México
2014: narco para principiantes/Héctor Aguilar Camín
Publicado en El País, 25 de marzo de 2014
La
injerencia política más larga que ha tenido Estados Unidos sobre México es la
guerra contra las drogas. La lección central de esa injerencia es que mientras
más esforzadamente ha combatido México el narcotráfico, peor le ha ido como
país, sin que haya logrado nunca el propósito buscado, que es reducir el paso
de drogas a Estados Unidos.
La
experiencia mexicana coincide con la mundial: miles de muertos, centenares de
miles de presos, redes criminales en expansión, sin que pueda alegarse ninguna
mejora sustantiva en el tráfico ni en el consumo. Lo que haya que decir
globalmente, bueno o malo, sobre la guerra contra las drogas hay que decírselo
a Estados Unidos. La guerra contra las drogas es su engendro y su epopeya.
Estados
Unidos crea las prohibiciones fundamentales en materia de drogas dentro de su
territorio y las exporta después al mundo. Durante los Gobiernos de Nixon y
Reagan llega a la conclusión de que el flujo debe contenerse en el territorio
de otros: Afganistán o Turquía, Marsella o Myanmar, Colombia o México.
La
cruzada tarda en desplegarse algo más de un siglo, hasta que alcanza un estatus
universal en el año de 1998, cuando asumen la política prohibicionista todos
los países signatarios de la ONU.
Entre
1985 y 2014, durante 30 años, México ha capturado o matado a todos los grandes
capos del narcotráfico que han florecido en su territorio, más de veinte, todos
ellos legendarios en su momento, elusivos todos, sospechosos todos de estar
libres por su complicidad con el Gobierno. El último de la lista célebre es
hasta ahora Joaquín, El Chapo, Guzmán, consagrado por la revista Forbes como
uno de los millonarios del mundo. La experiencia mexicana dice que mientras
haya mercado ilegal de drogas habrá Chapos millonarios.
Narcotráfico
y complicidad política van de la mano, igual que hampa y policía. El mercado de
las drogas es un mercado robusto, de consumo y rentas altas, capaz de corromper
a quien lo persigue y de producir infinitos competidores. Es también un mercado
ilegal que cuenta con la complicidad de parte de la sociedad, tanto al producir
y traficar como al consumir.
Hasta
los años cuarenta del siglo pasado, el narcotráfico tuvo en México la forma de
redes familiares toleradas, cuando no organizadas, por políticos locales.
Después, hasta los años ochenta, su lógica fue la concentración monopólica,
simétrica de la del poder que había entonces en el Estado. En el seno de aquel
Estado, el narcotráfico tuvo cómplices estratégicos: nada menos que la policía
política del antiguo régimen priísta, la Dirección Federal de Seguridad, radicada
en la Secretaría de Gobernación. El incipiente monopolio del narcotráfico, en
manos de narcos sinaloenses, fue perseguido y destruido en los años ochenta por
el mismo Estado que antes lo protegió, a raíz del escandaloso asesinato, en
1985, en la ciudad de Guadalajara, de Enrique Camarena, un agente de la Drug
Enforcement Administration, la célebre DEA, desde entonces actor estelar,
aunque escondido, de la guerra mexicana contra las drogas.
La
destrucción del monopolio sinaloense dejó un escenario de bandas rivales, hijas
de la misma mata: en Tijuana, los hermanos Arellano Félix; en Sinaloa, Ismael,
El Mayo, Zambada y Joaquín, El Chapo, Guzmán; Amado Carrillo en Ciudad Juárez y
en Tamaulipas, la banda del Golfo, un gang de viejos contrabandistas que entró al
narcotráfico aprovechando el vacío sinaloense y se inventó un brazo armado, el
más mortífero de la historia del narco mexicano, los terribles Zetas.
El
escenario de guerras intestinas entre estas bandas dominó los noventa. Al
empezar el nuevo siglo, los hados se alinearon para potenciar estos
enfrentamientos. He aquí algunos hechos convergentes:
—A
fines de los noventa, Estados Unidos aprieta su frontera contra flujos ilegales
de gente y de drogas. Entre 2001 y 2008 se duplican los efectivos de la
patrulla fronteriza. La frontera se vuelve más dura y más cara para el tráfico
ilegal.
—Entre
2002 y 2008, Estados Unidos aumenta en un 35% las deportaciones de presos
mexicanos a ciudades fronterizas mexicanas, de por sí bullentes de ofertas y
empleos (“jales”) ilegales.
—En
2004, se levanta el embargo de armas de asalto que pende sobre la influyente
industria del rifle estadounidense. A partir de entonces pueden comprarse
fusiles de alto poder, a muy buen precio, en las 8.000 armerías de la frontera.
—En
2006, el Gobierno de Colombia aprieta a sus barones de la droga y aumenta los
decomisos de cocaína en un 65%. La escasez duplica el precio en los siguientes
años. En 2008, México establece que los vuelos privados que vienen del sur
deben hacer pie en su primer punto de contacto aéreo con el país. La medida
interrumpe los pasos aéreos de la droga a suelo mexicano. El control de los
pasos territoriales se vuelve entonces asunto de vida o muerte para las bandas.
—Al
terminar 2005, está instalada la tormenta perfecta: guerra a muerte entre
bandas bien armadas, que se despliegan por todo el país urgidas de dominio
territorial. Todo esto puede leerse, con abundancia de detalles asombrosos, en
el libro de Guillermo Valdés, Historia del narcotráfico en México (Aguilar, 2013)
y en el artículo La tormenta perfecta, de Alejandro Hope (revista Nexos,
diciembre de 2013).
Las
guerras de El Chapo Guzmán y del Mayo Zambada son las más mortíferas: explican
el 67% de los asesinatos de aquellos años, más de 40.000 muertes violentas. Pero
el grupo criminal que hace la diferencia para la sociedad mexicana es el de Los
Zetas. Los Zetas se despliegan por todo el país, reclutando aliados locales y
sometiendo a competidores por el método común del terror. Su dilema es plata o
plomo, colaboración o ejecución. Amplían sus intereses criminales. No solo
quieren asegurar las rutas del narcotráfico, también quieren controlar los
territorios para ejercer en ellos la industria de la protección: extorsión,
secuestro, derecho de piso y de pernada.
Quizá
en ninguna zona de México Los Zetas capturan tanto territorio como en
Michoacán. Su dominio ahí es tan duro que provocan la rebelión de sus aliados
locales. Una banda llamada La Familia Michoacana, entrenada inicialmente por
Los Zetas, se voltea contra ellos y los echa del Estado, tras una guerra
sanguinaria que llena Michoacán de muertos, destazados y degollados.
Este
es el litigio de sangre que decide la intervención del presidente Felipe
Calderón en Michoacán en el año 2007. Empiezan entonces los operativos
militares y policiacos sobre regiones y ciudades. Lejos de contener, la
intervención federal anima la matanza. Nada de esto es claro entonces para
nadie. Lo hemos aprendido después. El Gobierno obstruye rutas, presiona bandas,
captura jefes y cabecillas. Al descabezar las bandas, desata guerras internas
por el poder, fragmenta y desparrama la violencia. La tasa de homicidios
mexicanos inicia su espiral de miedo. Había venido bajando de 19 homicidios por
cada 100.000 habitantes en 1990 hasta 8 por cada 100.000 en 2007. Llegará a 24
por cada 100.000 en 2012. La espiral sangrienta deja en boca de todos la cifra
de 60.000 muertos. La cifra no es exacta (son unos 80.000), pero dice de un
golpe lo que quiere decir: los costos brutales para el país de la guerra contra
las drogas.
La
causa original de la cuota de sangre pagada por México, antes por Colombia,
cada vez más por Centroamérica, es la política punitiva que se deriva de la
prohibición de las drogas.
Es
la prohibición la que genera el mercado ilícito, es el mercado ilícito el que
genera las altas rentas del tráfico, son las altas rentas las que inducen la
disputa violenta por el mercado, es la disputa violenta por el mercado la que
inventa formas de matar y morir que nos hielan la sangre, pues su función es
esa: amedrentar a los competidores.
Mientras
haya mercados ilegales habrá narcos célebres decididos a llevar al consumidor
esos bienes prohibidos por los que la sociedad está dispuesta a pagar y ellos,
a matar.
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