Tras la noche, siempre amanece/
Gonzalo Santoja,
catedrático de la Universidad Complutense.
ABC |
19 de enero de 2013
«Los
españoles son apasionados por el correr de los toros», asentó el licenciado
Sebastián Covarrubias Horozco en su madrugador, prodigioso e imprescindible
Tesoro de la lengua castellana o española, cuya impresión príncipe data de 1611
(debe consultarse por la edición de Ignacio Arellano y Rafael Zafra, 2006),
preferencia corroborada, entre otros muchos, por el presbítero Andrés Sánchez
Espejo en la curiosa y avisadísima Relación ajustada en lo posible a la verdad
y repartida en dos discursos que escribió en 1637 con motivo de la visita de
«madama María de Borbón, princesa de Cariñán», donde textualmente afirma: «La
mayor demostración de regocijo que España hace es correr toros». Y ambos
testimonios adquieren mayor relieve sabiendo, como sabemos, que aquello de
corrertoros también implicaba romperse con ellos en lances «a pie y a caballo».
Siendo
tal la pasión, acreditada por propios y extraños, eso supone que numerosos
españoles sentirían la llamada del toreo, así en el XVII como en los siglos
siguientes (también en los anteriores) y por supuesto en las calendas de
hogaño, cuando nos encontramos con las escuelas taurinas desbordadas de
aspirantes. Unos lo conseguirían y lo consiguen, otros se quedarían y se quedan
con las ganas. Y algunos de estos, aunque ya entrados en años y hasta
impedidos, nunca se resignaron ni se resignan, porque yo mismo me honro con la
amistad de un personaje mucho más que maduro que aún se tira a las plazas,
todavía ilusionado con ganarse una oportunidad en Las Ventas.
Y ese
precisamente fue el intento de un tal don Joaquín de los Ríos, militar
venerable, capitán y gobernador del castillo de la Puebla de Guzmán, localidad
onubense de la comarca del Andévalo, invadida en el XVI por los portugueses y
en el XIX por las tropas napoleónicas, aunque de peripecia bastante menos
azacaneada en la época de nuestro héroe, ya entrado en años cuando se
desarrolla el incidente del que a continuación daré cuenta gracias a su puntual
reflejo en un expediente conservado en el Archivo General de Simancas, océano
de legajos por cuyas aguas taurinas (y no sólo taurinas) navego con el apoyo de
Mauricio Herrero y al amparo de don José M. Ruiz-Asencio, cabeza de la mejor
escuela de paleógrafos.
«Don
Joachín de los Ríos, governador del castillo de la Puebla de Guzmán, ha
ofrecido salir vn día disfrazado a torear», reza la nota de resolución dictada
en Madrid a 10 de octubre de 1781. Y es que, en efecto, aquel militar, miembro
de familia ilustre, se había dirigido muy poco antes (asombra la diligencia de
aquella administración) al rey Carlos III para hacerle saber «que auiendo
salido erido grauosamente en un conuate», pero ya restablecido y reincorporado
a la milicia «en carrera de honor», a todo trance quería «torear un día» aunque
fuera «disfrasado». Consciente de que pedía con temeridad, el militar aspirante
a torero esgrimía el propósito benemérito de «lograr muchos miles» de reales a
favor de «los pobres enfermos del hospital General», al parecer persuadido de
que el público abarrotaría las gradas y los balcones de la plaza de sus
anhelos, testigos tal vez de «la más alta ocasión que vieron los siglos
pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».
El
memorial de don Joachín se tramitó por los pasos debidos, sin empujones ni
demoras. «Vísteme despacio, que tengo prisa», como se supone que dijo Fernando
VII en cierta ocasión comprometida. Miguel de Múzquiz, secretario de Estado, se
lo endosó el 1 de octubre a Cristóbal de Zayas, gobernador de Madrid, y este
apenas tardó cuarenta y ocho horas en responder, plazo breve que le cundió
mucho, porque se informó a fondo: «Aunque no conozco a este sugeto», escribió,
«me consta que es de una familia muy ilustre», circunstancia a que se agrega
«su actual graduación» y la idea de salir a torear por caridad.
Ahora
mal, anotadas estas razones, Zayas desplegaba la muleta de los reparos:
primero, «tengo informes fidedignos de que [el toreador aspirante] se halla
algo impedido de los pies»; segundo, me comunican que asimismo se encuentra
«sin aquella fortaleza y agilidad que se requiere para el efecto de torear»; y
tercero, también «tengo noticia de que el citado don Joaquín de los Ríos piensa
sobre este particular con más satisfacción de lo que alcanzan sus fuerzas»,
manera antológica y exquisita de señalar que, en la disyuntiva cernudiana de la
realidad y el deseo, aquel capitán aguerrido, probado en el combate y de
expediente brillante, caía del lado de la sinrazón.
Don
Cristóbal de Zayas concluía por derecho: «Comprendo que no conviene exponerlo
al peligro ni al desayre del público», puesto que dicha exposición, sobre
temeraria, «puede redundar en desdoro de su graduación y distinguida calidad».
El gobernador se expresaba con cuidado y hasta con elegancia, dictando ejemplo
de castellano exacto y comedido, quintaesenciado en las formas pero contundente
en el juicio: «Por cuyas consideraciones me parece oportuno denegarle la
licencia que solicita». Apuntamientos razonados, oportunidad en la negativa.
Cumplido el mandato de Vuestra Excelencia, fórmula con ecos del Lazarillo
(«vuestra merced escribe se le escriba»), el expediente retornaba a la mesa del
secretario Múzquiz, de cuya cuenta corría «ponerlo en noticia de Su Magestad, a
fin de que se digne resolver lo que fuere de su real agrado», erigida la
voluntad del monarca en último clavo ardiente para el «quiero ser torero» de
don Joaquín.
Es
obvio: no toreó, privado por la edad y los quebrantos de verse protagonista de
«la mayor demostración de regocijo que España hace». Desde 1781 hasta hoy se
han sucedido infinidad de crisis políticas, económicas y morales, con no pocas
asonadas y feroces guerras inciviles. Alternativamente, la Fiesta se ha hundido
y ha resucitado. Así sucede ahora, así sucederá más adelante si la raíz popular
se mantiene. Por más oscura y larga que se haga, tras la noche siempre amanece.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario