El
día del amor/Antonio Montero Moreno, Arzobispo emérito de Mérida-Badajoz.
Publicado en ABC
| 28 de marzo de 2013
Pasma
y conmueve la urdimbre de acontecimientos que se entretejen en la Santa Cena
Pascual del primer Jueves Santo, con el patético epílogo de Getsemaní. Lo
pondera el propio Jesús por boca de los evangelistas, Juan (15,20) y Lucas
(14,15). El primero, en estos términos: «Jesús, llegada la hora de pasar de
este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo». E inicia la narración de la Cena con el Lavatorio de los
pies. Lucas, por su parte, recoge esta confidencia de Jesús: «Con ansiedad he
deseado comer esta Pascua con vosotros»; y comienza su relato con la
Institución de la Eucaristía.
Sentados
los doce a la mesa, en un cuadro que inmortalizaría el pincel de Leonardo da
Vinci, discurrió el serial de escenas que bien pueden llamarse Cláusulas del
Testamento de Jesús; y que sólo cabe enunciarlas aquí. A saber: el mencionado
Lavatorio de los pies, que el propio Jesús les resumió en dos palabras: «No he
venido a ser servido sino a servir» (sólo Él sabía, como nosotros ahora, que un
Papa del siglo XXI, Francisco de nombre, encarnaría ese adagio con otro
similar: El poder es servicio).
Mensaje
fundamental de la Cena es a todas luces El Mandamiento del amor: «Amaos los
unos a los otros, como Yo os he amado; como el Padre me ama a mí y como Yo lo
amo a Él». Junto a éste, con mayor extensión y pareja profundidad, el Discurso
de despedida y la Oración sacerdotal. Todo un código de santidad y de amor, que
llena tres capítulos de San Juan, entre las páginas más hermosas de la Biblia.
Y, por último –es un decir–, la Institución de la Eucaristía, el Pan y el Vino
consagrados, de su Cuerpo y de su Sangre para el perdón de los pecados; el
Sacerdocio de la Nueva Alianza, alma de la Iglesia, y garante de su presencia
salvífica en la Historia, de generación en generación.
Mientras
Jesús pronunciaba estos sublimes oráculos, su espíritu estaba alerta por la
inminencia de Getsemaní; y, llegada la hora del «poder de las tinieblas», cortó
en seco el coloquio del cenáculo y salieron todos, cruzando el torrente del
Cedrón, hacia el Monte de los Olivos, donde se acomodaron como pudieron los
once apóstoles bajo los árboles. En tanto que Jesús, a un tiro de piedra se
retiraba a orar, con el alma desgarrada y el cuerpo sudoroso de sangre. «Mi
alma está triste hasta la muerte». (¡Balada triste de trompeta!). Padre,aparta
de mí este cáliz; más no se haga mi voluntad sino la tuya. Los pobres apóstoles
roncaban entretanto como benditos.
En
esto asomaban ya por la tapia del huerto las antorchas y el estruendo de los
forajidos, arrastrados por el Iscariote que, cómo sabemos, saludaría a Jesús
con un beso blasfemo. Pero, por imperativos del guión, suspendo aquí mi relato
porque allí finalizaba el primer día del Triduo Pascual, cediendo el paso al
Viernes Santo con el Pretorio, el Vía crucis y el Calvario.
En
la antigüedad cristiana, el Jueves Santo fue el día penitencial de los
catecúmenos, víspera de su bautismo en la noche de Resurrección. Digamos, sin
complicados procesos históricos, que en la tradición del Triduo Pascual hasta
nuestro tiempo, el Jueves Santo ha sido fecha inaplazable para cumplir dos
mandamientos de la Iglesia: confesar por lo menos una vez dentro del año, con
preferencia por Cuaresma y comulgar por Pascua florida.
Ahora
bien, en esa tradición postridentina y barroca, que ha llegado increscendo
hasta nosotros, ha cobrado venturosamente una fuerza singular el culto
eucarístico en el Jueves Pascual, con horas santas, turnos de adoración
silenciosa y, sobre todo, los llamados monumentos, sagrarios especiales que
guardan las Especies consagradas en la misa del Jueves Santo, para comulgar con
ellas el Viernes, que no hay misa propiamente dicha.
El
recorrido de los monumentos por múltiples iglesias, embellecidos con flores y
candeleros, la tarde-noche del Jueves y la mañana del Viernes Santos, es una de
las devociones más hermosas de la piedad popular en España. Millares de
visitantes, arrodillados y en silencio, adoran piadosamente al Santísimo
Sacramento.
Llama
poderosamente la atención que, con parigual fervor y solemnidad, celebre la
Iglesia otra gran fiesta eucarística, la del Corpus Christi, en un jueves
(ahora domingo) posterior a Pascua y Pentecostés. Con la procesión del Corpus,
Dios en la calle, y la Custodia embellecida al máximo con oro, plata y
pedrerías, acreditan los fieles a su manera su inmenso amor a Cristo
Eucaristía. Al tiempo que inmensas multitudes se apiñan en las aceras en
actitud reverencial. Este sagrado cortejo ha calado tan hondo en nuestra
cultura que resiste, veremos hasta cuándo, todos los embates del secularismo y
laicismo rampante.
Si
indagamos la motivación profunda, el común denominador y el hilo conductor de
todo lo hasta aquí dicho, vemos un eco fiel de las palabras de Jesús a
Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, para que
el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. ( Jn, 3,16)». Y, para
colmo, al alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre, nos lleva a una profunda
identificación con Él. —Pero, Señor, ¿no es esto, con perdón, una barbaridad de
amor? Respuesta: —No es que Dios tenga amor, es que Dios es el Amor, como nos
ha redescubierto prodigiosamente Benedicto XVI en la Encíclica que lleva ese
nombre.
Allí
aprendemos la hermosura y la belleza del amor que anida en el corazón de los
seres humanos: amor de padres a hijos y de estos a sus padres y, el más
completo, el de los esposos, en amor exclusivo de cuerpo y de alma, generador
de la prole y con ella de la sociedad y de la Historia. Y, también en lo
humano, el que entendemos como amistad entre dos o más personas, que se sienten
gozosamente compenetradas entre sí, y busca cada cual el bien de los demás.
Hoy
es Jueves Santo, modelo supremo del amor de Dios en Cristo y de la respuesta
cristiana y evangélica que estamos llamados a darles, amándolos con todo el
corazón, con toda la mente y todo nuestro ser. Esto nos viene de Moisés, como
también el segundo, de amar al prójimo como a nosotros mismos. Pero el Decálogo
del Sinaí está asumido y superado por el Sermón de la Montaña y el
Padrenuestro: amar a vuestros enemigos, poner la otra mejilla al de la
bofetada, perdonar setenta veces siete. No cabe amar a Dios sin amar a los
hermanos ni sin pedirles perdón antes de presentar la ofrenda en el altar.
Repasemos las Obras de Misericordia y las parábolas del Hijo Pródigo, del Buen
Samaritano y de la Oveja perdida. De nuevo el Papa Francisco: Dios no se cansa
de perdonar.
Por
algo nuestra Conferencia Episcopal, secundada por Cáritas Española, acordó
desde su origen la celebración de sendas jornadas en las dos fiestas
eucarísticas: El día de la Caridad en el Corpus Christi y el del Amor Fraterno
el Jueves Santo. Con sendos acentos: en el primero realizar una colecta en
todas las parroquias a favor de los menesterosos de toda índole. Mientras que
hoy, Jueves Santo, sin renunciar a ella, se insiste en la confraternidad con
todos, sin acentuar diferencias de ningún género, desterrando odios congénitos
y laborando por la paz social. Bien que lo necesitamos en esta culpable y
abrumadora crisis cuya superación solo depende de nuestra conversión a la
fraternidad.
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