Publicado en ABC , 1 de abril de 2012
Incluso en los tiempos más oscuros tenemos derecho a esperar alguna iluminación y a que esa iluminación venga menos de teorías y conceptos que de la incierta, parpadeante y a menudo débil luz que algunos hombres y mujeres, en sus vidas y en sus obras, prenderán bajo casi todas las circunstancias y derramarán sobre el lapso de tiempo que estén en la Tierra». Hannah Arendt tomaba de Bertold Brecht la expresión tiempos oscuros para extenderla a todas las épocas de crisis en que la esfera de lo público se ensombrece y el mundo se vuelve tan turbio que la gente deja de preguntarse por la política salvo en lo que atañe a sus intereses vitales y su libertad
personal. Como hoy. Desde siempre, dice Arendt, la compasión ha sido parte inseparable de la historia de las revoluciones europeas. Mediante la compasión, el humanismo del siglo XVIII buscó la solidaridad con los infortunados y penetró en la idea revolucionaria de la fraternidad; pero ni la compasión ni la capacidad de compartir el sufrimiento son suficientes. Serían sentimientos solo para los tiempos oscuros y entre los marginados. En momentos de mejor visibilidad, las pulsiones solidarias se disuelven en la nada como fantasmas. Prefiere Arendt la compasión no racionalizada, natural y afectiva de los antiguos. Una compasión a flor de piel; como si fuera nuestro propio dolor, seguramente el miedo, lo único que nos moviera ante el sufrimiento de los demás.
No estaba Hannah Arendt lejos de Simone Weil cuando esta en 1942 (Formas del amor implícito a Dios) identificaba justicia y amor al prójimo y rastreaba esa asociación en los griegos. Hemos sido nosotros quienes, interesadamente, inventamos la distinción entre justicia y caridad para poder exonerar al que posee de su obligación de dar: «Sólo la absoluta identificación de justicia y amor hace posible, por una parte, la compasión y la gratitud; y, por otra, el respeto a la dignidad de la desdicha». Ya en 1939 Weil colocaba en el centro de la Ilíada y de un mundo no tan lejano la fuerza de los hombres, la fuerza que los somete y los convierte en cosas —cadáveres— y, aún peor, la fuerza que todavía no mata pero que matará: «Un hombre desarmado y desnudo sobre el cual se dirige un arma se convierte en cadáver antes de ser alcanzado». La fuerza y el miedo, la piedad o la compasión entrelazándose. Cara y cruz del mismo ser sufriente. Como cuando Príamo va al encuentro de Aquiles, autor de la muerte de su hijo Héctor, para suplicarle la entrega de su cadáver: «Respeta a los dioses, Aquiles, ten piedad de mí, recuerda a tu propio padre y que yo soy más digno aún de piedad. Me he atrevido a lo que nadie en la Tierra ha hecho antes: llevar a mis labios las manos del hombre que ha matado a mi hijo». Y ambos, Príamo y Aquiles, vencido y vencedor, lloran. Para Weil no es cierto que la fuerza sea cosa del pasado, y la Ilíada una reliquia arqueológica. La fuerza sigue en el centro de la historia y la Ilíada es «su más bello y más puro espejo». Su ensayo La Ilíada, o el Poema de la fuerza iba a publicarse en París cuando Francia cayó bajo la ocupación nazi. De nuevo la fuerza y el miedo; la razón primaria de la solidaridad.
Susan Sontag apela en Mirando al dolor de los otros a esa misma naturalidad de la compasión condicionada solo por nuestra incapacidad para ver el sufrimiento de los demás. No somos monstruos de insensibilidad; es que o no vemos lo suficiente o nos falta imaginación. Y recuerda las palabras sobre la Ilíada de Simone Weil y la carta de Virginia Woolf al abogado imaginario de Las tres guineas, al que muestra las fotos de cuerpos mutilados por las bombas en la Guerra Civil española. Para Woolf, la reacción de hombres y mujeres ante ese horror es esencialmente la misma. Pero no es igual el remedio. La guerra es cosa de hombres, capaces de lucir en ella los uniformes brillantes, el honor y la gloria; o de encontrarle alguna justificación. Las mujeres deben construir sus propias palabras contra el mal. Y para ello sería necesario abordar tres tareas, a cada una de las cuales Woolf contribuye con una guinea: mejores escuelas para las que llama todavía hijas de los hombres educados, acceso al mundo profesional y una sociedad que entienda que el discurso femenino orientado a los derechos de todos, a la cultura y a la libertad equivale al de los hombres, aunque el método y las soluciones difieran.
María Zambrano conoció a Simone Weil en Madrid, en plena Guerra Civil, cuando Simone venía del frente de Aragón. Y, al margen de los rastros tácitos que es posible hallar en su pensamiento, nos queda su testimonio directo en una carta al teólogo Agustín Andreu: «He estado al borde de preguntarte si has leído a Simone Weil y si la quieres. Yo la amo y Araceli estaba más cerca de ella que yo. Durante media hora estuvimos sentadas en un diván las dos en Madrid. Era muy delgada como lo había sido yo, y no lo era ya en ese grado. Pero era Ara quien se le emparejaba. Las dos eran de las que dan el salto, como Safo». Araceli Zambrano, la hermana de María, hizo de gozne para otra puerta abierta a la fraternidad: la de Elsa Morante, de la que este año celebramos el centenario de su nacimiento. Elsa tituló Aracoeli su última novela, en homenaje a la hermana de María Zambrano y a la belleza del nombre latino. La Aracoeli de Morante era también andaluza; vivió en Roma, donde Elsa y María coincidieron unos años y pudieron compartir su interés por los sueños, la frontera de lo racional. Elsa Morante escribió La Historia, una Ilíada de los barrios pobres de Roma entre 1941 y 1947 hecha con el dolor sin futuro de los sometidos, bajo la influencia de Simone Weil, que se veía a sí misma «invisible como una hoja muerta» cuando fue, al contrario, una luz cálida para muchos. Corazones pensantes llama Laura Boella a estas mujeres. Corazones impulsados por la piedad y un compromiso ético, cívico y político con los humillados. María Zambrano define la piedad como el «saber tratar con lo otro», una metonimia de la justicia, y reivindica su valor nuclear aun recordando que la piedad «vive de incógnito desde hace mucho tiempo»y ya no tiene que ver con una filosofía circunscrita a la racionalidad cartesiana. Pero sirve para la vida.
Luces para alumbrar nuestros tiempos provenientes de unas mujeres que, conectadas al menos dos a dos, entretejieron una red de palabras afiladas como labios, un extraordinario poema colectivo en torno al sufrimiento de los marginados. Aunque se suelen advertir sus coincidencias, no recuerdo haber leído que esa común mirada compasiva hacia el dolor de los otros tuviera que ver con su condición de mujeres comprometidas en busca de una voz propia, como proponía Virginia Woolf. Es fácil estar de acuerdo con Adrienne Rich cuando se rebela contra frases del estilo de «las mujeres siempre han…», porque ese «siempre»oculta lo que realmente necesitamos saber: cuándo, dónde y bajo qué condiciones la afirmación que sigue ha sido verdad. El siglo pasado, Auschwitz, el horror de las guerras hechas por hombres, dieron no un modelo abstracto de mujer más o menos sometida al discurso de ellos, sino un puñado de pensadoras admirables que, en cuanto mujeres, ubicaron la piedad y la compasión en el centro de la historia y tuvieron el privilegio de saber estar al lado de los vencidos. Necesitamos su luz más que nunca en este escenario otra vez sombrío, tantas víctimas a nuestro lado.
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