El
doctor que dijo basta a los narcos
Carismático
y temerario, Mireles es el rostro del levantamiento de los pueblos de Michoacán
contra el crimen organizado
PAULA
CHOUZA, reportera.
El País, 13 ENE 2014
Hasta
hace apenas unas horas José Manuel Mireles, portavoz de las autodefensas de
Michoacán, no podía hablar. Con la mandíbula dislocada después de sufrir un
accidente de avioneta el sábado 4 de enero, nada ha podido replicar sobre lo
mucho que se ha escrito de él durante los últimos ocho días. Hay quien lo ha
atacado por erigirse líder de un movimiento que no le pertenece, del que tan
solo forma parte. También por haber sido protegido por el Gobierno del
presidente Enrique Peña Nieto durante su tratamiento médico en la Ciudad de
México. No en balde, se dice, entre 1984 y 1986, Mireles ocupó cargos locales
del PRI. “José Manuel Mireles es líder y es uno más entre los compañeros de las
autodefensas. Con o sin él, este movimiento iba a seguir adelante”, dice Arturo
Barragán, miembro de las policías comunitarias de Tepalcatepec.
Para
aquellos que lo conocen de cerca, el único pecado de este hombre hijo de un
agricultor y de una ama de casa, ha sido el de actuar como vocero de las
policías comunitarias para denunciar los abusos de los que sus vecinos han sido
víctimas. Y no solo ante la prensa. El doctor, como lo llaman todos en
Tepalcatepec, municipio natal en el que ejerce la medicina, es un hombre
dialogante que también ha servido de intermediario entre las autodefensas y el
Ejército. Hace años, el narcotráfico secuestró a varios miembros de su familia
y en junio pasado, destapó ante la opinión publica las violaciones a las que
estaban siendo sometidas las mujeres del pueblo a manos del cartel de Los
Caballeros Templarios.
“Se
las llevan y no las devuelven hasta que están embarazadas”, dijo entonces.
Aquellas revelaciones le dieron la fama y le valieron la denuncia del gobierno
estatal sobre algunos antecedentes penales, pero el Ejecutivo nunca aportó
pruebas al respecto más allá de recortes de diarios sobre una añeja y no muy
explicada detención de alguien con ese nombre. Por aquel entonces a Mireles no
le gustaba hablar por teléfono: “Vengan hasta aquí y cuenten la verdad”, decía
siempre.
El
último 26 de octubre, el día que civiles de los municipios levantados en armas
contra el crimen organizado trataron de entrar en Apatzingán, una ciudad de
100.000 habitantes situada en la violenta región de Tierra Caliente, José
Manuel Mireles hacía también de interlocutor: “Le hice una propuesta al
representante del Gobierno, va a hablar ahorita con el general -explicaba a su
gente al ser interceptados cuando marchaban a pie hacia la capital económica de
la región-. Dos cosas: o nos dan 72 horas para limpiar Apatzingán o el general
limpia a Apatzingán en 72 horas”. Minutos después el Ejército y los policías
federales los dejarían pasar, pero sin armas. “Nosotros no llevamos nada”,
decía Mireles a bordo de un 4x4 que exhibía una bandera de la Cruz Roja en uno
de los vidrios laterales. Junto a él, viajaban un camarógrafo, una periodista,
un compañero de las autodefensas armado y su hijo, un joven veinteañero que
hacía las veces de copiloto. Los militares no creyeron su palabra y revisaron
el maletero, de donde confiscaron una espada, aparentemente antigua.
El
doctor, un hombre apuesto de más de cincuenta años, cabello blanco y bigote,
ojos verdes, tez morena y 1,90 de estatura, no opuso resistencia y aún sin
armas, accedió a encabezar una marcha pacífica a una ciudad que era bastión de
los Templarios. Por eso, el compañero que viajaba en el asiento de atrás, que
previamente había pedido la ventanilla por si tenía que disparar, preguntó a
los reporteros: “¿Ustedes son católicos? Si lo son, persígnense cuando yo lo
haga, porque vamos a entrar en zona de peligro”. Aquel mediodía Mireles no
sonreía, o lo hacía tan solo de forma irónica ante las preguntas de la
periodista: ¿Van a atacar ahora?, “Ja, más bien, nos van a atacar ellos a
nosotros”.
Y
así fue. Después de recorrer varios kilómetros en carro, llamando a los vecinos
de Apatzingán a rebelarse, una granada lanzada en medio de la plaza principal
dejó muda la voz de las autodefensas: “Únanse, venimos a estar con ustedes,
únanse a este movimiento social que empezamos hace ocho meses, queremos
exterminar, acabar y expulsar al crimen organizado de todo el estado de
Michoacán. Únanse a la marcha por la libertad del estado, únanse a la marcha
por la libertad de Apatzingán, es en beneficio de ustedes, de sus familias y de
sus hijos, únanse a la marcha por la libertad de Apatzingán”, había repetido el
médico durante más de treinta minutos.
Cuando
empezó el ataque, Mireles estaba en la radio local, en un edificio contiguo a
la plaza. Él fue uno de los pocos civiles que no tuvo que huir, que no aguardó
refugio bajo una cornisa a la espera de que la pesadilla terminase, a la espera
de que el humo de las balas se despejase para poder ver algo. Una reportera de
un canal de televisión venida de Morelia, la capital de Michoacán, sollozaba.
Su actitud contrastaba con la de las guardias comunitarias. “Si nos matan,
moriremos por nuestros hijos”.
Esa
tarde el doctor, cirujano licenciado por la Universidad del Estado, mantuvo una
reunión de casi tres horas con el Ejército y la Policía. Cuando por fin
acordaron regresar a sus pueblos escoltados por las fuerzas de seguridad había
caído la noche. La boscosa salida de Apatzingán estaba oscura. Un camión
incendiado cortaba la circulación en medio de un puente. “Cámbiese la playera.
Lleva de blanco todo el día y es un objetivo fácil a muchos metros de
distancia”, le dijo un militar de pie en la calle. El doctor obedeció al
instante. Unos kilómetros adelante el mismo hombre que aquel día había dirigido
a un ejército de campesinos en vez de acudir de padrino a una fiesta de los
quince años, pasó el teléfono a su hijo y le hizo una última petición: “Llama a
tu madre, anda, y dile que ya vamos a casa y que estamos bien”.
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