Vamos a hablar (bien) de los maestros/ Félix de Azúa, escritor
Publicado en EL PERIÓDICO, 25/10/09;
Desde que apareció en el cosmos ese mamífero llamado humano fue palmario que siempre actuaba deslumbrado por algún individuo al que consideraba superior, es decir, ejemplar. Al principio era el más sano, fuerte o astuto, aunque pronto esas cualidades admirables no bastaron y los humanos admiraron a los nacidos bajo la luna de enero, a los canijos herederos de un forzudo, o a quienes decían que por su boca hablaba una divinidad.
La historia de los Humanos Ejemplares es disparatada y muestra el desequilibrio mental de la especie, pero con el fin de la aristocracia el asunto se puso aún más feo. Para un campesino del año 1760, vidas ejemplares eran la del marqués, la del santo del pueblo y la de la señorita Adelina, hija del hacendado. La vida ejemplar estaba dirigida por el honor, el coraje, la bondad, el sacrificio del cuerpo por el bien del alma, o la belleza, que era un don divino. Para un ciudadano de 1860 esas virtudes provocaban la risa. Ahora el ciudadano ejemplar era nada menos que el más rico de la ciudad. Ni el santo, ni el héroe, ni el monje, ni el guerrero, ni el mártir, ni siquiera la virgen. Sólo el millonario. Admitirlo costó dos siglos.
Nosotros, que lo tenemos asumido y sabemos que humanos ejemplares son ahora futbolistas, modelos de lencería, o formidables divorciadas de futbolista o de otro divorciado, seguimos impertérritos manteniendo al Maestro como último refugio de la moralidad. En efecto, durante el siglo XIX hubo que buscar a toda prisa un modelo moral que sustituyera al santo, al mártir y a la virgen. No habiendo nada mejor, se fundó el modelo del Artista. Si era santo era un Maestro, si era mártir era un Maldito, y si era virgen allá ella. El maestro ha durado hasta nuestros días aunque está casi desaparecido. El maldito se mantiene gracias al rock, al punk y al rap. Vírgenes no hay, pero si una empresa de publicidad las pone en marcha tendrá un éxito loco. Una notable cantidad de jóvenes está esperando a que la virginidad gane prestigio para ahorrarse quebraderos de cabeza anímicos y físicos.
A la gente de mi edad aún le fue dado conocer el modelo moral del maestro. En mi caso, literario, una institución que había comenzado dos siglos atrás, cuando los devotos se acercaban a la casa de Goethe con el fin de verle en gorro de dormir. Todavía ahora se califica de «maestro» a algún que otro escritor, pero sabemos que es como hinchas en taberna, que se dan sonoros espaldarazos al grito de: «¡Maestrooo!».
Quienes hemos conocido aquella apacible sociedad que aprobaba la visita al maestro –un suceso que luego se contaba a los amigos, familiares, contertulios, viajeros de Renfe y colegas de oficina, hasta hartarlos–, recordamos lo dificilísimo que es hablar (bien) del maestro. Aún ahora, cuando se hojea un testimonio cegado de amor por un escritor portugués, una dramaturga libanesa, un autor de novelas de policías o un prohombre, no es raro deducir que aunque el enamorado ha querido poner las más bellas flores en el altar del ídolo, lo que ha conseguido es que le odiemos. A él por bobo y al maestro por tolerar semejante discípulo. Quien haya leído dos páginas (más es imposible) del libro de Suso de Toro sobre Zapatero comprende lo que digo.
Me asalta tan amarga reflexión tras la lectura de los Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev que escribió Maxim Gorki y acaba de editar Nortesur. Aunque ya casi nadie lee a Gorki, fue este un escritor tan admirado en su tiempo como pueda serlo hoy García Márquez, y de similar temple moral. El pobre Gorki adoraba a Tolstói y compartió con él muchos días del último tramo del maestro, cuando se retiró a su finca (Yásnaia Poliana) con el fin de practicar un humanismo cristiano-budista basado en la exaltación del labriego, el régimen vegetariano, la humildad, la misericordia, la sencillez y la solidaridad, todo un programa. Al parecer, se zurcía él mismo los apestosos calcetines. No fue la etapa más interesante del conde, ya que, entre otras cosas, abominaba de la literatura y del arte en general por considerarlos alejados del amor de Dios y pecaminosos, pero parece que en la finca no faltaba el recreo ya que no había día en que no brotara un adorador balbuciente ante el maestro. Es conocida la visita de Rilke, acompañado por Lou Andreas Salomé, y el horror del maestro que los espiaba por una mirilla del portón mientras bailaban sobre la nieve con pierna de jota en plan Isadora Duncan.
Se enfrenta Gorki al problema de cómo hablar del maestro. ¿Digo la verdad, o digo lo que conviene a su gloria eterna? Sin duda Gorki, un socialista rudimentario, eligió lo segundo. De manera que el conde Tolstói aparece como un majadero que no cesa de decir sandeces sobre el Campesino Ruso y la Mujer Rusa, se rodea de amigos idiotas porque admira su «simplicidad», y condena la literatura como cosa satánica. Y eso se lo dice a Gorki, que no dejó de escribir ni en el lecho de muerte. No merecía tanta admiración, el conde, o por lo menos una admiración cocida en olla tan grosera.
A la vista de estos recuerdos uno se pregunta si no será una bendición que ya nadie tenga maestros, que solo queden malditos (a quienes puedes saludar si tienes mil millones de euros), y que los y las vírgenes estén aún por estrenar.
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