ENTREVISTA: EL LIBRO DE LA SEMANA Fernando Vallejo
"La vejez es el gran tema de la literatura"
PABLO ORDAZ,
Babelia El País, 10/04/2010
"Uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede", afirma el escritor colombiano, que volvió a su ciudad, Medellín, para escribir El don de la vida. Y allí, en el parque de Bolívar y en otros lugares, habla del "sentido del idioma", del dolor de los animales, de la vida y de la muerte."Desde la vejez se ve toda la vida humana"
Quiso escribir una novela sobre la muerte, sobre su muerte, "un tratadito sobre la vejez y sus miserias", y se sentó en un banco del parque de Bolívar, en el centro de la ciudad de Medellín, su ciudad, donde nació hace 67 años y por donde transitan sus 10 novelas, escritas todas en primera persona, todas alrededor de su vida y de la vida y la muerte de los suyos, de su hermano Silvio, que se pegó un tiro en la cabeza a los 25 años, o de su hermano Darío, con el que compartió sus primeros muchachos y al que vio morir en esta misma casa del barrio de Laureles. Tenía el propósito Fernando Vallejo de que El don de la vida se convirtiera en su última novela y que su epitafio literario fuese un libro lleno de dolor, de tristeza, de desastre, un libro sin insultos y sin malas palabras.
-Pero no lo logré. Uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede.
Y no lo logró, según confiesa, porque al sentar a su protagonista en una banca de ese "parque desdichado de mendigos, prostitutos, prostitutas, chantajistas, estafadores, lustradores de zapatos, vendedores de lotería, expendedores de droga y travestis", su literatura fue invadida por el idioma de la vida, por el habla de Medellín. "Que es un habla llena de grosería", dice Vallejo, "y yo no puedo falsear el lenguaje". Hay otro motivo, pero ese lo explicará el escritor al final de este paseo compartido por los escenarios de su última novela.
Fernando Vallejo aguarda al reportero en la casa familiar del barrio de Laureles de Medellín. Ya no vive aquí. Se fue a México hace más de treinta años y allí, en su apartamento de la calle de Ámsterdam, fue escribiendo sus 10 novelas, los ensayos, una gramática y las biografías de los poetas colombianos José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob. Incluso hubo una época en la que Vallejo apenas vino por Colombia. Un desencuentro sonado que duró una década. Cuando al fin regresó -de visita, nunca para quedarse-, lo que más le llamó la atención fue el estado de ruina en que se encontraba el español. "Yo he visto a mi idioma derrumbarse, volverse un adefesio incorrecto, feo, perverso, sin expresividad, sin gracia. Y no sólo aquí. Lo he visto derrumbarse en España, en Argentina, en México, en todas partes. He visto cómo se volvían incomprensibles las palabras más usuales de la vida. Tumbar una joya arquitectónica es una pérdida, pero la pérdida más grave es la del espíritu. Y Colombia acabó con el espíritu. Antes uno nacía en este país de gramáticos y le inculcaban el idioma y era parte de uno mismo y uno lo sentía como el aire que respira". Vallejo habla con una pena no fingida. Nunca ha ocultado que no tiene más que dos causas en su vida: "La defensa de los animales y el amor por la lengua española".
Después de un café en la casa de Laureles -escenario de El desbarrancadero-, Fernando Vallejo propone ir directamente al parque de Bolívar. Un viaje en taxi amarillo desde el barrio de la clase acomodada hasta el mismísimo corazón de Medellín, "donde palpitan todos los desastres de la ciudad". El parque, ya desde por la mañana, tiene el aspecto que recrea Vallejo en El don de la vida: muchachas y muchachos, casi niños, que se prostituyen, esnifan sacol o fuman basuco sin esconderse, ladrones que antes robaban gafas y relojes, y ahora merodean en busca de teléfonos celulares, bancos llenos de desocupados... "Y un puesto de policías bachilleres, que sirve para lo que sirven las tusas de las mazorcas y las tetas de los hombres". Hay otro Medellín. Una ciudad que quiere ser moderna y lucha por hacerse perdonar un pasado ligado al narcotráfico. Una ciudad empeñada en dotar de sanidad y educación a los más desfavorecidos, orgullosa de sus medios de transporte -el metro y el metrocable-, de sus bibliotecas y de sus espacios deportivos. Pero esa no es la ciudad que se convierte en literatura cuando la toca Vallejo.
-Yo estudié aquí, con los salesianos, que son peores que los jesuitas.
El escritor pasea ahora por el parque de Boston, frente al colegio salesiano El Sufragio. Llama a la puerta y pide permiso para volver a pasear por los largos corredores, esta tarde casi vacíos, del colegio. A nadie se le escapa -y menos en Medellín- que el último ensayo de Vallejo se titula La puta de Babilonia, y es un documentado ajuste de cuentas de Vallejo con la Iglesia católica por el que la gente lo para por la calle y lo felicita. Pese a todo, el director del colegio sale, lo saluda y le permite la entrada con una sonrisa. Unos muchachos entrenan a balonvolea. Junto a una estatua de María Auxiliadora, Vallejo el escritor y su amigo Argemiro Burgos recuerdan aquellos años: "El cuento de la pureza, de la castidad... Los ejercicios espirituales, las confesiones sacrílegas... Tenebroso, todo muy tenebroso".
No será la última vez que Vallejo se meta en la boca del lobo. A la mañana siguiente se deja fotografiar en el interior de algunas de las iglesias del centro de Medellín. Incluso arrodillado, a la luz de las velas, muy serio, como si estuviera rezando. Dice el escritor que la buena afluencia de fieles que registran a cualquier hora las iglesias no se debe necesariamente al fervor místico de sus conciudadanos. "Hay quien entra para descansar, para guarecerse del sol o incluso para conocer muchachos". Él mismo relata en El don de la vida que entra de vez en cuando en la catedral con propósitos muy distintos de los de la oración:
"¡Qué bella la catedral y qué reconfortantes sus canónigos! Entro a veces en las tardes a hurtadillas a oírlos cantando vísperas. Un canónigo desentonado tratando de entonar es de lo más hermoso. Hagan de cuenta un niño aprendiendo a hablar. Pero la voz no les da. Bajan cuando hay que subir, suben cuando hay que bajar, se empinan pero no pueden. Lo que está en Do mayor lo cantan en Do menor y nacieron negados para el modo dórico. Carecen de la más mínima vergüenza melódica. Me conmueven. Y esas barrigas satisfechas, en paz con todo y con todos... Son los pobres de espíritu del evangelio. Viven bien, comen bien, duermen bien. Cantan de pie un ratico y después se sientan y así, arrellanados en las poltronas del presbiterio, mientras siguen desentonando sus latines se rascan las pelotas. Alguno se desconecta de la realidad y dormita, ronca: 'Rrrrrr...'. Como una tuba. En cuanto a mí, huyendo del sol de afuera entro a mendigarles un mendrugo de su dicha en la penumbra de las altas bóvedas. A las obras de misericordia del catecismo les falta una: darle sombra al que quema el sol. Esta Basílica Metropolitana de Medellín (y lo digo no sólo para los forasteros, que no tienen por qué saberlo, sino ante todo para mis ignorantes paisanos) es la iglesia más grande de ladrillo cocido que hayan levantado manos ociosas, y en tamaño bruto la séptima del mundo. Dios no está ahí, pero sí su vacío".
Por la noche, Argemiro prepara un banquete en su casa de la avenida de La Playa. Vallejo cuenta que el protagonista de la novela tiene una libreta de los muertos en la que va sumando nombres. Nada más empezar su diálogo en el parque de Bolívar ya tiene "seiscientos cincuenta y siete contando abuelos, abuelas, tíos, tías, primos, primas, hermanos, hermanas, padres, madres
... Más amigos, enemigos y conocidos vistos al menos una vez, pero eso sí, en persona (no en televisión), a una distancia máxima de cuadra y media que es hasta donde me dan los ojos".
-También están en su libreta dos papas...
-Sí, esos asquerosos pasando tan cerca de mí.
Argemiro Burgos es uno de los viejos amigos de Fernando Vallejo que aceptó aparecer en El don de la vida con su nombre completo y su afición a los hombres jóvenes. "Ay Argemiro", lo reta Vallejo, "¿usted cuánto me va a tener que pagar por haberle dedicado las páginas que le dediqué? Ya sabe usted que al que quiere salir en la novela le cobro una cantidad, y al que no quiere salir, el doble. A usted, como quiso salir, sólo le cobraré la mitad". No todos quieren verse retratados. Cuenta Fernando Vallejo: "Ese señor que nos encontramos antes en la calle fue oficial de policía, pero él estaba aterrorizado de que yo lo fuese a poner con su nombre. Se muere del pánico". Argemiro menea la cabeza: "No podemos seguir ocultos como las ratas en las alcantarillas".
Pero sobre la mesa empiezan a llover casos sin nombre de hombres que aún contemplan con horror la posibilidad de que algún día se sepa que, a pesar de estar casados y tener hijos, sueñan con otros hombres. "Hay muchos", señala Argemiro, "que me confiesan en la intimidad que en su círculo profesional o familiar no se entendería su homosexualidad". Vallejo, que la hizo pública a los 17 años y que encontró el respeto de su familia, dice que no es cuestión de entender: "Es cuestión de respeto. Uno se pasa la vida sin entender casi nada. ¿Qué entiende uno de la vida? ¿Entiende la luz? ¿La gravedad? ¿Entiende uno cómo funciona el cerebro? ¿Entiende uno cómo funciona un iPod? ¿Cómo funciona un computador o un teléfono celular? Quién sabe. La gente aquí usa los celulares del mismo modo que mi perra se sube conmigo en el ascensor. Sube y baja, y sabe que sube y baja, eso es todo. Así el común de la humanidad. No entendemos nada. Así que no es cuestión de entender. Es cuestión de respeto".
Vallejo pasea por el centro de Medellín huyendo de las motos, renegando de los jóvenes que, cabalgando sobre ellas, surcan de forma temeraria una ciudad que desconocen. "Ya nadie sabe nada de Medellín", dice con desánimo, "nadie sabe los nombres de las estatuas, ni los nombres de las iglesias, ni los de las plazas. No hay referencias. La mayoría de los muchachos, todos esos que ves en las motos, no tienen pasado, no tienen memoria, pero tampoco tienen cultura ni futuro aquí. Colombia es ya uno de esos países que ha entrado en la categoría de mantenidos, como México, como El Salvador, como tantos de América. Colombia vive ya de las divisas de los tres o cuatro millones de colombianos que viven en el extranjero. De tal forma que lo que ahora Colombia está exportando es colombiano, nada más". El taxi regresa a la casa de Laureles. Su hermano Aníbal y su cuñada Nora -"los seres más bondadosos que haya producido Antioquia"- han preparado la comida. Hace unos años, a Aníbal le ocurrió algo mientras conducía que cambió en buena media el rumbo de la familia, también el de Fernando Vallejo, que se convirtió en un defensor a ultranza de los animales. Lo cuenta en su última novela.
"Iba Aníbal, mi hermano, en su jeep camino de la universidad donde enseñaba, en medio del carrerío mañanero, cuando llegando al Punto Cero (el puente desde donde cae la plomada que marca el centro de la ciudad) ve que los carros que van delante le sacan el cuerpo a algo, a una mancha roja: a un perro atropellado, moribundo, ensangrentado. Aníbal frenó en seco y se bajó del jeep mientras los otros carros maniobraban para obviarlo mentándole la madre. ¿Qué hacer? ¿Subir al perro al jeep? Desesperado empezó a hacer señas para que los de los otros carros pararan y lo ayudaran. Nadie paraba. Nadie ayudaba. Eran las siete de la mañana y todos iban apurados al trabajo. Aníbal se arrodilló en el pavimento y sus ojos se cruzaron con los del perro, que lo miraba suplicante. Como pudo lo levantó y lo subió al jeep, aullando el perro de dolor. En ese instante, siete de la mañana, hora de Colombia la Gran Puta, en medio de un carrerío, ensangrentado, la vida de mi hermano cambió: se había echado sobre sus hombros todo el dolor de la tierra. Hasta ese instante su vida había sido una: en adelante fue otra. Había descubierto el dolor de los animales. Buscando dónde le atendieran al perro (o más exactamente, dónde se lo ayudaban a morir pues ya no tenía salvación), fue a dar a la Sociedad Protectora de Animales de Medellín, un desastre, un infierno: el infierno que se echó a cuestas por el resto de sus días. Llevo años tratando de contar esa historia que empieza en el Punto Cero y que sigue en la Sociedad Protectora de Animales de Medellín y no he podido. Y no podré...".
Cuando, en 2003, Fernando Vallejo recibió el Premio Rómulo Gallegos, uno de los más prestigiosos de la literatura en español, por su novela El desbarrancadero decidió donar los 100.000 dólares a una protectora de animales de Venezuela. Y su crítica feroz a la Iglesia tomó un nuevo ángulo: "Las cuentas personales con la Iglesia las puedo perdonar. Que me hayan ensombrecido la infancia con el terror del infierno, con la represión sexual y con la amenaza del pecado mortal. Pero los atropellos a los animales, su complicidad con la crueldad hacia ellos, eso no lo perdonaré nunca".
Fernando Vallejo empezó a escribir a los 40 años. Su primer libro fue Logoi, una gramática del lenguaje literario. Desde entonces, no ha vuelto a leer literatura. "He mirado por encima los libros, los he abierto e inmediatamente he captado lo que son. Pero lo que yo iba a saber ya lo supe, no tengo interés en aprender más cosas, no tengo interés en ver más ciudades ni en ver más museos. Y lo que me tengan que contar los demás no me interesa. No me tienen que contar nada porque más tengo que contar yo de lo que se me ha quedado en el tintero. Yo no he podido ser capaz de contar la infinidad de cosas que tengo adentro, qué me va a importar lo que me vengan a contar los otros, que además están escribiendo muy mal. La mayoría de los escritores prescinden del ritmo y se nota. Yo puedo atropellar el idioma de forma consciente, con burla, a sabiendas, y puedo sacar chispas de donde no las había. El idioma es atropellable. Pero hay formas de atropellar. La diferencia entre unos escritores y otros es que unos atropellan el idioma porque no saben y otros porque quieren. Hay muchos escritores que no tienen el sentido del idioma. Hay sordos de nacimiento que quieren ser músicos y ciegos de nacimiento que quieren ser pintores. Y escritores que no tienen el sentido del idioma...".
Hacía años que el escritor colombiano quería escribir esta novela sobre la vejez y la muerte. Pero se le resistía. "Una novela en tercera persona es lo más fácil de hacer, el camino más trillado de la literatura, pero ese es el camino mentiroso y el que está agotado". Así que esperó. Sin leer libros, sin hacer nada que no fuese tocar el piano en su casa de México -es un pianista excelente- y viajar de vez en cuando a Medellín. "Uno escribe con la vida. Las novelas se van escribiendo con la cabeza. Luego se pasan rápido al papel. Pero eso quiere decir que antes han estado mucho tiempo en la cabeza".
Al final del paseo con Fernando Vallejo por Medellín, queda una explicación pendiente.
-¿Por qué El don de la vida no es la novela que quiso escribir?
-Yo creo que el gran género de la literatura es la novela. Y el gran tema de la literatura es la vejez, porque desde la vejez se ve toda la vida humana. Si una persona se muere joven, se truncó su historia, no vivió la verdad de lo que sigue. Y lo que sigue es terrible. Yo hubiera querido poder escribir esta novela no a los 67 años que tengo, sino haber empezado a escribirla a los 78 o a los 80. Pero el problema de esa edad, de la vejez, es que ya no quieres hacer nada, porque es parte de la vejez que ya no le importe a uno nada. La verdadera vejez es la que dice: para qué cuento yo esto, para qué tengo que estar contando esto si ya me voy a morir, si no me interesa llegarle a nadie... -
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