Ucrania:
Eurasia versus Atlántica
El
País |24 de marzo de 2014
Crimea
no es crítica: Ucrania lo es. En su territorio va a librarse una pugna que
prefigurará el futuro de Rusia y de Europa. Tras la disolución de la Unión
Soviética en 1991, Rusia vivió una década catastrófica, experimentando un
declive demográfico, económico y militar que desmoralizó a su población y
desconcertó a sus élites, pero el acceso de Vladimir Putin a la presidencia en
2000 abrió un periodo de recuperación de la autoestima y del protagonismo
internacional, basado a partes iguales en la estabilidad institucional de un
régimen autoritario y en el incremento del precio de los combustibles fósiles
que exporta.
Como
han subrayado tantos estudiosos de la geopolítica desde Halford Mackinder, la
extraordinaria extensión —once husos horarios— de unas llanuras interminables
sin límites naturales nítidos que faciliten su defensa ha creado en Rusia una
sensación permanente de inseguridad. Tras su derrota en la Guerra Fría, esa
sensación se agudizó con las intervenciones occidentales en Serbia o Irak,
ejecutadas sin temor a Rusia o respeto a sus intereses, creando una conciencia
de país cercado que explica la agresiva política de Putin en defensa de sus
áreas de influencia, en Georgia en 2008 o estos días en Crimea. Pero en el
empeño por reconstruir un imperio euroasiático, la pieza esencial sigue siendo
Ucrania, y es difícil imaginar la renuncia de Moscú al legado cultural y
geográfico de la Rus de Kiev, su cuna histórica en la alta Edad Media.
La
geopolítica, tan influyente a principios del siglo pasado, adquirió mala fama
por su asociación al empeño germano en ampliar su Lebensraum, pero tras la
caída del Muro de Berlín ha vuelto a reclamar atención como una eficaz
herramienta para interpretar los conflictos del mundo. Robert Kaplan, que con
su bestseller de 2012 La venganza de la geografía ha hecho tanto por
popularizar la disciplina fundada por Mackinder, cita las declaraciones a
Rossiyskaya Gazeta del ministro de Asuntos Exteriores ruso Andréi Kozyrev menos
de un mes después de la disolución de la Unión Soviética: “Nos dimos cuenta
enseguida de que la geopolítica está reemplazando la ideología”.
Vulnerable
como nunca lo había sido en tiempos de paz, Rusia ha estado desde entonces
preocupada por garantizar su seguridad con un glacis de Estados no hostiles, un
esfuerzo sin duda dificultado por la ampliación de la OTAN con una decena de
países del antiguo Pacto de Varsovia. En su expresión más reducida, la nueva
alianza política y económica debería tomar la forma de la Unión Euroasiática,
que Putin ha anunciado para 2015, y que además de Rusia incluiría Bielorrusia y
Kazajistán —amén de otras repúblicas menores de Asia Central—, pero cuya
materialización geográfica parecería amputada si finalmente Ucrania se inclina
por la Unión Europea, como anunciaba el acuerdo de asociación que ha
desencadenado la actual crisis.
Agudamente
consciente de sus intereses geopolíticos, pero ayuna de otra ideología que no
sea el nacionalismo granrruso —y por tanto incapaz de oponer a la democracia
liberal occidental un conjunto de valores atractivos en los que basar un poder
blando— Rusia ha recurrido a la confusa amalgama de tradicionalismo de sabor
ortodoxo y conservadurismo revolucionario que expresa elocuentemente la obra
del politólogo Aleksandr Dugin —en ocasiones descrito como el Rasputín de
Putin, y curiosamente ausente del muy difundido libro de Kaplan—, cuya tesis
sobre la oposición entre el imperio terrestre de Eurasia y el marítimo de
Atlántica (esencialmente, Estados Unidos y Gran Bretaña) se ha hecho popular
entre las élites políticas y militares del país.
Alimentado
tanto por el tradicionalismo de René Guénon y Julius Evola como por el realismo
totalitario de Carl Schmitt y Ernst Jünger o la Nueva Derecha de Alain de
Benoist, Dugin ha dado nueva vida a la añeja idea de Mackinder sobre la
Heartland euroasiática como the Geographical Pivot of History, en continuidad
con la doctrina también euroasiática del príncipe Nikolái Trubetzkoy y el
historiador Lev Gumilev, y preconizando el eje Berlín-Moscú-Teherán como
elemento esencial de una telurocracia opuesta a la talasocracia americana. Con
su obra de 1997 Los fundamentos de la geopolítica: pensando espacialmente el
futuro de Rusia, libro de texto en las academias militares, Dugin pasó de la
marginalidad extravagante al establishment político e intelectual, y no hace
falta decir que en su defensa de un imperio postsoviético enfrentado al
atlantismo y los valores liberales, Ucrania acaba siendo la clave del arco,
porque sin ella la Eurasia que promueve carece de sentido.
La
Unión Europea, que se sabe cada vez menos dependiente del gas ruso, ha alentado
las revueltas de Kiev de forma más retórica que responsable, asociándose a un
equívoco Euromaidán y desafiando a una Rusia que percibe sus intervenciones en
Georgia o Crimea como esencialmente defensivas, una circunstancia que pocos
analistas occidentales reconocen. Dugin, que sin ser el ideólogo del régimen es
quien ha acuñado para él un pensamiento geoestratégico más coherente, ha
declarado recientemente que “la crisis ucrania es una guerra de continentes”, y
solo cabe esperar que las próximas semanas o meses desmientan su diagnóstico.
Luis
Fernández-Galiano es arquitecto.
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