Balance estratégico del 2009/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
Publicado en LA VANGUARDIA, 13/01/10;
Qué balance cabe extraer en el plano estratégico del año 2009 que acaba de finalizar? Heterogéneo, muy heterogéneo. Es verdad que no se han producido desastres importantes ni ha estallado ninguna nueva guerra… No obstante, las crisis y los conflictos existentes no parecen tampoco haber progresado hacia un tipo de acuerdo, de modo que las escasas esperanzas han sido barridas por la realidad.
El año, por otra parte, ha finalizado con el fracaso de la cumbre de Copenhague sobre la lucha contra el calentamiento del clima. La comunidad internacional (o lo que se presupone que es una comunidad internacional) ha sido incapaz de alcanzar un acuerdo para poner coto a un peligro que los expertos coinciden en señalar como el de mayor importancia a la hora de abordar el futuro de la humanidad. Cada cual ha ido por su lado considerando que correspondía a los demás hacer un esfuerzo o, en todo caso, hacer más que uno. Y así, mientras hay unanimidad entre los científicos, y las sociedades civiles y la ciudadanía se han movilizado por la cuestión, los gobiernos han fracasado. Ahí radica la prueba de la incapacidad de los gobiernos para actuar juntos en pos de un objetivo esencial aunque referido a un largo plazo.
Los mismos gobiernos, por cierto, habían alcanzado determinados acuerdos para mitigar las consecuencias de la crisis financiera del 2008 y el 2009, un objetivo a corto plazo que debía afrontarse con absoluta urgencia. Pero, ¿no cabe esperar precisamente de los gobiernos – en mayor medida que de las sociedades civiles-una actitud solícita tanto a largo como a corto plazo? No ha sido el caso y tal vez quepa achacarlo a un efecto perverso de la aceleración del tiempo… Habrá que confiar en una movilización intensa y enérgica de las opiniones públicas para obligar a los estados a actuar con mayor sentido de la responsabilidad.
El balance del primer año de Obama en la Casa Blanca ha sido, también, desigual.
Obama se había asignado la tarea preferente de mejorar las relaciones entre Estados Unidos y el mundo musulmán. Ha tenido éxito en términos de imagen y por contraste con Bush. Ha disminuido asimismo el temor a que EE. UU. se lance a una operación agresiva en nombre de la idea que se forma del bien y del mal. Sin embargo, el discurso de recepción del premio Nobel de la Paz en el que el presidente desempolvó la noción de guerra justa sorprendió desagradablemente. Por lo demás, no parece que los conflictos actuales empiecen a mostrar un principio de solución. Tras haber apelado valientemente al término de la colonización israelí, Obama cedió ante el Gobierno israelí, que persevera en ella. Una señal muy negativa, pues Netanyahu ha comprendido que bastaba con poner al mal tiempo buena cara para hacer ceder a Obama. Mediaba indudablemente un desacuerdo entre el protector estadounidense y el protegido israelí, pero el que cedió fue el protector.
En Afganistán, y por más premio Nobel de la Paz que sea, Obama ha decidido reforzar la presencia militar estadounidense con 30.000 soldados más, con un coste de treinta millardos de dólares al año. ¿Posibilitará tal refuerzo una victoria? Obama juzga con razón que Bush cometió un error en el 2002 aflojando la presión militar sobre Afganistán para desviarla sobre Iraq. Sucede, no obstante, que no es posible volver atrás y actuar como si desde entonces no hubiera pasado nada. La presencia militar (básicamente occidental) es objeto de un rechazo creciente. La mejora de la situación no obedecerá a un despliegue adicional de tropas. El reciente intento de atentado demuestra que Afganistán no es la única encrucijada del terrorismo. Obama, por el contrario, ha triunfado en la cuestión sobre la que se le ha criticado más. Muchos han presentado su política de mano tendida a Irán como un signo de debilidad, pues no ha obtenido nada a cambio; Ahmadineyad sigue siendo presidente de Irán y Teherán sigue mostrándose inflexible en el tema nuclear.
Sin embargo, más allá de las apariencias, cabe apreciar un movimiento de vaivén increíble. La oferta de Obama ha desestabilizado de tal forma al régimen iraní que este se ha visto obligado a amañar las elecciones para que Ahmadineyad siga siendo presidente. Su primera elección debió mucho al discurso marcial de Bush. Si la mano tendida de Obama no ha llevado a un moderado al poder, ha provocado al menos un terremoto político sobre el que cabe preguntarse si no desembocará en un derrocamiento del régimen, aunque conviene añadir que será más eficaz y de mayores consecuencias si proviene del interior y no de una intervención militar exterior.
Pero, aunque los mulás sigan en el poder y se muestren intransigentes sobre el programa nuclear, Obama habría ganado en un aspecto. Su política de diálogo con China y Rusia (sobre todo, con el abandono del programa relativo al escudo de misiles) propicia que Pekín y Moscú se muestren en adelante menos reticentes a la aplicación de posibles sanciones contra Irán. Su oposición obedecía no a una comprensión de las ambiciones nucleares de Teherán, sino a su voluntad de no dejar que Washington dictara la agenda diplomática. Abrigando en lo sucesivo la actitud de asociarse a su determinación, se hallan más dispuestos a colaborar con los occidentales sobre esta cuestión
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