El
hombre que podía prometer y cumplió/Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.
El
Mundo | 24 de marzo de 2014
Visto
y leído con la perspectiva del tiempo, el discurso de Adolfo Suárez en el que
pedía el voto para su partido en las elecciones generales celebradas el 15 de
junio de 1977 sigue teniendo la misma atrayente fuerza que tuvo entonces para
los ciudadanos. Ese mensaje le valió al presidente del Gobierno el triunfo de
la UCD en los primeros comicios democráticos que se celebraban en España desde
los tiempos de la Segunda República.
Suárez
era un político moderno para su época. En una España acostumbrada al ordeno y
mando, a los uniformes militares y la estética franquista, las palabras del
joven político (apenas contaba 43 años) sonaban a nuevas, frescas, diferentes.
El
presidente, salido inesperadamente del propio Régimen, jugaba con la ventaja
sobre sus oponentes de su enorme atractivo personal, su telegenia, su habilidad
natural para mostrarse ante las cámaras de televisión sin complejos,
transmitiendo sinceridad, credibilidad.
Hay
que tener en cuenta que aquel discurso, retransmitido por Televisión Española
(entonces única) en un bloque de mensajes electorales que cerraban la campaña
electoral del 77, fue visto por millones de personas. Es decir, que fue un
argumentario construido para la televisión y por un hombre que conocía (Suárez
había sido director general de RTVE) mejor que cualquiera de sus contrincantes
las peculiaridades del medio de masas por excelencia.
Suárez
apareció ante los televidentes vestido con un traje azul marino y corbata a
juego sobre camisa blanca. Tenía que conjugar su atrevimiento con un atuendo
conservador. Porque, visto ahora y conociendo el país al que iba dirigido, su
discurso era tremendamente rupturista.
Franco
había muerto 19 meses antes. El Régimen tenía aún sólidos apoyos políticos,
sociales y, sobre todo, juramentados defensores entre la cúpula militar. Suárez
ya sabía las consecuencias que acarreaba atreverse a sobrepasar determinadas
líneas rojas. El Ejército acababa de dar un puñetazo sobre la mesa y estuvo a
punto de paralizar todo el proceso de recuperación de la democracia cuando se
atrevió a legalizar el Partido Comunista de España el Sábado Santo de ese mismo
año. Es decir, seis semanas antes de que comenzase la campaña electoral, todo
estuvo a punto de irse al garete. La dimisión del ministro de Marina, almirante
Pita da Veiga, y el durísimo comunicado del Consejo Superior del Ejército, hecho
público el 14 de abril, habían llevado a Suárez ante una situación límite.
Para
la extrema derecha y para el franquismo, Suárez, que había sido jerarca del
Movimiento, era un traidor. Para la izquierda, un farsante, un oportunista, un
arribista sin escrúpulos que había fabricado un partido de la nada como
instrumento para consolidar su proyecto personal de poder.
Pero
Suárez hizo de la necesidad virtud. Se ofreció a los españoles como el justo
medio. Y ésa fue la idea-fuerza de su bien trabado discurso.
«Moderación,
diálogo, pacto». ¡Ahí es nada! Frente a una derecha en desbandada, nostálgica
de tiempos pasados, miedosa ante el futuro; frente a una izquierda que pedía
cuentas por 40 años de represión, Suárez ofrecía consenso.
Ahora,
tras comprobar las nefastas consecuencias de haber llevado al debate partidista
la memoria histórica, parece casi un sarcasmo que fuera precisamente el primer
gran político de la Transición el que ofreciera a los españoles un proyecto que
significaba la «síntesis de las dos Españas, de ingrato recuerdo».
Suárez
no era un político de laboratorio. Tal vez fuera un autodidacta, un hombre
dotado de facultades innatas para la cosa pública, pero sabía a quién tenía que
dirigirse, sabía el terreno que pisaba y cómo eran los españoles de mediados de
los 70.
Aquella
España estaba al borde del colapso económico. La inflación alcanzó en 1977 el
23% y su tendencia era a superar el 30%. Aunque el paro sólo era del 4,15%, el
subempleo era enorme. La renta per cápita no llegaba a los 13.000 dólares
(ahora supera los 22.300 dólares).
Se
sentían ya los terribles efectos de la crisis del petróleo y de un sistema
económico proteccionista que, si no se tomaban medidas, llevaba al país al
desastre seguro. Por eso, el consenso que, tras las elecciones, se concretó en
los Pactos de la Moncloa, no sólo tenía una dimensión política, sino social y
económica.
Suárez
era consciente de que los tiempos venideros iban a ser aún más difíciles. Por
eso, en su petición de voto, no jugó a las promesas fáciles, ni a los grandes
ideales. Habló el lenguaje de la calle y solicitó el apoyo para el sacrificio,
para la colaboración en una tarea tan dura, pero a la vez tan gratificante,
como era la de hacer de España un país mejor y más justo, más libre y
democrático.
Habló
de la mujer (en un país en el que todavía el machismo era considerado casi como
una virtud), de la emigración, del pluriempleo… Y, cosa curiosa, no dijo nada
del terrorismo. En 1977 ETA asesinó a 10 personas. Al industrial vasco Javier
Ybarra lo mató justo tres semanas antes de que comenzara la campaña electoral.
ETA, a pesar de la generosa amnistía que promulgó su Gobierno, se iba a
convertir en uno de los quebraderos de cabeza de Suárez:en 1978 los terroristas
asesinaron a 68 personas.
Tal
vez sea esa ausencia la única falla en su propuesta programática a los
españoles.
Pero
Suárez estaba entonces más preocupado por la consolidación de la democracia,
para la que, en ese momento, ETA era sólo un peligro más y ni siquiera tan
acuciante como la posibilidad de un golpe militar o el colapso de la economía.
El
líder de UCD estaba obsesionado por acuñar su propia imagen, por asimilarla a
ese proceso. Y por ello se presentó ante los electores como un hombre que no
pertenecía a «ningún sector privilegiado», como «una persona normal». Una
persona normal… La reivindicación de la normalidad sigue estando presente en
nuestros días en la contienda de los jefes de filas de los dos grandes
partidos.
Pero
la enorme inteligencia de su exposición no sólo consistió en saber a quién
tenía que dirigirse, sino en haber sabido encontrar los argumentos justos para
que la gente le creyera.
Ésa
es la clave del éxito de su fórmula: «Prometí… Prometí… Prometí». Para, a
continuación, lanzar su programa en forma de reto: «Puedo prometer y prometo…».
El
hombre que había hecho posible -siempre de la mano del Rey, a quien se refirió
en su alocución en dos momentos cruciales- el tránsito pacífico de la dictadura
a la democracia, se comprometía en firme a llevar a cabo un ambicioso plan que
significaba la culminación de una reforma política sin precedentes iniciada tan
sólo 11 meses antes.
Su
principal promesa, elaborar una Constitución fruto del consenso y la
colaboración de todos los grupos, la cumplió a plena satisfacción. Dentro de
unos meses se cumplirán 36 años de su aprobación. La fructífera consecuencia de
aquella Carta Magna de la concordia es un país que muy poco tiene que ver con
aquél al que se dirigió el intrépido presidente del Gobierno.
Los
grandes discursos no son los que están llenos de bellas palabras y construidos
sobre alambicada retórica. Los mensajes que han dejado huella en la historia de
la democracia son los que han tenido como consecuencia una acción política que,
efectivamente, ha mejorado la vida de los ciudadanos y ha contribuido a elevar
el rango de sus estados y naciones. Eso sólo pueden hacerlo ciertos grandes
hombres.
Algunas
veces he oído decir que Suárez no tenía suficiente formación, que se aprovechó
del momento, de la oportunidad histórica, de su relación con un Rey que, como
él, era novicio en el cargo, y tantas y tantas otras cosas. A los que eso
afirman, les recomiendo que lean este discurso. O mejor, que, si es posible, lo
vean en vídeo. Que recuerden cómo era la España de 1977 y que se fijen en la de
ahora. Que escuchen sus palabras y que comprueben si aún les siguen tocando las
fibras sensibles del corazón y de la razón.
Si
hay una propuesta profundamente democrática, que represente esencialmente lo
que fue la Transición y el esfuerzo por consolidar el régimen de libertades más
fructífero de la Historia de España, ésa es la que, en apenas 11 minutos,
desgranó Adolfo Suárez, vestido de azul marino, con su cara afilada y su voz
firme, aquella lejana noche del mes de junio del año 1977.
(Prólogo
actualizado sobre la declaración televisada de Adolfo Suárez en junio de 1977 y
publicado en la serie sobre grandes discursos políticos editada en 2008 por EL
MUNDO)
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