Uno de los momentos más impresionantes de hoy -viernes
Santo-, fue sin duda, el inicio del servicio religioso de la Pasión del Señor,
la liturgia de la Palabra, la adoración de la cruz y el rito de la comunión.
Miles de
personas participaron, además de los millones que la siguieron por TV cuando el
papa jesuita, vistiendo casulla roja -símbolo de la sangre de Cristo y del
martirio,- se postró en el piso en oración silenciosa por algunos momentos
delante del altar.
A
continuación el predicador de la Casa Pontificia, el padre. Raniero
Cantalamessa, O.F.M., realizó la homilía, la cual fue seguida con mucha
atención por el santo padre.
¿Qué
significa Postrarse?
Es una
posición corporal, entiendo que “inclinar el rostro hasta tierra”.
Hay
varias lecturas en la Biblia del significado.
La celebración se lleva a cabo con algunos pequeños cambios de la liturgia: «Señalo, como momento de particular atención incluso desde el punto de vista visual –dijo el portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi–, el inicio, que es justamente con las postración, la oración silenciosa del Papa postrado ante el altar: un momento muy característico del Viernes Santo. Después, también durante la lectura del “Passio”, el Papa y todos se arrodillan en el momento de la muerte de Jesús».
La celebración se lleva a cabo con algunos pequeños cambios de la liturgia: «Señalo, como momento de particular atención incluso desde el punto de vista visual –dijo el portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi–, el inicio, que es justamente con las postración, la oración silenciosa del Papa postrado ante el altar: un momento muy característico del Viernes Santo. Después, también durante la lectura del “Passio”, el Papa y todos se arrodillan en el momento de la muerte de Jesús».
El texto
completo de la predicación:
Todos han
pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados
gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo
Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia
sangre... De esa manera, Dios ha querido mostrar su justicia: en el tiempo
presente, siendo justo y justificando a los que creen en Jesús. (Rom 3, 23-26).
Hemos
llegado al culmen del Año de la fe y a su momento resolutivo. ¡Esta es la fe
que salva, "la fe que vence al mundo" (1 Jn 5,5)! La fe – apropiación
por la cual hacemos nuestra, la salvación obrada por medio de Cristo, y nos
revestimos con el manto de su justicia.
Por una
parte está la mano extendida de Dios que ofrece al hombre su gracia; por la
otra, la mano del hombre que se extiende para acogerla mediante la fe. La
"nueva y eterna alianza" está sellada con un apretón de mano entre
Dios y el hombre.
Tenemos
la posibilidad de tomar, en este día, la decisión más importante de la vida,
aquella que nos abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer en que
"Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra
justificación" (Rom 4, 25)!
En
una homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunciaba estas palabras
excepcionalmente modernas y existenciales: "Para cada hombre, el principio
de la vida es aquel, a partir del cual Cristo ha sido inmolado por él.
Pero
Cristo es inmolado por el en el momento en el cual reconoce la gracia y se hace
consciente de la vida que le ha sido procurada por aquella" (Homilía
pascual del año 387, en SCh 36, p. 59 s.).
¡Qué
extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y ante la
presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si lo queremos, el principio
de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, convertido al cristianismo en
edad adulta, repensando en su vida pasada, decía: "Antes de conocerte, yo
no existía".
Aquello
que se requiere es solamente que no nos escondamos como Adán después de la
culpa, que reconozcamos tener necesidad de ser justificados; que no nos
auto-justifiquemos.
El
publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: "Oh
Dios, ten piedad de mí, pecador". Y Jesús dice que aquel hombre regresó a
casa "justificado", es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura
nueva; creo que cantando alegremente en su corazón (Lc 18,14).
¿Qué
había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto en la verdad ante Dios, y
es lo único que Dios necesita para actuar.
Como
quien, en la escalada de una pared alpina, habiendo superado un paso peligroso,
se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que
se ha abierto ante él, así hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo
5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación
mediante la fe:
“Justificados,
entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos
afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más
aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la
tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud
probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha
sido dado”. (Rom 5, 1-15).
Son
efectuadas hoy, desde los satélites artificiales, fotografías a rayos
infrarrojos de enteras regiones de la tierra y del entero planeta. ¡Cómo
aparece diferente el panorama visto desde lo alto, a la luz de aquellos rayos,
en comparación con aquello que vemos con la luz natural y estando dentro!
Recuerdo
una de las primeras fotos satelitales difundidas en el mundo; reproducía la
entera península del Sinaí. Muy diferentes eran los colores, más evidentes los
relieves y las depresiones. Es un símbolo. También la vida humana, vista a los
rayos infrarrojos de la fe, desde las alturas del Calvario, es diferente de lo
que se ve “a simple vista”.
Todo
– dijo el sabio del Antiguo Testamento – sucede igual, del justo hasta el
impío... “Yo he visto algo más bajo el sol: en lugar del derecho, la maldad y
en lugar de la justicia, la iniquidad”. (Ecl 3, 16, 9, 2). Y en efecto, en
todos los tiempos se ha visto la iniquidad triunfante y a la inocencia
humillada.
Pero
para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, he aquí, nota
Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la inocencia sobre el trono y
la iniquidad sobre el patíbulo. ¿Pero qué concluía Qoelet? Entonces me dije a
mí mismo: Dios juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para
cada cosa y para cada acción”. (Ecl 3, 17). Encontró el punto de vista que
nuevamente pone el alma en paz.
Aquello
que el Qoelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este
juicio ya se ha dado: "Ahora dice Jesús – caminando hacia su pasión–, ha
llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este
mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí "(Jn 12, 31-32).
En
Cristo muerto y resucitado, el mundo alcanzó su meta final. El progreso de la
humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrir ante sí
nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos.
Y
también, se puede decir que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en
Cristo, subido a la derecha del Padre, la humanidad ha alcanzado a su meta
final. Ya comenzaron los cielos nuevos y la tierra nueva.
A
pesar de todas las miserias, las injusticias y las monstruosidades existentes
sobre la tierra, en él ya se inauguró el orden definitivo del mundo. Lo que
vemos con nuestros ojos puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte
realmente están vencidos para siempre.
Sus
fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del mundo. El mal
ha sido radicalmente vencido por la redención por él obrada. El mundo nuevo ya
ha comenzado.
Una
cosa sobretodo aparece diversa, vista con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo
entró en la muerte como se entra en una prisión oscura; pero salió de ella por
la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve
a la vida para morir de nuevo.
Abrió
una brecha hacia la vida que nadie podrá cerrar jamás, y por la cual todos
pueden seguirlo. La muerte no es más un muro contra el que se estrella toda
esperanza humana; se ha convertido en un puente hacia la eternidad. Un
"puente de los suspiros", tal vez porque a nadie le gusta morir, pero
un puente, ya no más un abismo que todo lo traga.
"El
amor es fuerte como la muerte", dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡En
Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En
su "Historia eclesiástica del pueblo inglés", Beda el Venerable narra
cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los
misioneros venidos de Roma llegaron a Northumberland, el rey del lugar convocó
al consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, difundir
el nuevo mensaje.
Algunos
de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. Era invierno y afuera
había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada y cálida. En cierto
momento, un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato
por la sala, y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.
Entonces
se levantó uno de los presentes y dijo: “Oh rey, nuestra vida en este mundo es
como ese pájaro. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de
la luz y del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la
oscuridad, sin saber a dónde vamos.
Si
estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras vidas,
debemos escucharlos”.
La
fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secularizado
por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una
respuesta segura que dar a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.
La
cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para unos es un
escándalo y una locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios
(cf. 1 Cor 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, ésta une a todos las
hombres, creyentes y no creyentes.
“Jesús
tenía que morir [...] no solo por una nación, sino que también para reunir a
todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.). Los nuevos
cielos y la tierra nueva pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque
Cristo murió por todos.
La
urgencia que nace de todo aquello es evangelizar: "El amor de Cristo nos
impulsa, al pensar que uno murió por todos" (2 Cor 5,14). ¡Nos impulsa a
la evangelización!
Anunciamos
al mundo la buena nueva de que "ya no hay condenación para aquellos que
viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me
libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8, 1-2).
Hay
una narración del judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y
adquiere un significado nuevo, casi profético, escuchado el Viernes Santo. Se
titula "Un mensaje imperial". Habla de un rey que, en su lecho de
muerte, llama junto a sí a un súbdito y le susurra un mensaje al oído.
Es
tan importante aquel mensaje que se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego
despide con un gesto al mensajero que se pone en camino. Pero oigamos
directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono onírico
y casi de pesadilla típico de este escritor:
"Extendiendo
primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como
ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si
ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus
esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio
interno, de las cuales no saldrá nunca. Y aunque lo lograra, no significaría
nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo
consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y
después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente
atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría suceder--,
todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se
amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a
través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te
sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la
noche".
Desde
su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo
el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Todavía
hay muchos hombres que están de pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo,
con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado
traspasó el costado de Cristo en la cruz "para que se cumpliese la
Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37).
En
el Apocalipsis añade: "He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le
verá, aún aquellos que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra
harán lamentación" (Ap 1,7).
Esta
profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de
la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la
evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real
venida del Señor que les trae la salvación.
Lo
suyo no será un grito de desesperación, sino de arrepentimiento y de consuelo.
Es este el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el
costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías 12, 10: "Y derramaré
sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia
y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron".
La
evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de
Cristo, de aquel costado abierto, de aquella sangre y de aquella agua. El amor
de Cristo, como aquel trinitario, del que es la manifestación histórica, es
"diffusivum sui", tiende a expandirse y alcanzar a todas las
criaturas "especialmente a las más necesitadas de su misericordia".
La
evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios
para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza la alegría de sentir fluir
la vida desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar sus miembros más
alejados.
Tenemos
que hacer todo lo posible para que la Iglesia no se convierta nunca en aquel
castillo complicado y atestado descrito por Kafka, y para que el mensaje pueda
salir de ella libre y feliz como cuando inició su recorrido.
Sabemos
cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros
divisorios, empezando por aquellos que separan a las varias iglesias cristianas
entre ellas, el exceso de burocracia, las partes de ceremoniales, leyes y
controversias pasadas, convertidas en escombros.
En
el Apocalipsis, Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3,20). A veces,
como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que llama desde
dentro para salir.
Salir
hacia las "periferias existenciales del pecado, del sufrimiento, de la
injusticia, de la ignorancia y de la indiferencia religiosa, y de cada forma de
miseria".
Sucede
como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, y para adaptarse a
las exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas, de
cuartos y cuartitos.
Llega
un momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no
responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un obstáculo, y entonces
se hace necesario tener el valor de derribarlas y reportar el edificio a la
simplicidad y linealidad de sus orígenes.
Esta
fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo
de San Damián: "Ve, Francisco, y repara mi Iglesia".
"¿Y
quién es capaz de cumplir semejante tarea?", se preguntaba aterrorizado el
Apóstol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo "el perfume de
Cristo", y he aquí su respuesta que vale también hoy: "no porque
podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra
capacidad viene de Dios.
Él
nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no
reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu
da vida”. (2 Cor 2, 16; 3, 5-6).
Que
el Espíritu Santo, en este momento en cual se abre para la Iglesia un tiempo
nuevo, pleno de esperanza, despierte en los hombres que están en la ventana la
espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacerlo llegar a ellos,
también al precio de la vida.
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