Publicado en El Mundo, 26 de julio de 2012
En los últimos días asisto decepcionado al debate suscitado en torno a la reforma de la ley de interrupción voluntaria del embarazo anunciada por el ministro de Justicia. En un extremo y otro fracaso al intentar encontrar argumentos sólidos que me permitan modelar mis siempre frágiles convicciones. De una parte, sectores conservadores se acogen a argumentos teológicos que habrían de ser válidos en el ámbito privado, pero que adolecen de legitimidad en el debate público. Por otra, aquellos que se autodefinan progresistas se acogen a juicios de intenciones, eslóganes manidos y al siempre socorrido lema empleado de que toda mujer tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo. El problema es que este argumento se torna inválido toda vez que el debate sobre el aborto se hace inteligible cuando asumimos que, evidentemente, la vida concebida no puede interpretarse como una mera extensión del cuerpo de la mujer. De lo contrario la interrupción del embarazo sería un ejercicio equivalente a ir a la peluquería y las pensiones de paternidad serían un contrasentido.
Cada vez que trato
de abordar cuestiones relativas al aborto con algunos conocidos -entre los que
no faltan juristas o profesionales de la medicina- no puedo evitar derivar la
conversación a cuestiones de carácter filosófico tales como: ¿dónde comienza la
vida digna de protección jurídica?, ¿cuál es el sentido en el que se emplea el
pronombre posesivo cada vez que una mujer habla de su propio cuerpo? o,
forzando todavía más el argumento, ¿en razón de qué criterios -absolutos o
adjetivos- podemos conceder que una vida debe ser un bien de protección
jurídica?
No es infrecuente
que cuando formulo estas cuestiones mis interlocutores me respondan que éstas y
otras preguntas no son más que sofismas abstractos de difícil solución pero que
la urgencia legislativa nos apremia a resolver pragmáticamente estos dilemas.
Dejemos la filosofía a un lado y resolvamos las cuestiones relativas al derecho
positivo, me aconsejan bienintencionadamente algunos. El problema es que la
disputa metafísica -sí, metafísica- se demuestra imprescindible siempre y
cuando queramos conocer el significado de aquellos conceptos que intervienen en
el debate y su estatuto de realidad. Vida, valor, cuerpo y salud son conceptos
de los que todos tenemos una definición aproximada pero que se demuestran
hueros cada vez que queremos resolver satisfactoriamente un debate como el que
aquí nos ocupa. Podemos resolver la cuestión, como en tantas ocasiones,
acogiéndonos al argumento de la urgencia lo que, las más de las veces, no sirve
sino para legitimar chapuzas jurídicas o, lo que es más grave, errores
conceptuales. Por eso, en este tiempo en el que las Humanidades se encuentran
amenazadas, creo conveniente recordar la pertinencia de aquel ejercicio
platónico que fundamentalmente consistía en poner en suspenso las creencias
arraigadas socialmente -y que tan habitualmente se disfrazan de certeza- y
esforzarnos en definir el significado de las palabras. Unas palabras que,
recordemos, no son más que el correlato material de los conceptos de los que
nos servimos y con los cuales, siendo optimistas, a veces pensamos. Sin este
ejercicio, tan simple, tan complejo, jamás llegaremos no ya a un acuerdo
político, sino tampoco a un mínimo entendimiento. Por todo ello, o asumimos el
reto e invertimos tiempo y esfuerzo en esta saludable tarea o todo debate
político se convertirá en un (mal) ejercicio retórico. Hacer filosofía nunca
fue otra cosa.
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