritor americano Paul Theroux, autor de La costa de los mosquitos y Las columnas de Hércules, entre otros-. Los ríos son un símbolo de lo inesperado: uno tiene que entregarse al río, que lo llevará a sitios desconocidos. Los ríos representan, para un país, la primera posibilidad, la más temprana, de ser explorado. Se pudo viajar por el Nilo, el Amazonas, el Congo, mucho antes de que se pudiera viajar por tierra.
- La literatura de viajes no podría pensarse sin la presencia de los ríos -dice Jordi Carrión, escritor y crítico español, autor de los libros de viajes Australia y La piel de La Boca, entre otros-. Entre los mitos más poderosos del viaje de exploración se encuentra el de la fuente de los ríos. Llegar desde el fin hasta el principio, descubrir el lugar disperso, extraño, múltiple, donde nace, en esa estructura narrativa se fija gran parte de la literatura de viajes.
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Un río, cualquier río, tiene una energía potencial y una energía cinética. La energía potencial es la energía almacenada. La energía cinética es el resultado del sometimiento de la energía potencial a un trabajo de aceleración que saca a la masa de su equilibrio y la transforma en un desequilibrio productivo. La sacude, la desequilibra: quiere decir que la despierta. El río: la tentación de la metáfora.
- En el ranking de las metáforas gastadas -dice Caparrós-, el río ocupa un lugar privilegiado. Y los ríos son espacios tan opulentos que no necesitan ser metáfora de nada; con contarlos alcanza.
- La Ciudad de México -dice Juan Villoro- es una de las pocas grandes ciudades que destruyó el agua, el lago donde originalmente se asentaba. El agua es para nosotros lo que desapareció del paisaje y la mayor obra de nuestra narrativa es una parábola de la aridez: Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Pero describir un río no es describir el agua que corre, sino lo que lleva o delimita. El río está entre líneas, entre las orillas donde ocurre la vida.
- El río tiene el gran karma de la literatura: pusiste un río y sos esclavo del símbolo -dice Juan Forn, argentino, autor de Nadar de noche y La tierra elegida, entre otros-. El río como metáfora por excelencia es El Danubio, de Magris. El Danubio es un río tan largo y sobre una civilización tan expandida, que es como si el espíritu de esa civilización viajara por el agua.
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Se precisan 700 litros de agua para refinar un barril de petróleo, 148 para fabricar un automóvil, 200 para producir un litro de Coca-Cola, pero unas gotas de bautismo bastan para convertir a un impío en siervo fiel. Las aguas limpian, las aguas lavan, las aguas reconfortan: las aguas salvan del pasado. En La costa de los mosquitos, Paul Theroux cuenta la historia de una familia que viaja por un río, en Honduras, tras el ideal del Padre: vivir apartados de la sociedad de consumo. Pero, a medida que avanzan, el Padre se torna un sujeto demencial, y si al principio el río parece promisorio -"había mariposas azules danzando entre las ramas parecidas a los helechos que pendían sobre el río"- hacia el final deviene esto: "Los insectos flotaban muertos como si fueran hojas de té (...) una mancha brotaba burbujeando del lecho, dando a los bordes arcillosos del sendero una textura de mantequilla de cacahuetes (...)".
- La familia ve el río como a una cosa que los libera -dice Paul Theroux-. Pero cuando todo empieza a ir mal, cambia. Es imposible mover a una familia y describir su situación haciéndolos atravesar la jungla. El río es perfecto para moverlos juntos, desde un estado mental hasta otro.
Las aguas limpian, las aguas lavan, las aguas reconfortan. Pero, a veces, las aguas son lo que son: un medio extraño. Un peligro.
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El río Congo, de Peter Forbath; Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, de Alexander Humboldt; El descubrimiento de las fuentes del Nilo, de Richard Burton y J. H. Speke; La vorágine, de José Eustasio Rivera; El Nilo blanco, de Alan Moorehead; El río sin orillas, de Juan José Saer; Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga; El Don apacible, de Mijaíl Shólojov; El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Y Pavese y el Po, y Lorca y el Guadalquivir, y Machado y el Duero, y Pessoa y el Tajo, y el argentino Juanele Ortiz, nacido en 1896 en la provincia de Entre Ríos, Argentina, autor de toda una poesía hídrica en libros como El agua y la noche, Gualeguay, y de este poema llamado 'Fui al río': "Corría el río en mí con sus ramajes. / Era yo un río en el anochecer, / y suspiraban en mí los árboles, / y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. / ¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!".
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- Cuando Magris se sube al Danubio lo que hace es contar todo lo que ha florecido en sus márgenes, la tradición mitteleuropea -dice Martín Caparrós-. En cambio los ríos americanos son, en muchos casos, ríos sin orillas: donde lo que importa es todavía lo que sucede dentro de ellos, en su naturaleza: sus aguas, sus plantas, sus animales, ciertos pobladores leídos como parte del paisaje, no como agentes que lo modifican. Cuando el hombre occidental ocupa un territorio lo transforma y lo "civiliza"; cuando los aborígenes lo ocupan, se supone que lo conservan, le ahorran las transformaciones que los ecologistas tanto temen. Así que los relatos son radicalmente diferentes.
- Hay ríos de Europa en autores latinoamericanos, como el Sena en Cortázar. Lo notable es que son tratados a la europea -dice el argentino Juan Bautista Duizeide, escritor, piloto de buques y antólogo de Cuentos de navegantes, que compiló para Alfaguara Argentina-. Y hay ríos americanos en las literaturas europeas, pero suelen ser tratados a la americana. En El Danubio, de Magris, se acentúa lo que el hombre le ha hecho al río a lo largo de los siglos, las marcas de su trabajo, de la cultura. Por oposición, el cuento Una canoa baja por el Orinoco, del colombiano Manuel Mejía Vallejo, pone el acento en lo que ese río, ese clima, hacen con el hombre.
"(...) en este paisaje, inacabado y abandonado por Dios en un rapto de ira, los pájaros no cantan; gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean el uno contra el otro con sus garras como gigantes, de horizonte a horizonte, en el vapor de una creación que aquí no fue acabada", escribe en el prólogo de Conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fitzcarraldo), el director alemán Werner Herzog.
"Rugiendo, despeinada, La Loca se lanzaba sobre Medellín amenazante. (...
) '¿Qué pasó, qué pasó?'. '¡Se soltó La Loca!' -gritaron afuera. Y nos asomamos a la calle. Sonora, rugiente, furibunda, bajaba La Loca de la montaña dando tumbos, entre relámpagos y truenos, desmelenada. Se diría una culebra inmensa, inmensa, que hubiera perdido el juicio", escribe en Los días azules, la primera de las cinco novelas que forman el ciclo El río del tiempo, el colombiano Fernando Vallejo describiendo el riacho desbordado que pasa por el corazón de Medellín.
- Colombia es un país de grandes ríos -dice Vallejo-. El más importante, pero no el más grande, fue el Magdalena. El gran afluente de éste, el río Cauca, es el que más cuenta en mis novelas, pero no sé exactamente en cuáles pues las tengo muy olvidadas. En otro de mis libros, pero ya no me acuerdo en cuál, me he referido a los ríos de Grecia como arroyitos comparados con los de Colombia.
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Y la novela con río que es, a las novelas con río, lo que Moby Dick es a las novelas con mar. El opus magnus de las historias de agua dulce. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad: el viaje de un tal Marlow remontando el río Congo tras los pasos de un tal Kurtz, un comerciante de marfil cuyos métodos se han salido de cauce. "(...) un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa, como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades de su territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me fascinaba como una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro", cuenta Marlow, desde un barco amarrado en pleno Támesis, en las páginas del comienzo. "Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra, y los árboles se convirtieron en reyes (...) Y nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz". Y así, arrastrándose hacia Kurtz, Marlow remonta una corriente fantasmal, inhumana, y llega al sitio donde late el corazón de la tiniebla: el flujo bárbaro, envenenado de Occidente, que ha reptado hasta allí por las aguas de, precisamente, el río. El río.
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El cerebro humano es un 75% de agua. Los huesos, un 25%. La sangre, un 83%. "Somos agua", dicen las publicidades de agua mineral, y promueven su producto con un argumento razonable: procurarnos más de aquella materia de la que estamos hechos. Si polvo somos, si al polvo volvemos, la muerte es, en última instancia, una intensa deshidratación: ausencia del agua que nos mantiene vivos.
"Quien crea en mí, de su interior correrán ríos de agua viva", decía Juan, allá en la Biblia.
Y los conquistadores llegaban por mar al Nuevo Mundo. Pero eran ríos los que llevaban a El Dorado.
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Y libros escritos como una sucesión de perfectas y angustiosas y pequeñas olas cargadas de melancolía: "El Gran Ouse. Ouse. Ouse. Decidlo. Ouse. Lentamente. ¿Acaso puede decirse de otra manera? Es un sonido que exuda lentitud. Un sonido que sugiere esa cosa lenta, perezosa, indolente que designa. Un sonido que invoca un callado fluir, un ritmo mínimo; un movimiento frío impasible, sin emoción. Un sonido capaz de calmar incluso la caliente sangre que corre por vuestras venas", escribe Graham Swift en El país del agua.
Y libros que hablan de ríos como sujetos con voluntad, con claras intenciones: "Yo creo en el alma singular de los grandes ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los ríos han estado en un par de ocasiones a punto de matarme y luego, con cierto desdén, me han perdonado la vida", dice el escritor y periodista español Javier Reverte en el reciente El río de la luz (Plaza & Janés, 2009) en el que cuenta su travesía por el Yukón, en las antípodas de la que realizó en 2002 por el Amazonas, que lo doblegó y se llevó su fe en sí mismo y terminó plasmada en El río del desasosiego.
Y Mark Twain, que dejó su firma al pie del Misisipi, transformando en aguas de liberación esas que se internaban, con toda paradoja, en zona de la peor esclavitud americana. Y William Faulkner que, en Palmeras Salvajes, escribía así para contar el mismo río, y a la vez tan otro, a través de los ojos de un penado alto: "Era perfectamente inmóvil, perfectamente lisa. Parecía, no inocente, sino benévola. Parecía casi reservada. Parecía que se pudiera caminar encima (...) una extensión como de chocolate espumoso rizada lenta y pesadamente".
Y decía Guillaume Apollinaire: "Bajo el puente pasa el Sena / También pasan mis amores / ¿hace falta que me acuerde? / Tras el goce va la pena".
Y cantaba Manrique: "Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir".
Y escribía Marguerite Duras en El amante: "La pequeña del sombrero de fieltro aparece a la luz fangosa del río, sola en el puente del transbordador, acodada en la borda. El sombrero de hombre colorea de rosa toda la escena. Es el único color. Bajo el sol brumoso del río, el sol del calor, las orillas se difuminan, el río parece juntarse con el horizonte. El río fluye sordamente, no hace ningún ruido. Fuera del agua no hay viento (...) Y después los ladridos de los perros llegan de todas partes, de detrás de la niebla, de todos los pueblos".
Lo atravesaba un río.
Un río lo hacía inolvidable.
El corazón de las tinieblas, de Josep Conrad, ha sido editado este año por Mondadori (22,90 euros), Siruela (11,60) y Alianza (6,49). El Danubio, Claudio Magris (Anagrama, 8,65 euros). Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain (Alianza, 7,69 euros). La vorágine, José Eustasio Rivera (Alianza, 9,86 euros).
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