Publicado en EL PERIÓDICO, 23/01/10;
El agotamiento de un modelo o del funcionamiento de un sistema no surge de manera súbita. Salvo accidentes imprevistos, es siempre el resultado final esperado de una serie de inercias, carencias o desajustes que venían anunciando, desde hacía tiempo, el final inevitable de su eficacia, si es que en algún momento la tuvo. El sistema judicial español, tal como lo conocemos en el momento presente, comienza su andadura con el sistema constitucional. Nuestra primera Constitución de 1812 refleja las tendencias marcadas por la organización napoleónica del Estado.
A partir de este hecho histórico se suceden una serie de leyes que van diseñando el esquema de la organización judicial española. La ley de planta y demarcación de 1835, las leyes orgánicas y procesales del año 1870, las leyes de enjuiciamiento civil (1881) y enjuiciamiento criminal (1882) han perdurado hasta nuestros días, de forma directa o bien sufriendo muchos parches y retoques que han empeorado los textos.
No solo se ha perdido calidad técnica, sino que se ha ignorado, en toda su dimensión, la realidad sobre la que se quiere actuar. Un ejemplo significativo lo tenemos en la nueva ley de enjuiciamiento civil (7 de enero del 2000), único intento de romper con el pasado, que en mi opinión se queda en un texto elaborado por teóricos del derecho desconocedores de la dimensión vital y social de los conflictos que llegan a diario a los palacios de justicia.
La ley de enjuiciamiento criminal se resiste a ser desalojada del panorama legislativo. Todos los gobiernos, a partir de la democracia, anuncian como propuesta programática y electoral la redacción de otra ley procesal penal que siempre está en perpetua elaboración y contradicción. Reconozco que la tarea no es fácil, pero es inasumible que cada ministro de Justicia quiera redactar su texto y que lo que se ha elaborado por otros es rechazado de forma automática por los siguientes. Se reduce el debate a una confrontación entre escuelas, como si una ley de estas características fuera un producto de laboratorio, sin tener en cuenta que los instrumentos procesales solo tienen futuro si se adaptan a las necesidades del presente.
La ley de demarcación y planta de 1988 se inspira en criterios de reparto de la carga de conflictividad, pero ignora sorprendentemente que no se puede retocar el pasado sin tener en cuenta la organización territorial de la España constitucional. La ley orgánica del poder judicial (ley 19/2003, de 23 de diciembre) por fin comprende el problema y aborda una nueva estructura judicial más acorde con la realidad autonómica y cuasifederal del Estado. Su éxito dependerá de los avatares políticos y de la definitiva consolidación del sistema territorial surgido de la Constitución de 1978, circunstancia no fácil de conseguir. La decisión, que creo urgente, sobre el Estatut de Catalunya puede comenzar a despejar las incertidumbres e incógnitas que todavía subsisten.
Se ha intentado, inútilmente, conservar los viejos odres para una realidad fluida y cambiante a velocidades insospechadas. La presión los ha resquebrajado, produciendo disfunciones y parálisis que como una bola de nieve se nos ha venido encima. Tratamos de pararla con remedios de urgencia y peticiones de más medios materiales para los jueces que se encargan de hacer frente a una realidad que les desborda. Los males del pasado se difuminaban en el seno de una sociedad rústica, escasamente emprendedora y con una conflictividad reducida a unos cuantos estereotipos de convivencia o situaciones de crisis económicas cuyo impacto era localizado y localizable. No tenemos cultura de mediación y arbitraje, pero la constancia nos llevará a adquirirla.
Por si teníamos pocos problemas, la globalización de las relaciones personales y económicas ha agudizado las carencias del sistema. La quiebra de un banco de provincias, a principios del siglo XX, era un pequeño sarpullido frente a la pandemia mundial originada por el crash de Lehman Brothers y los que han venido detrás.
Modestamente, creo que los problemas nacen de la reticencia de los teóricos, y al parecer de los políticos, a seguir las pautas marcadas por la Constitución. El artículo 120 se pronuncia, de forma clara, a favor de la publicidad y oralidad. Empecinarse en mantener procedimientos escritos y con trámites dilatorios nos condena a la perpetuación de los males del presente. La jurisdicción laboral funciona perfectamente siguiendo estos principios. Bastaría con generalizar su modelo procesal, extendiéndolo a los pleitos civiles, causas penales y reclamaciones contencioso-administrativas.
Carecemos no solo de medios materiales, sino de instrumentos procesales que nos permitan prestar el servicio general a la sociedad y afrontar los conflictos en cadena de un tiempo de crisis mundial. No nos engañemos, la nueva oficina judicial no cambiará el sistema, se limitará a dotarlo de modernas tecnologías de tratamiento de textos y almacenamiento de datos, pero se mantendrán los males del pasado.
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