¿Dónde está nuestro
Pierre Trudeau?/ Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático.
El País | 19 de enero de 2013
De todos los grandes estadistas del siglo XX, puede que sea
Pierre Elliott Trudeau el menos conocido fuera de su país. La razón para ello
estriba, a mi entender, en que Trudeau, al contrario que líderes más conspicuos
como De Gaulle o Churchill, no tuvo que gobernar en tiempos de guerra, y en que
sus principales logros los alcanzó como primer ministro del que acaso sea el
menos escandaloso de los grandes países, esto es, Canadá.
La complejidad cultural de Canadá es dato conocido. Hay,
desde su mismo origen —primero como colonia británica, luego como dominio, y
más tarde como Estado soberano—, una marcada dualidad entre su componente
francófono, concentrado principal, pero no exclusivamente, en la provincia de
Quebec, y el resto del país, de matriz anglosajona. Y si bien existen más hilos
en la urdimbre cultural del territorio —sus pobladores originarios, reunidos
bajo la fórmula de Primeras Naciones, y no pocos colectivos que inmigraron con
lenguas y tradiciones distintas de la inglesa y la francesa— ha sido la
dialéctica entre sus dos principales grupos lingüísticos lo que en mayor medida
ha marcado su evolución.
En 1968, a la llegada de Trudeau al poder, la querella
pertinaz entre Quebec y el Gobierno federal entraba en una fase de ruptura. La
mayoría francófona de la provincia vivía la revolución tranquila, proceso de
modernización desplegado en tres frentes: secularización de una sociedad hasta
entonces sometida a la rígida férula clerical, reformismo económico con
ampliación de derechos sociales, y afirmación nacional frente al poder
financiero de la provincia en manos de la minoría anglófona.
También el joven Trudeau había sido miembro de fratrías
nacionalistas en el Montreal de los años cuarenta. Su paso por Harvard —donde rotuló en la puerta de su dormitorio las
palabras “ciudadano del mundo”—, al que siguieron estudios en La Sorbona y la
London School of Economics, hizo que las escamas se le cayeran de los ojos
y lamentara el gregarismo de su primera juventud. A su regreso a Quebec,
cumplidos los 30 años, descubrió que su provincia se había convertido en “una
ciudadela de ortodoxia bajo una mentalidad de pueblo asediado. Para ser un
hombre libre en Quebec uno tenía que nadar contra la corriente de las ideas
dominantes y de las instituciones”. En ese momento, Trudeau, que siempre había
intuido estar capacitado para grandes empresas, se erigió en el principal
crítico de la intransigencia nacionalista y en el más decidido defensor del
federalismo en Canadá. Su llegada al poder en 1968, tras ser cooptado con
notable intuición por el gran primer ministro Lester B. Pearson para el Partido
Liberal, le dio la oportunidad de medirse contra el desafío que estaba
esperando.
A lo largo de sus 15
años como primer ministro (1968-1979 y 1980-1984), sus dos obsesiones fueron la
paz cultural de Canadá y la reforma constitucional. En cuanto a la primera,
su rechazo de todo nacionalismo, ideología que juzgaba inevitablemente
reaccionaria y etnicista, no le hacía insensible al razonable sentimiento de
agravio de la población francófona. A Trudeau le preocupaba la preservación de
la cultura y lengua francesa tanto como al más fogoso separatista, y nunca
ahorró críticas hacia el nacionalismo anglocanadiense. Una de sus primeras
medidas fue la aprobación de una Ley de Lenguas Oficiales que daba, en el nivel
federal, el mismo rango a inglés y francés, haciendo de Canadá un país
oficialmente bilingüe. Desde entonces, cualquier funcionario federal ha de
hablar las dos o aprender la que no domina. Un ministro debe esforzarse por
expresarse en los dos idiomas. Controvertido en su tiempo, y ciertamente costoso,
el bilingüismo de la Administración federal es hoy un acervo consolidado,
admirable por el esfuerzo que conlleva, del que los canadienses se sienten
orgullosos.
Sin duda fue la reforma constitucional, una aspiración que
parecía inalcanzable, su mayor legado. Por extraño que parezca, a principios de
los ochenta, la Constitución canadiense seguía siendo una ley británica que
solo podía reformarse por un acto formal del Parlamento de Westminster. Esta
extravagancia en modo alguno se debía a la voluntad del Gobierno británico,
sino a la incapacidad de las provincias canadienses para ponerse de acuerdo en
el mecanismo de enmienda del texto y de los cambios substantivos que su
repatriación —así se designó el proceso— comportaría.
Entonces, en 1980, vino el primer referéndum de
independencia en Quebec, durante el cual los vibrantes alegatos en contra de la
separación por parte de Trudeau —un quebequense, recuerden— resultaron
decisivos para salvaguardar la unidad del país. Trudeau prometió un cambio
constitucional si Quebec rechazaba la separación, como así sucedió. Salvado el
abismo, Trudeau aprovechó el impulso logrado por la victoria para forzar las
negociaciones, lograr el acuerdo, repatriar la Constitución e incluir en ella
una carta de derechos y libertades fundamentales que recogía los derechos
lingüísticos de las minorías.
¿Alguna lección? Muchas. Tras despertar de su ensueño
nacionalista, Trudeau no flaqueó en sus convicciones; no buscó asilo en
ambigüedades; no postuló quebequismos, como una suerte de nacionalismo de baja
intensidad aceptable por sus paisanos; su federalismo —doctrina que dominaba
desde un punto de vista teórico— no era una forma de disculparse frente al
nacionalismo quebequés; era una consecuencia de su patriotismo canadiense y de
un cabal conocimiento de su país. Para él, el federalismo era la respuesta
racional al derroche de emociones que exigía el independentismo. “Una de las
leyes del nacionalismo”, dice Trudeau en La nueva traición de los
intelectuales, magnífico ensayo reminiscente del célebre alegato de Julien
Benda en 1927 contra los nacionalismos europeos y lectura más que aprovechable
para los españoles de hoy, “es que consume más energías en combatir realidades
asentadas y difícilmente revocables, que en llegar a acuerdos justos y
sensatos”.
Por cierto que Trudeau no derrotó por completo a sus
adversarios. Para algunos, incluso contribuyó a la causa nacionalista, al
convertirse en su objeto fóbico por excelencia. Durante el referendo de 1995,
el primer ministro Jean Chrétien le pidió que se quedara callado. Y, a día de
hoy, la Asamblea Nacional de Quebec sigue sin firmar la Constitución
(técnicamente la unanimidad entre provincias no era necesaria para
repatriarla). Canadá sigue sin ser una sociedad bilingüe. Pero su Estado sí lo es,
y sin duda eso contribuye a que hoy muchos quebequenses lo sientan como propio.
Existen rescoldos, pero hay síntomas que permiten predecir que el fuego está
más cerca de apagarse que de reavivar. El país se reformó a sí mismo y se
salvó. En buena medida fue obra de Trudeau, quien también luchó con pasión por
cambiar la mentalidad del nacionalismo quebequés. Estaba convencido de que
Canadá era una realidad mucho más estimulante, aireada y plena que cualquiera
de sus componentes por separado. Ninguna legítima aspiración de Quebec era
imposible dentro del marco común, salvo, como es lógico, la ruptura del
vínculo. Pero atención: Trudeau no estaba tan preocupado por lograr un Estado
multinacional como por evitar que el Estado se identificara con una nación, del
mismo modo que debe estar separado de una Iglesia. Tal sería el auténtico
Estado liberal: no nacional, no confesional.
Los países siempre son distintos, sus respectivas historias
responden a lógicas particulares, y no se deben forzar analogías. Ello no obsta
para advertir que los conflictos territoriales y lingüísticos en Canadá tienen
zonas de contacto con la peripecia española. La jurisprudencia del Supremo
canadiense en torno a las condiciones que debe reunir un referéndum de
independencia es citada a menudo por juristas y políticos españoles. No estaría
mal que en la senda de los paralelismos apareciese pronto un Trudeau español;
alguien con su inteligencia y coraje moral, que nos haga encarar nuestros
fantasmas para espantarlos de una vez; alguien capaz de reformar esa mentalidad
de pueblo asediado que impera en nuestras nacionalidades históricas, al mismo
tiempo que emprenda la reforma del Estado para darles mejor acomodo; alguien,
en suma, que nos explique a todos los españoles cómo el nuestro podría ser ese
país estimulante, aireado y pleno en el que todos tendrían cabida y que España
bien merecería ser, mejor y más rico que cualquiera de sus partes por separado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario