25 oct 2011

La vida de un poeta es un milagro

Muertes de perro. El poeta / Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 15 y 22 de octubre de 2011
Le cortó el cuello un marroquí a las 6,20 de la mañana –como se hace con los corderos, pero sin mirar a La Meca–, cuando trataba de recuperar una bicicleta que le habían robado. Sucedió en Barcelona, a la puerta del número 12 de la calle Palma de Sant Just, a unos pasos de la plaza Sant Jaume, centro político de Catalunya y de la ciudad. Empezaba el último jueves de septiembre y se acababa un poeta de 33 años, tres libros y probablemente tres vidas. Es posible que haya tantos poetas en Catalunya que por eso no llame la atención, y en el mejor de los casos la gente dirá que al fin y al cabo es como el joyero anónimo asesinado, o la vieja pensionista tironeada, o al parado atracado; otra víctima del destino aciago de vivir en ciudades donde mucha gente se gana la vida a costa de la vida de los otros. Todos son iguales, es cierto, pero el poeta es un además.

Salvador Iborra había nacido en Valencia, escribía poesía en catalán, publicaba donde podía y escribía donde le dejaban. La vida de un poeta es un milagro, porque si hay algo que está fuera de toda convención en el mundo que sufrimos es la de ser poeta. Desarrolla una especie de doble vida, vista desde un ángulo más oscuro que cualquier perversión sexual, y es que sin estar ilegalizada, aparece como una contravención a las reglas más obvias de una economía de mercado. Siempre he tenido cierta reticencia hacia la poesía de Muñoz Rojas, no sólo porque me parece un poeta menor sino porque su categoría de hombre con gran fortuna, le convierte en una referencia. Como si le gente dijera, “fíjate, es rico y poeta”. Una paradoja que obliga a preguntarse si lo importante es lo primero o lo segundo.
¿Y qué decir de Wallace Stevens? ¡Cómo es posible ser directivo de una casa de seguros y al mismo tiempo poeta mágico, sensible hasta la minucia! Un agente de seguros tierno es como un boxeador con puños de cristal. Casi un oxímoron, que decimos los pedantes. Verdaderamente el mundo de los poetas es diferente al nuestro. Viven con nosotros pero emiten en otra onda. ¿De qué vive un poeta? Es la única profesión que jamás ha podido comer de lo que produce; nunca, ninguno. Podría ilustrarlo con dos casos hispanos muy dispares y jugosos en lo cotidiano, Juan Ramón y Alberti. ¿Cómo sobrevivieron sin hacer otra cosa que lo suyo? Juan Ramón, gracias a la paciente e industriosa Zenobia. Alberti, literalmente, del sablazo.
Han matado a un poeta y no sabemos nada. Ni de su vida ni de su muerte. Que estudió Filología Catalana, que buscaba trabajo como todos, que iba a entrar de interino de una escuela de Cerdanyola del Vallès, que había conseguido un par de premios, uno dotado por el Ayuntamiento de Arenys de Munt y otro en Badalona, gracias a los cuales logró publicar sin empeñar la dentadura. He buscado sus tres libros y me han asegurado que sólo quedan tres ejemplares; uno en Mataró, otro en Tarragona y el último en Alicante. ¿Qué habrán editado, cien ejemplares? ¿Doscientos? Probablemente lo reeditarán, porque los poetas tienen el fúnebre privilegio de que triunfan, algunos, cuando mueren; otra diferencia con el resto de los mortales.
Y de su muerte, qué sabemos. He caminado por la Palma de Sant Just, una de esas callejas del hoy llamado Barrio Gótico de Barcelona, hermosa, mucho; imagino que más de día que de noche. Empieza en una plaza recoleta, la de Sant Just, y se adentra en quiebra apenas dos manzanas y media, terminando en una pared. Sospecho que no lo es mismo pasearla que vivir en ella. El número 12, donde vivía y se desangró, no guarda recuerdo alguno, ni una pintada, ni una flor, nada. Volví una y otra vez, pensando que mi vista cansada ya no distingue los ecos de las voces. ¡Pero no hay alguien que plante ahí un grito tras el crimen! Pensaba en esas velas y flores que retrataron; los servicios municipales son implacables con los recuerdos y benévolos con la basura. Es sabido.
¿Y qué sucedió? Que estuvo con un amigo que venía en bicicleta, que la dejó a la puerta sobre la una de la mañana, que cuando salieron se la habían volado, que la estuvieron buscando sin éxito, y que ya de retirada volvió a su casa, pasadas las seis, y descubrió que la había robado su vecino, el del entresuelo primera, un marroquí instalado de extranjis, y la reclamó y entre el marroquí y su amigo debieron llamarse a andanas y por un quítame allá esa bicicleta, uno de ellos le abrió el cuello. Barcelona no es una ciudad para noctámbulos sin limusina
Y aquí llega la nota de color, el detalle posmoderno. Los dos delincuentes, con más antecedentes por robo con violencia que un sicario colombiano, a diferencia de Colombia y hasta de México, aparecen nominados para el óscar del anonimato. El muerto se llamaba Salvador Iborra, pero ellos, para preservar su honor y los honorarios de sus abogados, se llaman Saodi M. y Zakari X. M.. Al primero lo pillaron horas después, imagino que a partir de los testimonios de los vecinos que debieron de oír, a su pesar, los gritos y hasta el espanto de un hombre cuando le cortan la yugular y nada tiene ya arreglo. Al otro lo buscaron en Mollet del Vallès. Ni una foto, ni siquiera del poeta muerto, fuera de una en las páginas locales de El País de Cataluña, donde se le puede contemplar de perfil, fumando, en un escorzo que trasluce una cierta timidez arrogante.
Hay dos cosas en las que estamos a la cabeza del mundo; somos los mayores consumidores de cocaína del planeta y el único país donde los delincuentes tienen el derecho a ser anónimos. Recientemente el Tribunal Supremo ha librado de un buen puro a un diario gallego porque reprodujo el nombre y la foto de un maltratador, juzgado y condenado, que consideraba afectada su honra al aparecer nominado en el periódico. En Asturias un tipo le metió su buena docena de puñaladas a su mujer porque no estaba de acuerdo en ver el programa de televisión que él quería. Y sigue tan pancho, llamándose Manolo R. P. ¡Vaya anuncio que se ha perdido la cadena elegida! Imagínense un spot que dijera “por ver este programa un marido metió 12 cuchilladas a su esposa”.
Un poeta ha muerto en Barcelona por una bicicleta que ni siquiera era suya. Y mucha gente dirá que eso debe traducirse en que no debes meterte en líos, y que veas lo que veas, haz como que no te enteras. La Sicilia del pizzo. No te impresiones por nada, no hagas nada que pueda ser interpretado como un rechazo; compórtate como en la vida normal: si roban, es porque todo el mundo lo hace; si matan a un vecino, pregúntate qué habrá hecho.
Otra singularidad dentro de esta alucinante historia del poeta degollado es que sus amigos le recuerdan, lógico, y que pensaban hacerle un homenaje el próximo día 13, en un bar, pero como todos están muy afectados lo han retrasado hasta que se recuperen del trauma. No sé en qué sociedad vivimos, ni si tiene algún sentido escribir sobre estas cosas, pero a mí me parece que la muerte de un poeta, tanto más que la de tantos anónimos crímenes que ya no aparecen en los diarios, es un síntoma. Nos pueden ir matando a todos, que al final ocurrirá como en México, que el poder, el presidente, el alcalde, las autoridades oficiales, encontrarán una fórmula perfecta según la cual nosotros somos culpables, por estar donde nos mataron.
Ya oigo los claros clarines de quien se pregunta, ¿qué persona normal puede ir en bicicleta a altas horas de la madrugada? Bastaría con eso para pararnos un momento, sencillamente eso, y preguntarnos si las guerras en las que estamos metidos, las protestas, los indignados, las miserias de los parados, importan un carajo cuando es posible que se muera un poeta por recuperar una bicicleta que le han robado a su amigo y que caiga abandonado como un perro. Si eso es posible, lo demás es obvio. De lo poco que sé de Salvador Iborra me impresionó el título de su último libro. Els cossos oblidats. Premonitorio, porque tanto el castellano como el catalán admiten la audacia de traducir “los cuerpos” como si fueran “los cadáveres
La amarga historia de Patricia Heras empieza como esos guiones de Hollywood, donde los policías mienten, los ciudadanos miran para otro lado, los jueces bostezan, los carceleros corrompen y los presos esnifan hasta los polvos de talco. Mientras, la víctima inocente contempla más allá de la desolación y el espanto, que se está “comiendo un marrón” del que apenas sabe nada, salvo que acaba de entrar en el infierno. Y que gritar la inocencia en una cárcel es como leer la Biblia en un prostíbulo; gimnasia intelectual.
Pero en las películas de Hollywood que tratan historias como la que le ocurrió a Patricia Heras en Barcelona siempre aparece, ya bien avanzada la cinta, un personaje positivo. Un abogado, un juez despierto, una periodista sagaz, incluso un funcionario de prisiones digno que asume “un exceso de celo” –desde que Talleyrand instituyó el “jamás demasiado celo”, el exceso de celo es de una radicalidad revolucionaria– defendiendo al inocente y sacando poco a poco, secuencia a secuencia, la verdad de la historia. Es entonces cuando la víctima del “marrón”, humillada y ofendida, recupera la normalidad y los espectadores pueden volver a casa con la sensación de vivir en una sociedad difícil, pero donde no cabe el pesimismo. Siempre me impresionó que los contratos de los directores de Hollywood tuvieran una cláusula sobre los finales de sus películas. Los decidían los productores.
Eso es el cine y la historia de Patricia Heras es la vida. Aquí no aparece un Gregory Peck que salva a la víctima injustamente acusada, sino al contrario, esta es una historia sórdida, de seguro que muchas veces repetida pero que tiene una componente que la convierte en singular. La protagonista, con toda seguridad, era un ser excepcional, sensible, independiente, inteligente y culta. Quizá insegura, pero hasta eso sería un síntoma de talento. La gente segura es peligrosa porque se aferra a las certezas, y las certezas, o son mentira o caducan.
Yo no tenía ni idea de quién era Cindy Lauper, jamás la había escuchado. Ahora lo sé, a mi pesar, gracias a Patricia Heras. Era una viernes, a principios de febrero de 2006, y entre broma y chiste a Patricia se le ocurrió que le cortaran el pelo a lo Cindy Lauper, pero pasándose; una cabeza de mujer en dados, cuadraditos, entre el dos y cero, con blancas y negras como el tablero de ajedrez, y vestirse en revoltijo, que se decía antaño, con una malla bajo el sujetador, y a gusto y placer. Si hay algo que afirman quienes conocieron a Patricia Heras es que “el vestirse, su apariencia, era un modo con el que nutría de significado su estar en el mundo”.
Y se fue de fiesta con su amigo Alex, y comieron, bebieron, fumaron e hicieron todo aquello que les apetecía hasta la madrugada, que agarraron la bicicleta y se pegaron un toba en esas zonas de la Barcelona-Sur-Mer que uno debe evitar a ciertas horas y ciertas noches. Un incidente, nada importante; una brecha en la cabeza, el chico, y algunos magulladuras ella, eso sí, con mucha sangre, tanta como para llamar a una ambulancia, que llegó algo tarde, como suele suceder, y que les trasportó con un detalle añadido de buena crianza, permitiéndoles meter la bicicleta dentro. Es importante la bicicleta, al menos yo se la doy en esta historia, porque desaparecerá con menos rastro que la inocencia.
Tienen la mala fortuna de que les lleven al Hospital del Mar y ahí da comienzo la pesadilla. Allí coinciden con varios detenidos tras los incidentes del desalojo de una casa de okupas en Sant Pere més Baix, y con los urbanos indignados porque varios de los suyos están heridos. Uno de ellos quedará parapléjico. En la sala de espera del hospital acaban todos sumados. ¿Acaso una chica con esa pinta no pertenece a la misma cuadrilla de okupas? El relato que ella misma hará de la situación en la que se ve metida pertenece al género de la picaresca trascendental. Patricia esperaba que le hicieran una radiografía para comprobar si el golpe había dejado secuelas, y acaba esposada y sin bicicleta.
Lo que viene luego es muy vulgar, tanto como la brutalidad. “De repente aparece un tipo con un pasamontañas tapándose le cara y cámara en mano me empiezan a grabar, dura unos minutos en robarme el alma y cuando termina de filmarme me da por hablar. De nuevo les explico que todo es un error, que nosotros hemos tenido un accidente de bici”. Ya no hay bicicleta, ni noche de farra y alegría, ni accidente fortuito sino una culpabilidad por homicidio, imagino que en grado de tentativa. Ya es reo de la justicia, da lo mismo que lo expliques en castellano, catalán o arameo. Estás perdido. ¡Y con esa pinta! “Mi corte de pelo es el más famoso de la ciudad. Parece increíble pero me acusaron de homicidio por mi pelo”. Entonces lo único que se te ocurre es poder salir de ese fin de semana terrorífico y poder irte a casa a duchar, a mirar por la ventana y a pensar que la pesadilla ha terminado. Pero no es así, por mucho que expliques la bicicleta y el golpe y la ambulancia y la sala de espera del Hospital del Mar, estás perdido. “Ahora pienso lo bien que me hubiera venido ver alguna de esas películas sobre juicios y menos ciencia ficción, ya me lo decía mi madre”.
Patricia Heras entró en la cárcel acusada entre otras cosas de haber lanzado una valla metálica a un policía municipal, cosa que nadie, con sólo ver su aspecto y su figura, podría creer. Pero la bola siguió y su historia de la bicicleta debió de convertirse en un chiste carcelario. Entró en la prisión de Wad-Ras y escribió un dietario impresionante por su lucidez irónica. La convivencia en una cárcel de mujeres contada por una chica que sabe escribir: “No he perdido mi capacidad asombrosa de abstracción con lo cual no he perdido la sonrisa ni el buen humor, sólo perturbado por un increíble atasco intestinal”.
Le cayeron tres años. El Supremo los confirmó. “Lo más duro son las entrevistas con la Junta de Tratamiento –la que debe aprobar si pueden concederle el tercer grado–. Duele escuchar que si no reconozco mi delito no tengo voluntad de reinserción, ni arrepentimiento; hoy me ha dicho el psicólogo que eso es propio de psicópatas”. Cuando le permiten salir e ir a dormir a la cárcel, no hay unanimidad en la Junta. La jurista del grupo le dice textualmente “te perdonamos que seas de Madrid”, y ella escribe, alucinada, “creo que con eso ya me lo dijo todo”. El que pone más pegas es el psicólogo, “que encuentra lagunas en mi vida”.
Sé muy poco de Patricia Heras, que vino de Madrid a estudiar Filología en la Universidad de Barcelona, que se licenció, y la descripción que de ella hace una de sus profesoras: “Era de una sensibilidad y una lucidez que pocos más tenían dentro del aula. Además de persona extremadamente educada, había leído muchísimo y se había dedicado a reflexionar sobre las constantes humanas con refinamiento espiritual y rigor intelectual”. Lo había dicho ella misma a la juez de instrucción y al fiscal: “No soy okupa, no soy punki y no soy una desarraigada”. Pero se olvidó de añadir, “me visto y peino como me sale de los ovarios”. Mejor no haberlo dicho, la hubieran acusado de desacato.
Siguió así, saliendo y entrando de prisión, hasta que una tarde de martes, en ese momento que hay que ir preparando los bártulos para volver a la cárcel, abrió el balcón y se tiró. Fue el 26 de abril, el miércoles hará seis meses. Dejó versos, porque ya no quedaba otra cosa que dejar. “Mi reino está inerme y envenenado como todo mi ser… Me sé vencida”. La madre de uno de los procesados, Mariana Huidobro, escribió una carta a los responsables de su muerte, políticos y jueces, que llevarán sobre su conciencia, dice ella, este crimen impune. “Patricia era un ángel que necesitaba sus alas para volar y ustedes se las cortaron”. La conciencia de toda esa gente pesa menos aún que los artículos de periódico que nunca salieron para homenajear a una poeta muerta, con final de perro abandonado.

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