El Papa Francisco presidió la mañana de este jueves 28 de marzo, en la
Basílica de San Pedro su primera Misa Crismal de Jueves Santo.
Ante unos 1600 sacerdotes
presentes,que renuevan sus promesas
sacerdotales, les pidió renovar el espíritu de santidad con el que fueron
ungidos el día de su ordenación y compartir la “unción” que recibieron con
todos los que están a su cargo, especialmente con los que “no tienen nada de
nada”.
A
continuación el texto completo de la homilía del Santo Padre:
Queridos
hermanos y hermanas
Celebro
con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con
afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como
yo, el día de la ordenación.
Las
lecturas, también el Salmo, nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de
Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción
que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es
para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos...
Una
imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es
como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de
Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se
derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos
sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega
hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.
La
vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es
el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que
adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis
sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex
28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce
tribus de Israel (cf. Ex 28,21).
Esto
significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se
le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos
con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en
el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de
nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.
De
la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino
presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y
consolado, pasamos ahora a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la
cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza
«las periferias».
El
Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para
los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos,
no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos
en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.
Al
buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una
prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le
nota: por ejemplo, cuando sale de la Misa con cara de haber recibido una buena
noticia.
Nuestra
gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio
que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón
hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las
periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que
quieren saquear su fe.
Nos
lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana,
con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente
que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a
confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que
tengo este problema...». «Bendígame, padre», y «rece por mí» son la señal de
que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica,
súplica del Pueblo de Dios.
Cuando
estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de
nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero
señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda
petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales
–pero lo son sólo en apariencia– el deseo de nuestra gente de ser ungidos con
el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos.
Intuir
y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando
tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente
que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido
sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza
oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía
derrames de sangre.
Los
mismos discípulos –futuros sacerdotes– todavía no son capaces de ver, no
comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad de la
multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en
cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.
Así
hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora:
en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que
desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en
autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al
Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra
vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a
hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en
la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a
dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El
sacerdote que sale poco de sí, que unge poco –no digo «nada» porque, gracias a
Dios, la gente nos roba la unción– se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso
que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale
de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en
gestor.
Todos
conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y
puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed
pastores con «olor a oveja», que eso se note–; en vez de ser pastores en medio
al propio rebaño, y pescadores de hombres.
Es
verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y
se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos
meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la
realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra
claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la
unción –y no la función– y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el
nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.
Queridos
fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que
sean siempre Pastores según el corazón de Dios.
Queridos
sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que
hemos sido ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la
unción llegue a todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo
fiel más lo espera y valora.
Que
nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos
con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de
nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el
Ungido.
Amén.
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