LAS MUJERES DE
OXCHUC/Roberto López Moreno
Era
la hora en que las almas se congregan para solicitar la gracia, el descenso de
Dios a la tierra. El rezo, formando un tejido de rumores es el vehículo de la
súplica, del pedido fervoroso a los poderes totales. Era la hora de la
solicitud desde el más allá del alma, el instante sagrado era, cuando el viento
de Acteal, el viento de la cigarra y de los olores vegetales, se emponzoñó en medio de un
estruendo matando. La mala sorpresa creció envolviendo el espacio rústico en el
que niños y mujeres se habían reunido para elevar plegarias y alabados. En dos
días más iba a nacer Dios sobre la tierra de Acteal, acunado en su nuevo 24 de
diciembre, pero dos días antes –ahora- las armas de fuego estaban provocando el
aborto. Para el día 24 ya sólo sería el silencio, el pavor y la rabia,
revueltos en una misma amarga espuma de impotencia. Era la hora en que por
medio de los rezos debía bajar Dios a la tierra y de pronto, al pie de la
enselvada montaña, sólo empezó a haber esto: mujeres y niños acribillados, por
la espalda, porque los asesinos tuvieron miedo de matarlos viéndolos a los
ojos.
Dios te salve, María, pero María Nichim,
repetida veinte veces en la sorpresa y en el blanco del proyectil, no fue
salvada; veinte veces María sintió las quemaduras del odio rompiéndole los
tejidos entre los gritos de los niños de su vientre que no entendían qué oscuro
rencor les había impuesto tan violento fin bajo un cielo que observaba los
hechos desde su enorme ojo azul, indiferente.
Acteal está rodeado de altos cerros enloquecidamente
verdes. Por ahí y desde la muy allá Oxchuc, hermana tzeltal del día tzotzil,
tierra mágica y de historia, se ha visto vagar una sombra que sube montes, baja
valles, penetra en el corazón de las espesuras y sólo algunos, muy pocos, gente
que luego ha desaparecido también, por los mismos caminos, dicen, han dicho,
haber hablado con ella; se ha dicho, se dice, quizá se siga diciendo, que
aquella sombra es algo así como el alma de un extranjero que desde hace muchos
años ha aparecido por estas tierras y por ellas deambula emparentado con las
noche lunares.
La historia es la siguiente: un hombre de
conoceres, del mar llegó un día a la gran ciudad de la que el soldado y la
lumbre que mata vienen; allá en la enorme ciudad hizo cosas de sabidurías y
entre éstas reunió pensamientos de poetas y los hizo hablar y grabó tales voces
en discos y les puso “voz viva” por bautizo. Así, como hombre de saberes,
encontró oculta en el pensamiento de los poetas, la lectura de los hechos por
acontecer. Unos dicen que aquel hombre murió, otros aseguran que desde entonces
una sombra camina por los montes de por acá para advertir a la gente acerca de
lo que está escrito y que sólo los que saben leer en el pensamiento de los
poetas, saben, para su segura desgracia, porque según dicen los viejos, ver
tanto mata.
“Yo hablé con esa sombra de los montes
–aseguró el loco del último cerro- fue precisamente el día en que entraba al
mundo el año dos mil; allá, solos bajo la
luna, me dijo que tres años antes del día en el que hablábamos y dos
días antes del nacimiento de Dios, veinte mujeres, cuatro de ellas embarazadas
y dieciocho niños iban a ser balaceados en Acteal, cuando rezaran en la
reducida capilla hecha de bejucos y paja, al pie del enorme cerro, en la
hondonada; que nueve iban a escapar momentáneamente, sólo para hacer más
angustiosa su muerte, porque iban a ser perseguidos entre los breñales hasta
que no quedara ni una sola alma latiendo entre el cielo y la maleza. Me dijo
que así sería con los descendientes de las mujeres de Oxchuc, la tierra
mágica”.
En los pliegues de la noche, en los del
alma, habita sus misterios Oxchuc. Su memoria está llena de futuros, por eso
ahí estaban ya previstos los rostros desfigurados de Acteal, en el vientre de
la leyenda ya vivían como una ciega advertencia rebotando en las venas de las
ascendentes. La tierra hermana, la tierra tzotzil, sobre la que se extiende la
sombra protectora del murciélago, ha sido sabia de estas prefiguraciones.
Tierra ciega que todo lo ve a través de su infinita magia; información oculta
en la cuerda más delgada del arpa ceremonial; en el largo diapasón de la
guitarra de doce cuerdas, fluido divino en las entrañas de la flauta de carrizo
(“los instrumentos que tocaron los santos para salvar la Tierra”). Por eso es
que no se tocan estos instrumentos a cualquier hora, se tocan sólo cuando se
habla con los dioses, en el exclusivo diálogo con los altos poderes. “San Pero
winik/ San Pero kerem/ San Pero Kaxlan/ nichim ta sk’ab/ nichim ta yok...”
Entonces es cuando el universo gira en torno del hombre y en el lenguaje sin
palabras da a entender en sus profundas claves alguna curva inasible de su
misterio. La memoria se ensancha entonces hacia atrás, hacia adelante, en su
inasible juego de pasados y de futuros. “San Pero winik/ San Pero kerem...”
“Yo hablé con esa sombra de los montes”,
aseguró el loco del último cerro.
Llevan al santo en procesión a Oxchuc, el
lugar de la magia y la brujería, paraíso de naguales y chuleles, en donde se
elaboran las sustancias sobrehumanas para regir los destinos de los hombres;
llevan en procesión al santo, en el adelante principal de la caravana.
Los rezos, las plegarias, la petición
humilde a las potencias primeras, la concentración de las almas es barrida de
pronto por el tartamudeo de las armas de fuego; las paredes de carrizo se
doblan dóciles bajo los impactos; la bestia sedienta se ha desatado con sus
múltiples cabezas terríficas; la bestia con sus cabezas babeantes, en demencia
total va por sangre.
De Sitalá de los abuelos ha salido la
caravana con destino a Oxchuc: Es el día en que salen los instrumentos para
hacer lo sagrado, para dar gracias a las fuerzas de la creación. La flauta
produce un pitido que insistente se eleva hasta las nubes para llevar hasta
allá el indefenso barro de los mortales.
Una rabia indescriptible es vomitada por
pistolas y carabinas. Acteal se estremece entre los disparos, su letargo de
siglos es sacudido repentinamente por la forma más agresiva de una modernidad
que se apodera del paisaje sin haber sido invitada. La modernidad avasalladora
de las armas de fuego de inmediato, entre niños y mujeres que se habían reunido
con intención religiosa, empieza a hacer el cobro de sus víctimas.
La procesión desgrana sus danzas a las
puertas de Oxchuc y ora y ofrece limosna a sus santos mientras la flauta
entrega al aire el toque para beber agua; el toque para caminar en torno de la
casa del capitán; el toque para descansar en la casa del capitán; el toque para
repartir el pan comunitario.
Nadie asiste al auxilio de los que están
siendo acribillados; eso se arregló desde el inicio del diseño; la estrategia
cumple en sus rondanas de reloj. La gente indefensa, armada nada más por la fe
que le llevó a orar en ese paraje de Acteal, empieza a caer en medio del
fragor, sin el menor auxilio de nadie; están desarmados, son niños y mujeres;
los están matando; están muriendo sin más opción que la de morirse lo más
rápido posible; vuelve el ciclo a alimentar la tierra con la sangre de su
propio barro.
Tambor, flauta, sonaja, para la Fiesta
Grande. Entra Oxchuc a los reinos de Dios en las alas de la música. Llegó ya
San Ildefonso desde Tenejapa. Ya Santiago sostiene un enorme ramo de flores en
la mano. Pito y caracol crecen en su estrépito. El tiempo reverdece en su nuevo
bukul promisorio. Los dioses son honrados, los de yeso y los de piedra (hay
asentimiento y también memoria). La danza florece. El rito sagrado se cumple.
Esta es ahora la patria del estrépito. Se juntan los tiempos. En Acteal un
disparo destroza el cráneo de quien reza.
“Yo hablé con esa sombra de los montes”,
aseguró...
Lejos del loco del último cerro. Nadie
recuerda ya lo ocurrido siglos atrás en la tierra mágica de Oxchuc. Nadie
recuerda.
Las mujeres de Oxchuc pasaban días enteros
entre protémolo y vasiho, afanadas en la molienda de cacao y maíz. Para la
población las fechas se alargaban transitando de labores cotidianas a
ofertorios religiosos, cumpliendo en estos casos, con extrañas funciones de
sincretismo en las que participaban por igual hombres y mujeres. En un séptimo
día, cuando Dios se sentó a descansar, fue que llegó la tropa y media población
de Oxchuc fue llevada entre la soga y la bayoneta, a rastras desde las bestias
bufando; el que se vencía desde antes iba quedando colgado de los árboles para
alimento de buitres, zopilotes, zanates y azulejos.
Al siguiente día, el primero, de que la
tropa se llevó a los hombres de Oxchuc para irlos a matar al monte, a unos;
para hacerlos carne de cárcel, a otros; a las mujeres de Oxchuc se les cayeron
los dientes, a todas, se hicieron viejecitas, sin dientes, que eran un reguero
de cal sobre las calles sombrías. Cuando el arquitecto Artigas llegó a Oxchuc
para estudiar sus cosas en las paredes del templo, cuando llegó a hacer su inventario
de años y misterios, tuvo que caminar sobre un reguero de minúsculas
piedrecitas de calcio que se le clavaban con furia en las suelas de los
zapatos.
Al segundo día, a las mujeres de Oxchuc se
les puso el pelo blanco, de un blanco rabioso al principio, de un blanco que
reflejaba con ira los rayos del sol lastimando las retinas de los extranjeros
que por algún motivo (estudio o saqueo) cruzaban las inmediaciones del trágico
sitio. Entonces Oxchuc se convirtió en la ciudad de los reflejos, pero se
trataba de reflejos que herían, que entraban por las pupilas y llegaban
lastimando hasta el fondo mismo de los pensamientos. No era aquel un brillo
sano; era un brillo que mataba.
Después, aquel blanco capilar fue cediendo.
Por las fechas en las que llegó a Oxchuc el estudioso Antonio García para
apuntar en su libreta de datos, las mujeres cargaban en la cabeza un blanco
amainado, tocado por la más honda tristeza. García leyó en ese blanco el
lenguaje de la muerte.
Y no era cierto nada de esto, porque se
habían vivido apenas dos días después de que la tropa se llevó a los hombres de
Oxchuc para irlos a matar al monte, o para encarcelar en las mazmorras de San
Cristóbal a los no pasados por soga o fuego. Al tercer día fue que las mujeres
amanecieron todas con profundas arrugas; en sus rostros se reproducían los
mapas de una tierra que había sido regada con sangre desde siempre. Ahí estaban
los surcos sembrados con amargos, con desolaciones, con desesperanzas. Las
mujeres llevaban ahora la historia de la tierra en sus rostros.
Al cuarto día las mujeres aullaron
lastimeramente toda la tarde hasta que el sol se fue poniendo rojo por las
heridas que le causaban los lamentos y luego se escondió para que no lo vieran
sangrando.
Al quinto día las mujeres se encerraron en
sus casas, todas, y entonces Oxchuc fue calles desiertas en cuyas paredes
solamente rebotaban el aire, el silencio y la más profunda tristeza que pudiera
haber sido recogida por las escrituras de las civilizaciones.
Al sexto día, fecha terrible, ellas, todas,
fueron cerrando los ojos, para que Oxchuc quedara a oscuras, a merced de las
más profundas tinieblas. El día fue noche y la noche fue noche y la luz quedó
ciega para Oxchuc, como una maldición que haría estremecer las conciencias.
Todo fue sombra, como en los primeros tiempos. Como en la era del caos. Como en
el principio de las escrituras. Así fue como el día siete amaneció entre
sombras.
Pero en este séptimo día el sol golpeó
fuerte sobre los campos y las laderas de Oxchuc y obligó a las mujeres a salir
de sus casas; las obligó a abrir los ojos para que vieran por donde caminaban,
para que supieran en qué fragmento de la tierra iban a caer polvo de su
tragedia. Ese día, el día que Dios escogió para su descanso, un fuerte viento
sopló sobre Oxchuc, entró a las casas desiertas, revolvió los interiores y
levantó de los empedrados un fino polvo que voló alto y lejos, hasta
confundirse con el polvo del monte, en donde iban a nacer los futuros hijos de
Acteal.
Nadie recuerda estos recuerdos; nadie baja a
lermar en el río que de tanto no repetirse tanto se repite... y entonces, el
recuerdo ahí está... en todos, y en la sombra que se aparece como un eco
insistente en el seno de la niebla, la sombra que habló con el loco del último cerro,
la que a veces también nos habla desde adentro, la sombra esa que desde el año
dos mil regresó hasta nosotros para ir, con la voz de los poetas que grabó en
sus discos, a seguir dialogando con los montes que amasó la luna en algún
momento de estos siglos nuestros.
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