Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, dirigió esta
mañana del lunes 13 de enero, el habitual discurso de comienzos del año que los Pontíficen pronuncian
sobre el “estado del mundo” al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa
Sede.
A
continuación y gracias a Radio Vaticano, el discurso íntegro en
español:
Excelencias,
Señoras
y Señores
Es
ya una larga y consolidada tradición que el Papa encuentre, al comienzo de cada
año, al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, para manifestar los
mejores deseos e intercambiar algunas reflexiones, que brotan sobre todo de su
corazón de pastor, que se interesa por las alegrías y dolores de la humanidad.
Por eso, el encuentro de hoy es un motivo de gran alegría. Y me permite
formularles a ustedes personalmente, a sus familias, a las autoridades y
pueblos que representan mis mejores deseos de un 2014 lleno de bendiciones y de
paz.
Agradezco,
en primer lugar, al Decano Jean-Claude Michel, quien en nombre de todos ha dado
voz a las manifestaciones de afecto y estima que unen vuestras naciones con la
Sede Apostólica. Me alegra veros aquí, en tan gran número, después de haberos
encontrado la primera vez pocos días después de mi elección.
Desde
entonces se han acreditado muchos nuevos embajadores, a los que renuevo la
bienvenida, a la vez que no puedo dejar de mencionar, entre los que nos han
dejado, al difunto embajador Alejandro Valladares Lanza, durante varios años
Decano del Cuerpo diplomático, y al que el Señor llamó a su presencia hace
algunos meses.
El
año que acaba de terminar ha estado especialmente cargado de acontecimientos no
sólo en la vida de la Iglesia, sino también en el ámbito de las relaciones que
la Santa Sede mantiene con los Estados y las Organizaciones internacionales.
Recuerdo, en concreto, el establecimiento de relaciones diplomáticas con Sudán
del Sur, la firma de acuerdos, de base o específicos, con Cabo Verde, Hungría y
Chad, y la ratificación del que se suscribió con Guinea Ecuatorial en el 2012.
También
en el ámbito regional ha crecido la presencia de la Santa Sede, tanto en
América central, donde se ha convertido en Observador Extra-Regional ante el
Sistema de la Integración Centroamericana, como en África, con la acreditación
del primer Observador permanente ante la Comunidad Económica de los Estados del
África Occidental.
En
el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, dedicado a la fraternidad como
fundamento y camino para la paz, he subrayado que «la fraternidad se empieza a
aprender en el seno de la familia», que «por vocación, debería contagiar al
mundo con su amor» y contribuir a que madure ese espíritu de servicio y
participación que construye la paz. Nos lo señala el pesebre, donde no vemos a
la Sagrada Familia sola y aislada del mundo, sino rodeada de los pastores y los
magos, es decir de una comunidad abierta, en la que hay lugar para todos,
pobres y ricos, cercanos y lejanos. Se entienden así las palabras de mi amado
predecesor Benedicto XVI, quien subrayaba cómo «la gramática familiar es una
gramática de paz».
Por
desgracia, esto no sucede con frecuencia, porque aumenta el número de las
familias divididas y desgarradas, no sólo por la frágil conciencia de
pertenencia que caracteriza el mundo actual, sino también por las difíciles
condiciones en las que muchas de ellas se ven obligadas a vivir, hasta el punto
de faltarles los mismos medios de subsistencia. Se necesitan, por tanto,
políticas adecuadas que sostengan, favorezcan y consoliden la familia.
Sucede,
además, que los ancianos son considerados como un peso, mientras que los
jóvenes no ven ante ellos perspectivas ciertas para su vida. Ancianos y
jóvenes, por el contrario, son la esperanza de la humanidad. Los primeros
aportan la sabiduría de la experiencia; los segundos nos abren al futuro,
evitando que nos encerremos en nosotros mismos. Es sabio no marginar a los
ancianos en la vida social para mantener viva la memoria de un pueblo.
Igualmente, es bueno invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas que les
ayuden a encontrar trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su
entusiasmo!
Conservo
viva en mi mente la experiencia de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud de
Río de Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta esperanza y
expectación en sus ojos y en sus oraciones! ¡Cuánta sed de vida y deseo de
abrirse a los demás! La clausura y el aislamiento crean siempre una atmósfera
asfixiante y pesada, que tarde o temprano acaba por entristecer y ahogar. Se
necesita, en cambio, un compromiso común por parte de todos para favorecer una
cultura del encuentro, porque sólo quien es capaz de ir hacia los otros puede
dar fruto, crear vínculos de comunión, irradiar alegría, edificar la paz.
Por
si fuera necesario, lo confirman las imágenes de destrucción y de muerte que
hemos tenido ante los ojos en el año apenas terminado. Cuánto dolor, cuánta
desesperación provoca la clausura en sí mismos, que adquiere poco a poco el
rostro de la envidia, del egoísmo, de la rivalidad, de la sed de poder y de
dinero. A veces, parece que esas realidades estén destinadas a dominar. La
Navidad, en cambio, infunde en nosotros, cristianos, la certeza de que la
última y definitiva palabra pertenece al Príncipe de la Paz, que cambia «las
espadas en arados y las lanzas en podaderas» (cf. Is 2,4) y transforma el
egoísmo en don de sí y la venganza en perdón.
Con
esta confianza, deseo mirar al año que nos espera. No dejo, por tanto, de
esperar que se acabe finalmente el conflicto en Siria. La solicitud por esa
querida población y el deseo de que no se agravara la violencia me llevaron en
el mes de septiembre pasado a convocar una jornada de ayuno y oración. Por
vuestro medio, agradezco de corazón a las autoridades públicas y a las personas
de buena voluntad que en vuestros países se asociaron a esa iniciativa. Se
necesita una renovada voluntad política de todos para poner fin al conflicto.
En
esa perspectiva, confío en que la Conferencia «Ginebra 2», convocada para el
próximo 22 de enero, marque el comienzo del deseado camino de pacificación. Al
mismo tiempo, es imprescindible que se respete plenamente el derecho
humanitario. No se puede aceptar que se golpee a la población civil inerme,
sobre todo a los niños. Animo, además, a todos a facilitar y garantizar, de la
mejor manera posible, la necesaria y urgente asistencia a gran parte de la
población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de aquellos países, sobre todo el
Líbano y Jordania, que con generosidad han acogido en sus territorios a
numerosos prófugos sirios.
Permaneciendo
en Oriente Medio, advierto con preocupación las tensiones que de diversos modos
afectan a la Región. Me preocupa especialmente que continúen las dificultades
políticas en Líbano, donde un clima de renovada colaboración entre las diversas
partes de la sociedad civil y las fuerzas políticas es más que nunca
indispensable, para evitar que se intensifiquen los contrastes que pueden minar
la estabilidad del país.
Pienso
también en Egipto, que necesita encontrar de nuevo una concordia social, como
también en Irak, que le cuesta llegar a la deseada paz y estabilidad. Al mismo
tiempo, veo con satisfacción los significativos progresos realizados en el
diálogo entre Irán y el «Grupo 5+1» sobre la cuestión nuclear.
En
cualquier lugar, el camino para resolver los problemas abiertos ha de ser la
diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra ya indicada con lucidez por
el papa Benedicto XV cuando invitaba a los responsables de las naciones
europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del derecho» sobre la «material de
las armas» para poner fin a aquella «inútil carnicería» que fue la Primera
Guerra Mundial, de la que en este año celebramos el centenario.
Es
necesario animarse «a ir más allá de la superficie conflictiva» y mirar a los
demás en su dignidad más profunda, para que la unidad prevalezca sobre el
conflicto y sea «posible desarrollar una comunión en las diferencias». En este
sentido, es positivo que se hayan retomado las negociaciones de paz entre
israelíes y palestinos, y deseo que las partes asuman con determinación, con la
ayuda de la Comunidad internacional, decisiones valientes para encontrar una
solución justa y duradera a un conflicto cuyo fin se muestra cada vez más
necesario y urgente.
No
deja de suscitar preocupación el éxodo de los cristianos de Oriente Medio y del
Norte de África. Ellos desean seguir siendo parte del conjunto social, político
y cultural de los países que han ayudado a edificar, y aspiran a contribuir al
bien común de las sociedades en las que desean estar plenamente incorporados,
como artífices de paz y reconciliación.
También
en otras partes de África, los cristianos están llamados a dar testimonio del
amor y la misericordia de Dios. No hay que dejar nunca de hacer el bien, aún
cuando resulte arduo y se sufran actos de intolerancia, por no decir de
verdadera y propia persecución. En grandes áreas de Nigeria no se detiene la
violencia y se sigue derramando mucha sangre inocente. Mi pensamiento se dirige
especialmente a la República Centroafricana, donde la población sufre a causa
de las tensiones que el país atraviesa y que repetidamente han sembrado
destrucción y muerte.
Aseguro
mi oración por las víctimas y los numerosos desplazados, obligados a vivir en
condiciones de pobreza, y espero que la implicación de la Comunidad
internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del
estado de derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a
las zonas más remotas del país.
La
Iglesia Católica por su parte seguirá asegurando su propia presencia y
colaboración, esforzándose con generosidad para procurar toda ayuda posible a
la población y, sobre todo, para reconstruir un clima de reconciliación y de
paz entre todas las partes de la sociedad. Reconciliación y paz son una prioridad
fundamental también en otras partes del continente africano. Me refiero
especialmente a Malí, donde incluso se observa el positivo restablecimiento de
las estructuras democráticas del país, como también a Sudán del Sur, donde, por
el contrario, la inestabilidad política del último período ha provocado ya
muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria.
La
Santa Sede sigue con especial atención los acontecimientos de Asia, donde la
Iglesia desea compartir los gozos y esperanzas de todos los pueblos que componen
aquel vasto y noble continente. Con ocasión del 50 aniversario de las
relaciones diplomáticas con la República de Corea, quisiera implorar de Dios el
don de la reconciliación en la península, con el deseo de que, por el bien de
todo el pueblo coreano, las partes interesadas no se cansen de buscar puntos de
encuentro y posibles soluciones.
Asia,
en efecto, tiene una larga historia de pacífica convivencia entre sus diversas
partes civiles, étnicas y religiosas. Hay que alentar ese recíproco respeto, sobre
todo frente a algunas señales preocupantes de su debilitamiento, en particular
frente a crecientes actitudes de clausura que, apoyándose en motivos
religiosos, tienden a privar a los cristianos de su libertad y a poner en
peligro la convivencia civil. La Santa Sede, en cambio, mira con gran esperanza
las señales de apertura que provienen de países de gran tradición religiosa y
cultural, con los que desea colaborar en la edificación del bien común.
La
paz además se ve herida por cualquier negación de la dignidad humana, sobre
todo por la imposibilidad de alimentarse de modo suficiente. No nos pueden
dejar indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo los
niños, si pensamos a la cantidad de alimento que se desperdicia cada día en muchas
partes del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la
«cultura del descarte».
Por
desgracia, objeto de descarte no es sólo el alimento o los bienes superfluos,
sino con frecuencia los mismos seres humanos, que vienen «descartados» como si
fueran «cosas no necesarias». Por ejemplo, suscita horror sólo el pensar en los
niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son
utilizados como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o
hechos objeto de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la
trata de seres humanos, y que es un delito contra la humanidad.
No
podemos ser insensibles al drama de las multitudes obligadas a huir por la
carestía, la violencia o los abusos, especialmente en el Cuerno de África y en
la Región de los Grandes Lagos. Muchos de ellos viven como prófugos o
refugiados en campos donde no vienen considerados como personas sino como
cifras anónimas. Otros, con la esperanza de una vida mejor, emprenden viajes
aventurados, que a menudo terminan trágicamente. Pienso de modo particular en
los numerosos emigrantes que de América Latina se dirigen a los Estados Unidos,
pero sobre todo en los que de África o el Oriente Medio buscan refugio en
Europa.
Permanece
todavía viva en mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio
pasado, para rezar por los numerosos náufragos en el Mediterráneo. Por
desgracia hay una indiferencia generalizada frente a semejantes tragedias, que
es una señal dramática de la pérdida de ese «sentido de la responsabilidad
fraterna», sobre el que se basa toda sociedad civil. En aquella circunstancia,
sin embargo, pude constatar también la acogida y dedicación de tantas personas.
Deseo
al pueblo italiano, al que miro con afecto, también por las raíces comunes que
nos unen, que renueve su encomiable compromiso de solidaridad hacia los más
débiles e indefensos y, con el esfuerzo sincero y unánime de ciudadanos e
instituciones, venza las dificultades actuales, encontrando el clima de constructiva
creatividad social que lo ha caracterizado ampliamente.
En
fin, deseo mencionar otra herida a la paz, que surge de la ávida explotación de
los recursos ambientales. Si bien «la naturaleza está a nuestra disposición»,
con frecuencia «no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que
tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las
generaciones futuras». También en este caso hay que apelar a la responsabilidad
de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan políticas respetuosas
de nuestra tierra, que es la casa de todos nosotros.
Recuerdo
un dicho popular que dice: «Dios perdona siempre, nosotros perdonamos algunas
veces, la naturaleza -la creación-, cuando viene maltratada, no perdona nunca».
Por otra parte, hemos visto con nuestros ojos los efectos devastadores de
algunas recientes catástrofes naturales. En particular, deseo recordar una vez
más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones en Filipinas y en
otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón Haiyan.
Excelencias,
Señoras y Señores:
El
Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se reduce a una ausencia de guerra, fruto
del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día,
en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más
perfecta entre los hombres».
Éste
es el espíritu que anima la actividad de la Iglesia en cualquier parte del
mundo, mediante los sacerdotes, los misioneros, los fieles laicos, que con gran
espíritu de dedicación se prodigan entre otras cosas en múltiples obras de
carácter educativo, sanitario y asistencial, al servicio de los pobres, los
enfermos, los huérfanos y de quienquiera que esté necesitado de ayuda y
consuelo. A partir de esta «atención amante», la Iglesia coopera con todas las
instituciones que se interesan tanto del bien de los individuos como del común.
Al
comienzo de este nuevo año, deseo renovar la disponibilidad de la Santa Sede, y
en particular de la Secretaría de Estado, a colaborar con sus países para
favorecer esos vínculos de fraternidad, que son reverberación del amor de Dios,
y fundamento de la concordia y la paz. Que la bendición del Señor descienda
copiosa sobre ustedes, sus familias y sus pueblos. Gracias.
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