- Irak, 10 años/José Luis Rodríguez Zapatero es ex presidente del Gobierno.
El
Mundo | 18 de abril de 2013
Hace
10 años que se produjo la invasión de Irak y hoy precisamente nueve desde que
tomé mi primera decisión como presidente del Gobierno: ordenar la retirada de
las tropas españolas de aquel país. No siempre se arranca una tarea de Gobierno
con una decisión de tanto calado. Exigía determinación y, seguro que para
algunos, una cierta osadía. El lector recordará que la intervención militar en
Irak había dominado el debate político durante los años 2002, 2003 y 2004 tanto
en España como en la política internacional. Aquella acción, liderada por
Estados Unidos con el presidente Bush, rompió Europa y el Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas, dividió a los partidos en España y fue una cuestión central
en el debate previo a las elecciones de 2004.
Pocas
dudas hay a estas alturas de que la invasión de Irak no tuvo que ver con la
razón invocada, la posesión de las famosas armas de destrucción masiva por
parte del régimen de Sadam Husein. Sencillamente, porque no las tenía. Pocas
dudas caben a estas alturas, asimismo, de que aquella intervención no respetó
la frágil legalidad internacional contenida en la Carta de Naciones Unidas, que
en su capítulo VII contempla los supuestos que legitiman el uso de la fuerza. Y
pocas dudas caben también sobre lo indeseable del régimen de Sadam Husein; tan
pocas como las grandes dificultades que 10 años después existen para un Irak
estable donde queda la huella terrible de decenas de miles de víctimas mortales
producidas a raíz del derrocamiento del dictador y el posterior proceso de
estabilización.
Cuando
el presidente Bush preparaba la ofensiva política militar contra Irak,
realmente buscaba una respuesta de gran alcance a los terribles atentados del
11-S en Estados Unidos. Afganistán, en manos de los talibán, era un claro
colaborador del terrorismo islamista internacional y, por ello, Naciones Unidas
avaló la intervención en aquel país, pero Afganistán no parecía suficiente.
La
guerra contra el terror tenía que ofrecer más resultados, destruir regímenes no
democráticos que pudieran aparecer como sospechosos, como presuntos
colaboradores de un terrorismo salvaje, que por el efecto del principio
acción-reacción nos podía llevar a un choque de civilizaciones, entre el Islam
y el Occidente, dos grandes culturas tan cercanas y entrelazadas y a veces tan
distantes entre sí.
Puedo
entender los sentimientos de un país, o de una parte de un país, y los de su
presidente ante el vil asesinato de miles de compatriotas inocentes, con miles
de vidas y familias destrozadas. Comprendo bien esos sentimientos porque nada
resulta más duro en la tarea de Gobierno que no poder impedir el efecto
devastador de las bombas y las pistolas. Personalmente, siempre he creído que
no hay política en el terrorismo, pero sí puede haber política en la lucha
contra el terrorismo, la que aconseja, de un lado, contención en las
situaciones dramáticas y, de otro, asumir riesgos, el riesgo político de uno
mismo en primer lugar, para explorar vías que puedan conducir a acabar con la
violencia si se dan las condiciones para ello.
La
democracia es ante todo un gran protocolo sobre los límites del poder y de la
fuerza de la autoridad legítima. Y es, ante la tarea de la paz, cuando el
respeto a las reglas y a los procedimientos adquiere, sobre todo, ese
significado tan especial indesligable del fondo de las decisiones.
Cuando
acompañado de María Teresa Fernández de la Vega, como vicepresidenta, y de José
Bono, como ministro de Defensa, comparecí en la Sala de Tapices del Complejo de
la Moncloa, aquel ya lejano para muchos 18 de abril de 2004, para anunciar a
los españoles que retiraba las tropas de Irak, pensaba ante todo que aquella
acción pudiera contribuir a fortalecer la democracia.
Porque
fortalecer la legalidad internacional es fortalecer la democracia. Porque
cumplir con los ciudadanos, y mi compromiso con ellos era ineludible, es
fortalecer la democracia.
La
decisión de retirar las tropas fue un acto de voluntad plenamente autónomo y
por tanto libre. No había excusas. Luego, en la tarea de gobierno, me iba a
tener que enfrentar, como les ha ocurrido y ocurre a todos los gobernantes en
no pocos momentos, especialmente en mi última etapa, con decisiones muy
condicionadas por factores que se escapan a tu control y de las que, no
obstante, y como no puede ser de otro modo en democracia, debes responder
también.
El
riesgo en el cumplimiento del compromiso sobre Irak era la posible reacción del
presidente Bush, su más que probable enfado. Que se produjo, un enfado en toda
regla. Bush solía hablar claro. El 20 de abril de 2004 cuando hablé
telefónicamente con él, me lo hizo saber. La frase textual fue: «Me siento muy
decepcionado». Después de encajar esta frase pronunciada antes incluso del
saludo protocolario, le dije que él presidía una gran nación, la Nación con la
democracia más antigua del planeta y que tenía que entender que mi decisión era
fruto del compromiso adquirido con los ciudadanos de mi país. Creo que no le
convencí, que no fue muy receptivo a este argumento, y que, aún siendo
previsible, me inquietó el resultado de la conversación.
Lo
cierto fue, sin embargo, que si bien mis relaciones con el presidente
norteamericano iban a ser frías, nunca observé ni por acción ni por omisión
ninguna postura de pasar factura, no ya, por supuesto, a España, tampoco a mi
Gobierno. Es más, ya al final de su mandato, aceptó que nuestro país asistiese
a la Cumbre del G20 de Washington del 15 de noviembre de 2008, un foro al que
no pertenecíamos y que parecía llamado a tener una gran relevancia en la
gestión de la crisis financiera internacional que había estallado en el otoño
de aquel año. Recuerdo bien que en aquella transcendental cita estuvo amable y
cordial conmigo.
Sí,
cuando anuncié la retirada de las tropas de Irak, pensaba en los ciudadanos que
en España y en el mundo se habían movilizado contra la intervención en Irak.
Pensé que con nuestra decisión podíamos aportar algo a la confianza en la
democracia y en la legalidad internacional.
Diez
años después parece que aquel gran y apasionado debate sobre Irak ha dejado
algunas aportaciones. Hay cosas que han cambiado y que merecen ser resaltadas y
valoradas.
Porque
desde la intervención en Irak hasta nuestros días, todas las ocasiones en que
la comunidad internacional ha decidido hacer uso de la fuerza ante situaciones
insostenibles lo ha hecho al amparo de la Carta de Naciones Unidas o de
interpretaciones avanzadas de las resoluciones de Naciones Unidas, como la
puesta en práctica, por primera vez, de la doctrina de la responsabilidad de
proteger, aplicada para amparar la intervención en Libia en marzo de 2010
(Resolución 1973), que llevó al derrocamiento de Gadafi.
La
legalidad internacional, la Carta de Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad
de esa institución salieron reforzados con ellas, aunque aún estemos lejos de
un sistema fuerte y plenamente eficaz para garantizar la paz y la seguridad
internacionales.
Pero,
además, y esto es más decisivo para nuestro sistema político, lo sucedido en
España en torno a la posición sobre Irak, abrió un proceso muy positivo de
institucionalización de las decisiones sobre la participación de nuestras
tropas, nuestros profesionales y ejemplares soldados, en la responsabilidad que
tenemos asumida en la comunidad internacional con la paz y la seguridad en el
mundo.
Es
verdad que la reacción inicial del PP a la retirada de las tropas de Irak fue,
como era de esperar, crítica. Pero ello no impidió que, progresivamente, se
fuera construyendo un consenso amplio en torno a un modelo racional de
predominio parlamentario sobre las decisiones de intervención en el exterior.
Así lo fijamos en la Ley Orgánica de la Defensa de noviembre de 2005 que, si
bien no contó entonces con el apoyo del principal partido de la oposición, la
aplicación de la misma ha ido consolidando un nivel de acuerdo sustancial de
las principales fuerzas políticas. Baste recordar que desde la entrada en vigor
de esa ley, y al amparo de su regulación, se han otorgado por el Congreso de
los Diputados hasta 17 autorizaciones de la participación de efectivos o
ampliación de los mismos en misiones internacionales de paz y seguridad (Líbano,
Afganistán, Somalia, Haití, Libia, Mali, entre otras).
Merece
ser destacado cómo hemos ido fraguando un proceso de toma de decisiones, con
grandes acuerdos en un tema tan sensible y que tanto nos dividió en su momento.
Hoy es pacífico aquello que en su día nos enfrentó.
Y
no me resisto a apuntar una reflexión que va más allá de Irak. Los grandes
partidos y la gran mayoría de los demás grupos hemos sabido construir e
institucionalizar un modelo para abordar esta cuestión de tanta trascendencia,
que nadie ya cuestiona como tal, que es patrimonio de todos. Un modelo útil
para la democracia española, útil para sus instituciones, y útil, por tanto,
para los ciudadanos.
Sin
embargo, cuánto cuesta reconocerlo y ponerlo en valor. En este caso como en
otros. Es como si hubiera un cierto complejo, una especie de timidez
estructural, a la hora de reconocer nuestra capacidad de llegar a acuerdos,
como alternativa a la de confrontar. Puede que nos viniera bien particularmente
ahora recuperar ese prestigio del acuerdo, de la transacción, del consenso. En
mi opinión, hay pocas diferencias verdaderamente insalvables en las cuestiones
que nos conciernen a todos en la misma medida.
Sé
muy bien que el tema de este artículo no es hoy una prioridad en la vida
pública y social de España. Porque no hay otra prioridad que la crisis, el
empleo y la cohesión social. Si he creído que alguna utilidad pudiera tener
publicarlo, además de para dar cuenta del aniversario, es por la evolución que
acabo de indicar. La historia de la intervención en Irak conoce una primera
etapa de mucha confrontación y desacuerdo social, luego una respuesta
democrática, la única posible, y finalmente, y esto es lo que nos queda para al
futuro, un gran marco de acuerdo sobre algo tan relevante como el papel de nuestro
país, y de nuestras tropas, en las tareas de defensa y aplicación de la
legalidad internacional.
Permítanme
que lo reivindique en nombre de todos los actores políticos que fraguaron ese
acuerdo y también como precedente de otros que debieran llegar.
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