Brutal, como la
vida/ Gregorio Morán
La Vanguardia | 19 de enero de 2013
Cuando salí del cine después de ver Amor
de Michael Haneke me conjuré en la idea de que no escribiría ni una línea sobre
ese filme que me había hecho cómplice de una historia hermosa, sórdida, brutal.
Tanto, que no sabía muy bien si deseaba salir lo más rápido posible y no hablar
de ella, porque como espectador había pasado por momentos en los que deseaba un
respiro, una pausa sin publicidad, como un ruego al director Haneke: permítame.
caballero, un respiro porque lo estoy pasando muy mal, y tampoco puedo retirar
la mirada de la pantalla, que me tiene enganchado y sufriente.
En mi vida de cinéfilo penitente hay
muchas películas que trataré de no volver a ver nunca más. Me refiero a las
magníficas, a las que han dejado una señal imborrable en la memoria. La noche
del cazador, Campanadas a medianoche, Crónica familiar, incluso Nunca pasa
nada, o una olvidadísima de Jules Dassine que me dejó sin habla durante días,
El que debe morir, basada en el Cristo recrucificado de Kazantzakis, que
entonces yo no sabía ni quién era, y que contemplé transido en un cine de
Oviedo con menos espectadores que acomodadores.
Me hace gracia cuando los escritores
dicen eso de que somos hijos del cine. Mentira. Somos “productos” del cine, del
rey, el señorito, el dominante. Hay un paralelo entre “dónde se pone la
cámara”, ese dominio del talento, y cómo se construye una frase, esa antigualla
que aún mantiene la literatura. Nunca entendí por qué el cine no se incorpora a
las enseñanzas básicas; es tan importante como la caligrafía. Los gustos
cinéfilos nos definen tanto más que la letra de pendolista.
Intenté huir de Amor pero no pude. Desde
que salí del cine no pude quitármela de la cabeza. Esos dos octogenarios que se
enfrentan al final de su vida ordenada y burguesa, parisina por más señas,
inconfundible. Habitan en un piso señorial, con muchas puertas y muchas
habitaciones, conforme a la condición de profesora de piano, gran nivel, que es
ella, y posiblemente un marido dedicado al siempre lustroso ramo de la abogacía
o el alto funcionariado; ni está precisado ni es menester.
Una vida ordenada. Conciertos, buen gusto
en los cuadros, libros encuadernados y leídos, muebles con carácter;
equilibrio. La burguesía que consolidó la República Francesa –o por mejor
decir, todas las repúblicas– siempre fue discreta, una especie de Institución
Libre de Enseñanza; gente normal, culta, nada agresiva, consciente de que la
inteligencia concede placer, no poder. Son los otros, los virulentos, los que
exageran.
Dos viejos se encuentran en la tesitura
del dolor y la enfermedad. Todo era normal, burgués, controlable, y de pronto
se dispara. Aparece el fantasma del deterioro físico y mental, y un marido debe
afrontar la decadencia absoluta de una mujer, brillante pianista, que se va
convirtiendo en un guiñapo. Fíjense en el detalle. Le hace prometer que nunca
volverá a un hospital, que quiere morir en su casa, donde vivió siempre y que
además perteneció a la abuela, distrito elegante del París eterno. Los
hospitales siempre fueron el sueño obrero; un lugar donde te cuidan y hay luz y
comes todos los días sin necesidad de gritar. Los historiadores han denominado
a eso con unas palabras preciosas, casi metafóricas, “Estado de bienestar”.
Simplificadamente: ser tratado como persona y no como fuerza de trabajo.
No es fácil quitarse de la cabeza las
imágenes de Amor, ese hermoso título entre preciso y sarcástico del filme de
Haneke. El chispazo de la enfermedad que es como lo imprevisto en la historia.
Eso que mucha gente traduce en ¿por qué habría de pasarme a mí? La hija,
educada en la alta clase preocupada por el interés, simple y compuesto, del
piso que va a heredar. Dos actores, y algunos secundarios, incluido un español,
el portero digno, que en apenas dos frases ocupa un lugar estelar en este filme
durísimo.
Dos actores. Trintignant, Jean-Louis, 82
años, un veterano de la gran escena. Le recuerdo, imborrable, en Z de Costa
Gavras. De esos actores a los que les basta estar para interpretar. Son y
están, eso es todo; un privilegio. Y ella, Emmanuelle Riva, 86. La había
olvidado desde el Resnais de Hiroshima mon amour, cuando yo era adolescente y
ella una dama chapada a la antigua. ¡Un recital! Difícil, nada de “bel canto”.
El deterioro de una mujer abocada a la muerte y el de un marido cumplidor que
acepta asumir hasta el último acto, definitivo.
Amor y muerte, Freud escribió de esto
pero no tenía ni idea de lo que luego vendría, lo suyo era reflexión en frío.
Siempre me tentó escribir algo sobre el gran Freud el día que detectó que su
perro, el afecto animal hecho a su amo, le rechazó porque su aliento olía a
muerto, cáncer de laringe. Eso es el filme de Haneke, aceptar servir hasta el
último momento a la persona que amas, sin la que no te cabe en la cabeza poder
vivir sin compartir su música Schubert, siempre Schubert, esa obsesión de
Haneke sobre aquel compositor feo, borracho y sifilítico capaz de hacer la
música más inocente de su época, que ya aparecía en otro filme desapacible. La
pianista.
Porque en el fondo hay como un cambio de
civilización, donde la barbarie, edulcorada por la educación y los rituales
sociales, son lo moderno, y lo antiguo es un tipo que adora a su esposa y que
está dispuesto a servirla por una razón tan sencilla como la complicidad de
años de cultura, de sensibilidad, de placer, y que llega a ese punto de no
retorno en el que se encuentra solo. No hay amigos, ni familia –la familia es
la institución más tortuosa de la civilización ya sea oriental u occidental–,
ni recursos intelectuales para abordar algo tan obvio y añejo como el dolor.
¿Qué se hace cuando a la persona que amas la contemplas en su deterioro
absoluto y cruzas esa barrera humana, muy humana, de pensar si merece la pena
seguir viviendo para sufrir, o dejar de sufrir para seguir viviendo en tu memoria?
Cuenta Haneke, el director, que pensó el
filme para un actor como Jean-Louis Trintignant. Lo entiendo. Bastaría la
escena en la que una esposa postrada en su cama de muerte le pide que narre el
funeral de un amigo común al que acaba de asistir su marido. Puedo asegurar que
quedará como esos rituales cinematográficos imborrables, una cita obligada. Con
ese tono desdeñoso de los grandes contadores va desgranando cómo sucedió todo,
con el muerto de cuerpo presente, con un amigo imbécil evocando la vida del
difunto y una secretaria del finado que pone su toque de color, posmoderno,
instalando el Yesterday de los Beatles ante la mirada sarcástica de los
caballeros conocedores del finado y el desternille de los nietos. El
desmoronamiento de los valores que tanta gracia les hizo a los progresistas y
que al final fue su canto del cisne.
La parodia del funeral contada a una
anciana en estado terminal es como un testamento generacional. Lo nuestro se
acabó, y lo de estos pringados que nos siguen acabará como el rosario de la
aurora. ¡Atención, en el filme no aparece que yo recuerde ni un aparato de
televisión! La mansión parisina tiene de todo, pero ese instrumento no.
Pertenece a otra civilización, ni mejor ni peor, sino distinta. Exhiben los
libros que leen, el diario omnipresente – Le Monde, por supuesto– , la música
que escuchan, pero no tienen por qué inventarse esas cosas de que los seriales
televisivos son el gran cine de nuestro tiempo, ni que la cocina espectacular
constituye una base de nuestra más refinada cultura. Se alimentan de carne a la
plancha con lechuga.
Sencillamente son dos octogenarios que
deciden morir en casa, quizá porque el domicilio que venderá su hija en el
momento que la diñen es la representación, el símbolo, de una época ya
fenecida. Y que cuando el pianista guaperas improvise la Bagatella de
Beethoven, que él nunca entendió, y que reinterpreta con una untuosidad de
brillante gloria del mercado musical, los dos ancianos intercambiarán una
mirada explícita: sólo nos queda morirnos de recuerdos._
Año
2012
Duración
127 min.
País
Austria
Director
Michael Haneke
Guión
Michael Haneke
Música
Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven, Johann Sebastian Bach
Fotografía
Darius Khondji
Reparto
Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell,
Ramón Agirre, Rita Blanco, Alexandre Tharaud, Laurent Capelluto, Carole Franck,
Dinara Drukarova
Productora
Coproducción Francia-Alemania-Austria; Les Films du Losange / X-Filme Creative
Pool / Wega Film / France 3 cinéma / ARD degeto / Bayerischer Rundfunk /
Westdeutscher Rundfunk / Canal + / France télévisions
Valoración
10
Título:
Amour (Love)
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