La
hermosa charla/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado
en EL PAÍS, 19/12/09;
Un
joven historiador se refugia en la montaña de León para terminar su tesis. Allí
contempla el desenterramiento de un grupo de personas asesinadas en el verano
de 1936, por orden de su abuelo, un líder falangista. Mientras asiste a este
hecho, anota en un diario sus reflexiones. Hablan de un pasado familiar
conflictivo, pero también de la tensión cainita que parece caracterizar nuestra
historia. El joven historiador se pregunta sobre distintos momentos de esa
perversa obsesión nacional: la reconquista, la expulsión de los judíos, las
luchas fratricidas en la guerra del Perú, las tres Guerras Carlistas o la
Guerra Civil. Tal es el argumento de La sima, la última novela de
José María Merino. (abajo)
Según
unas declaraciones del escritor leonés, fue el comportamiento extremadamente
duro de la oposición en la legislatura socialista a partir del 11-M el que le
animó a escribir sobre ese “espíritu terrible de confrontación” que suele
reinar entre los españoles. La sima en que el protagonista de su novela
contempla los cuerpos de los fusilados durante la guerra es una metáfora de
todas esas simas que nos siguen separando, haciendo tan difícil nuestra
convivencia.
Puede
que la hipótesis de la maldición cainita en la historia española sea
insostenible como punto de partida para una investigación sobre la naturaleza
real de nuestro país, pero basta con echar una mirada a nuestro alrededor para
ver por doquier el fantasma de esa maldición. El tono de muchas tertulias
radiofónicas y televisivas, las descalificaciones brutales en el Parlamento, el
deseo de dañar al rival hasta límites intolerables, y la ligereza con que se
profieren insultos y acusaciones gravísimas, nos advierten de que la amarga
tesis del protagonista de la novela de José María Merino tal vez no ande tan
descaminada.
¿De
verdad los españoles somos así? No deja de ser curioso que los que se expresan
o actúan de una manera más inmisericorde sean luego los que anden enarbolando
la bandera de la patria o el patriotismo. Pero ¿qué patriotismo es el suyo? ¿Puede
fundarse un país sobre esa confrontación permanente entre sus ciudadanos?
Un
país, si de verdad quiere merecer ese nombre, necesita espacios donde se
debatan sus problemas y se vigile a sus gobernantes, necesita la crítica y la
discusión, pero también lugares de sosiego donde encontrarse con los demás y
escuchar esas historias que a todos pertenecen. ¿Cuáles son las nuestras? Una
de las razones de la riqueza de la cultura judía, y de su pervivencia como
pueblo, es la convicción de que, al margen de sus diferencias individuales,
había algo que compartían, aunque sólo fuera la idea del exilio y la esperanza
de alcanzar alguna vez el regreso a la tierra prometida. ¿Tenemos nosotros
algo semejante?
Creo que
no, que carecemos de esas historias comunes que dan cohesión a los pueblos.
Nuestra “arca de las alianzas” está vacía, y eso ha dado lugar a una
proliferación de relatos tendenciosos, sólo dictados por los intereses o la
mala fe de quienes los cuentan. Pero los verdaderos relatos deben ser
universales, pues hablan del corazón humano y ese corazón no varía con el sexo,
la raza o la cultura a que pertenece. El arca de alianzas es el símbolo de la
heterogeneidad de ese corazón, y en los mejores momentos de su historia todos
los pueblos han sabido conservar y cuidar los relatos que guardaba en su
interior.
Eran
esos relatos los que permitían a los hombres sentirse parte de un mismo pueblo,
pero también abrirse a las vidas de los otros pueblos. Para ello, debían
cumplir dos condiciones: surgir de la memoria amorosa y que sus palabras fueran
desinteresadas.
En José
y sus hermanos, la gran novela de Thomas Mann, hay un momento en que
Jacob descansa junto a un pozo junto a su hijo José, que es aún casi un niño.
Es una noche de primavera iluminada por la luna, y ambos están bajo las ramas
de un anciano y robusto árbol, lleno de racimos de flores. Jacob se acerca
maravillado a su hijo, lo que éste aprovecha para reclinar adormilado la cabeza
sobre su pecho. Ambos se ponen a hablar y, como lo que se dicen discurre por
cauces tan llenos de interés y dulzura, José enseguida comprende que la
conversación va a volverse “hermosa”, una “hermosa charla”, es decir “una
conversación que ya no estaba al servicio del intercambio útil de información o
el entendimiento acerca de cuestiones prácticas, sino de la mera enunciación y
declaración de cosas sabidas por ambos, del recuerdo, confirmación y
edificación, y era un canto dialogado como el que intercambian los zagales por la
noche junto al fuego”.
En
nuestro país hay una alarmante incapacidad para mantener charlas así. Hablamos
tratando de imponer nuestras ideas o nuestros credos a los demás, no buscando
el acuerdo con ellos. Tiene razón el joven historiador de la novela de José
María Merino, nuestra historia es una sucesión ruidosa de desencuentros y
turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor.
La
República pudo ser el comienzo de un país distinto, tolerante y amable, y de
hecho pocas veces se habló tanto y tan bien de todo lo divino y humano, pero
fracasó en el intento. ¿Lo ha conseguido la Transición? No lo tengo claro. La
Transición ha sido un luminoso ejercicio de cordura, pero fue posible gracias a
un pacto de silencio. No nos hizo hablar, y faltó algo esencial: la alegría.
Nada que ver con esas charlas a la orilla del pozo de las que habla la novela
de Thomas Mann.
El
nuevo Estado de las autonomías tampoco ha hecho posible charlas así, pues en él
nadie quiere escuchar a los demás. Su dominio es el feroz dominio de la
identidad, no el del gozoso despertar en la casa del otro.
Y ¿qué
decir de la religión? Sus historias hablan de la igualdad de los hombres, de la
crítica a los poderosos y de la necesidad del perdón, pero sus propios
sacerdotes son los primeros en silenciarlas: tienen historias que se niegan a
contar.
Tampoco
la cultura logra cumplir esa función. Guarda la memoria de nuestros sueños,
pero pocos son los que la valoran y son constantes entre nosotros las críticas
acerca de la mediocridad y la inanidad de esos sueños, de modo que aquí nadie
escribe como debe, el cine es un desastre; los músicos, torpes, y los actores,
perezosos e histéricos. Un mundo de titiriteros y aventureros, se dice
despectivamente, como si unos y otros no hubieran alimentado con sus locuras
nuestras mejores charlas junto al fuego.
Hablamos
de nuestro país, incluso tenemos extrañas corazonadas acerca de Juegos
Olímpicos y futuras visitas papales, pero es difícil saber de qué país estamos
hablando, y si tiene algún fundamento seguir manteniendo la ilusión de su
existencia. Sin embargo, estaría bien conservar esa ilusión, aunque sólo fuera
para tener hermosas charlas entre nosotros.
Hablaríamos
de Rocinante y el rucio de Sancho, de los amores desdichados de Fortunata, de
las niñas magas de Ana María Matute, de la infanta y las damitas de compañía
que amó Velázquez, de Rosalía y su sombra negra, de los maestros de la
República, de las cajas de Oteiza, de Picasso y su Minotauro, del péndulo de
Víctor Erice, de la música callada de Mompou, de la pobre Colometa, de la dulce
queja de Lorca o de esa muchacha dormida que es el centro secreto de la obra de
Almodóvar.
Bien
mirado, ¡tenemos tantas cosas que contarnos! Entonces, ¿por qué no empezamos a
hacerlo? “Haz una dulce melodía -dijo Isaías a Tiro, la ramera largo tiempo
olvidada-. Haz dulce tu camino y recibirás una melodía”. Es la dulzura
de esas charlas que se tienen mientras dura el camino de la vida la que debe
dar cuenta del verdadero valor de los pueblos, no la opulencia de sus
mercaderes.
***
José María Merino, La sima,
Barcelona, Seix Barral (Col. “Biblioteca Breve”), 2009, 415 páginas.
DÍA DE INOCENTES
MAÑANA
Ayer cuando llegué no había
niebla pero la oscuridad era ya completa, de modo que fui incapaz de imaginar
el emplazamiento exacto de la montaña. Más tarde, desde la ventana de mi
habitación, descubrí con sorpresa que allá abajo, justo encima del río, se
encuentra
la figura inconfundible de
la casa de los abuelos, cerrada y oscura, con su pequeña torre en lo alto de la
fachada, anoche perfectamente perceptible a la luz de las farolas. También
entonces comprendí que la montaña, aunque invisible, está enfrente, muy por
encima de estos edificios, con la boca de esa sima en el borde inferior de su
cumbre rocosa.
Así fue como volví a
recuperar de repente la sima en la imaginación muy próxima, como la recobro
ahora, su entrada en el extremo más hondo de una gran depresión circular, aquel
día que llegamos a su borde, como también reencontré, recobro, la imagen de
Fausti niño, el Fausti de entonces, mirándome con malevolencia ante la
expectación de los demás mientras me dice que en lo profundo de aquella enorme
concavidad, cuya entrada negra parece estar acechándonos como las fauces de un
monstruo, al final del pequeño terraplén, allí donde resuena el eco de las
piedras que estamos tirando, permanecen los cuerpos de la gente que mi abuelo
mandó matar y arrojar cuando la guerra.
* * *
Recordando a Fausti niño
una vez más y el motivo de que me encuentre aquí de nuevo, para
participar en la búsqueda de los cuerpos de aquella gente supuestamente
fusilada por mandato de mi abuelo, y muchas otras cosas, tardé bastante tiempo
en quedarme dormido.
A pesar del cansancio, con
todo ello se mezclaba la extrañeza del lugar, tras un trayecto que en su último
tramo había estado dominado por una súbita irresolución sobre el destino de mi
viaje, pues cuando llegué a la parte nevada había empezado a dudar sobre el
mejor sitio para albergarme. Me encontraba a lo largo del camino carteles de
hotelitos y casas rurales que parecían reclamarme, pero al fin decidí llegar
hasta aquí, como había sido mi propósito inicial, y aunque mi reserva no
empieza hasta el día 1 de enero, no tuve obstáculos para encontrar habitación,
pues el hotel está casi vacío.
—Usted va a ser uno de los
pocos huéspedes que estarán hospedados estos días.
Eso me dijo el grueso
patrón, como si me comunicase un secreto, mientras me alargaba las llaves.
Al aire doméstico del
establecimiento, fotos de familia en las paredes, un cestillo con una labor de
tejido y sus agujas sobre una mesita, se unen ciertas señales de que las fechas
han incrementado los efluvios familiares. En el momento de mi llegada había en
la sala de estar tres niños jugando y una anciana mirando la televisión, un
mastín enorme tumbado delante de ellos, y no tenían aire de forasteros, pues
los niños ocupaban la sala con sus gritos y con sus movimientos de una manera
excesiva, que nunca podría ser propia de un huésped de alquiler.
Subí a mi habitación, puse
sobre esta pequeña mesa el maletín del ordenador y lo saqué, como si estuviese
dispuesto a comenzar sin esperas mi trabajo, en la inercia de esa obsesión de
la tesis doctoral que me impregna, o mejor dicho me infecta, desde hace varios
años, pero comprendí al punto lo absurdo de mi gesto, dejé el ordenador,
deshice la maleta, coloqué en el armario la poca ropa que he traído. La
habitación tiene una luz anoréxica, hay una lamparita en la mesilla de noche
que puede ponerse también sobre lo que va a ser mi mesa de trabajo.
Me tumbé en la cama,
vestido todavía, y estuve hojeando el periódico local que alguien había
abandonado en una de las mesitas del vestíbulo del hotel y que yo había cogido
al llegar. Es el mismo periódico que se leía en la casa de mis tíos y de mis
abuelos, sigue manteniendo el formato, letras barrocas en el titular, vuelvo a
imaginarlo en las manos de ellos mientras repasaban las esquelas, o rumiaban
pausadamente las noticias, asomados con curiosidad a las fotos, a los
editoriales, inconscientemente convencidos de que aquel montón de hojas ásperas
y oscuras los relacionaban directamente con la realidad.
Yo he vuelto a echarle un
vistazo y en la parte local no encuentro ni un solo nombre reconocible, pero
entre los asuntos que llaman mi atención está el mal uso que al parecer han
tenido las ayudas para el tsunami de Tailandia, las predicciones de los
meteorólogos para el año próximo augurando nuevos huracanes catastróficos, y
una noticia sobre algo que creía olvidado del todo, el presidente del Perú ha
dicho que Sendero Luminoso todavía controla zonas impenetrables para las
fuerzas de seguridad, el valle del río Apurimac-Ene, el valle del Monzón, en la
zona del Alto Huallaga, en la selva central, y aunque son lugares que no
conozco, mis recuerdos peruanos restallaron en mi memoria tan lejos, tanto
tiempo después, como si mi viaje de la jornada hubiese tenido como destino
simultáneo espacios y tiempos diferentes.
Me desnudé al fin, apagué
la luz. Allí estaban Fausti y los demás niños ante la sima, y yo en aquellos
perdidos pueblos de Ayacucho, y los capítulos de la tesis que llevo tanto
tiempo intentando terminar formándose y disgregándose en mi imaginación, y
Marcos y Garnacha hablándome de lo que va ser su vida, de manera que estuve
desvelado mucho tiempo, hasta que recordé también su consejo, don Cándido, lo
recordé como una revelación, como si anoche, y aquel instante preciso, fuese el
momento previsto para que yo lo recordase y pudiese aplicarlo.
* * *
Me ha venido a la cabeza
aquel apodo, Mediohuevo. Pobre don Cándido, ya en los cursos anteriores le
habían puesto ese mote, no sé cómo llegó a oídos del alumnado la noticia
fabulosa de que le faltaba un testículo, yo nunca se lo he preguntado, como es
lógico. Pudo ser una insidia del de ciencias, que quería hacerse cercano,
buscar nuestra complicidad, y a veces hacía estallar como petardos pequeñas
bromas crueles sobre sus colegas, que el Ruzafa lloraba en el cine, que la de
gimnasia se había separado del marido porque la engañaba pero que ella en
realidad también lo estaba engañando a él, que el de matemáticas hacía en sus
horas de ocio casitas de muñecas.
Así que se quedó con
Mediohuevo, habría perdido uno de los testículos en un accidente mientras hacía
el servicio militar, pero don Cándido era muy buena gente, y ahora para mí es
muy querido. Después del colegio me encontré mucho con usted hasta que me
marché de la ciudad, usted me ayudó a organizar mi vida, lo voy a ver siempre
que puedo, pertenece a lo que llamo mi familia no genética, la que se elige,
nos escribimos a menudo a través del correo electrónico, hasta me envía textos
que usted piensa que pueden ayudarme en la redacción de la tesis.
Me vino a la cabeza el
apodo y aquello que nos decía sobre la escritura. Nos reíamos de usted por sus
enfados y reproches ante lo desmañado e incoherente de nuestras redacciones y
por sus asertos literarios, tan extraños para nosotros. Nos repetía muchas
veces lo de los ensayos, lo de los entrenamientos:
—Creéis que ese grupo de
rock que toca tan maravillosamente lo está improvisando esa misma noche, que la
gente que hace atletismo bate esas marcas así como así, que las bailarinas
improvisan esos movimientos que parecen mágicos. No se os ocurre considerar las
horas y horas de esfuerzo previo, de entrenamiento, que han tenido que emplear.
Pues escribir es lo mismo, hay que hacer borradores, esbozos, tentativas,
ensayar, entrenar la expresión correcta, esforzarse en conseguir la forma más
certera de lo que queremos decir, exactamente eso. Además, escribir es una
manera de poner en orden las ideas, una forma de aclarar lo que nos sucede,
haced una prueba, cuando algo os preocupe intentad explicároslo por escrito,
hacedme caso, la escritura es un modo de materializar el pensamiento, pues el
puro pensamiento es evanescente.
Cuando usted decía evanescente,
siempre había alguien que se echaba a reír.
—El pensamiento no se puede
palpar.
Más risas.
—El pensamiento es como
humo, pero la escritura es materia. Los pensamientos escritos se convierten en
conceptos sólidos que pesan, miden y hasta tienen sabor y olor.
Cuando llegaba allí la risa
se hacía general, pero usted no se enfadaba, se quedaba impasible.
—Las palabras pesan, miden,
saben, huelen, paladead la palabra primogenitura, por ejemplo, búcaro,
vértice, peristilo, profecía, carromato, calcetín,
testículo.
La carcajada general tuvo
entonces un aire tan cruel, que varios de la clase miramos a nuestros
condiscípulos con reproche, pero a usted parecía darle igual, había seguramente
en su actitud una conciencia de superioridad bien contrastada, provocadora, que
no podía sentirse agredida por las risas de gente como nosotros.
—Escribir es un instrumento
de sabiduría, de conocimiento, y no hace falta querer ser escritores para que
podamos beneficiarnos de él, mi obligación es que lo sepáis, por lo menos.
Luego, allá vosotros.
* * *
La evocación de don Cándido
me trajo también la suya, doctora Valverde, después de estar visitándola otra
vez durante los meses pasados, porque esto que estoy haciendo es poner en
práctica sus consejos terapéuticos de anotar lo que se me ocurre en mis
períodos de confusión, aunque nunca se lo vaya a dejar leer.
Pero esta noche, cuando el
viento acrecentó mi desvelo, recordé con claridad de revelación instantánea el
consejo de don Cándido. Le gustaba recorrer los pasillos del aula con las manos
a la espalda mientras nos hablaba, ya digo que más que un recuerdo ha sido una
iluminación, aquellas clases y el denodado profesor intentando hacer retroceder
con sus conjuros la otra niebla, de pura ignorancia y estupidez, que nos
cubría, que nos impregnaba, diciendo cosas tan chocantes y risibles para
quienes sentían la escritura y los libros como residuos arcaicos en un espacio
tan vetusto también como el de un aula, alejado de cualquier estímulo de los
que de verdad eran capaces de sacar de su marasmo a aquel grupo de
adolescentes.
La iluminación hizo
desvanecerse todo lo grotesco de la escena para dejar sólo la imagen de don
Cándido- Mediohuevo como una especie de profeta, sólo le faltaba la túnica, lo
vuelvo a ver vestido con unos pantalones de pana y un jersey oscuro, dejaba la
cazadora doblada con cuidado en el respaldo del asiento porque daba las clases
de pie.
Y la conjunción del
recuerdo de don Cándido, y sus consejos sobre la escritura como proceso de
aclaración, y del de la doctora Valverde y sus prescripciones sobre la
escritura como terapia, se superpusieron y mezclaron con aquella imagen de
Fausti ante la entrada de la sima. Los demás niños estaban a mi izquierda y él
a mi derecha, el borde circular descendente tenía forma bastante simétrica,
como un embudo.
* * *
Debería intentar recordarlo
por escrito, pensé, y por fin me levanté de la cama aunque hacía frío, con un
impulso que parecía tener algo de ese automatismo de algunos sueños, o de un
gesto de sonambulismo, y abrí el ordenador, lo encendí, creé una carpeta
denominada ESCRIBIR/ACLARAR sustituí
luego uno de los capítulos numerados pero vacíos de la ristra que, como un
estímulo esperanzado, se alarga en la carpeta de la tesis doctoral, y le puse
como título la primera letra del alfabeto, para que los textos se ordenen
sucesivamente, si es que sigo escribiéndolos, y a continuación la fecha de hoy,
28 de diciembre. Eran ya las dos de la madrugada. Todavía en mi agenda, a pesar
de todo tan laica, dice «Santos Inocentes».
Volví a la cama y me quedé
por fin dormido, pero al despertar por la mañana he recordado mi impulso de
anoche, he abierto otra vez la carpeta nueva y el documento encabezado con la
fecha del día, y me he puesto a escribir.
* * *
También es una manera de
matar el tiempo cuando estás solo en un lugar como éste, en medio de la
aspereza montañosa que la niebla impide contemplar, en unas navidades
solitarias y viajeras, y llegas a una cita más de una semana antes de lo
debido. Menos mal que está puesta la calefacción, ahí fuera debe de hacer
varios grados bajo cero, desde luego la nevada ha sido fuerte, pues tras esa
niebla espesa debe de haber un espacio predominantemente blanco, por eso a
pesar de todo hay un relumbre de luz diurna.
La niebla se incrusta en
todo como una masa sólida.
El exterior está sumergido
en esa compacta inundación algodonosa que parece palpitar con latidos arrítmicos,
casi imperceptibles si no llevasen consigo cierto fulgor plateado, efecto acaso
de los cambios de espesor por las corrientes de aire, por las sombras sucesivas
que el sol debe producir en las montañas invisibles.
Ni siquiera puedo atisbar
la cumbre que sin duda se encuentra enfrente del hotel, muchos metros más
arriba, en cuya base se halla el lugar de la sima, y el fulgor plateado,
metálico, le da a mi habitación, en este edificio desconocido por mí hasta
ayer, una consistencia de única realidad, de espacio de vigilia sitiado por la
inconsistencia brumosa de los sueños.
Pero esto no es un sueño,
he encendido la lámpara para ver mejor aquí dentro y la niebla, por muy densa
que pueda ser, no consigue impedir que haya en ella un brillo de luz de día, de
mañana verdadera, no soñada, de mañana con ruido de vehículos y palabras de
gente atareada en sus afanes.
* * *
Parece que el viaje por
estas asperezas, cuya blancura bajo el cielo gris tenía algo de paisaje
mortuorio, me ha metido el frío en los huesos, y hoy me encuentro de repente
mayor, como decía la gente de mucha más edad cuando yo no lo podía entender,
mucho mayor que ayer, aunque sólo tenga treinta y cuatro años. Y se me ocurre
una imagen física, acorde con ciertas ideas que me dan las descripciones de
Marcos sobre la superficie del planeta: que mi piel se ha resecado un poco más
y mis huesos han perdido otra porción de su sustancia, que mi materia sigue
desmoronándose, y esa sima invisible en la cresta de la enorme montaña que tampoco
se ve me sugiere imágenes de mi propio cuerpo. Pienso en mis simas, en mis
precipicios, en mis zonas rocosas, como señales añejas de pérdidas que van
conduciendo a la disolución.
El tiempo pasa, pienso,
para justificar con un tópico la extrañeza de sobrevivir, pero la amistad de
Marcos, su apasionamiento geológico, me ha enseñado algunas cosas sobre esa
materia planetaria con la que se me ocurre compararme:
la Tierra se arruga y se
desarruga,
sus huesos sin cesar se
nutren y se desnutren,
continuamente huye hacia la
vejez y regresa a la juventud,
su materia vive una tensión
inconclusa y en ella
van haciéndose y
deshaciéndose las montañas y las planicies,
y los valles se ondulan y
se tienden esperando ondularse
otra vez,
y las costas se afirman y
se desvanecen, se recortan y se
alisan,
y los continentes se
dispersan para buscar otra composición,
y los acantilados y las
riberas y las islas y esa montaña
y la sima inmemorial,
desaparecerán un día para
que los minerales se ordenen
de nuevo
y todo renazca de otro
modo,
porque la Tierra no se hace
mayor,
el tiempo para ella tiene
siempre el ritmo de lo naciente.
* * *
Yo lo llamaba no tiempo y
Marcos se ponía nervioso, me replicaba que todo lo que existe está hecho de
tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, que es sólo el ritmo lo que
cambia.
—Pues entonces lo llamaré
tiempo no humano.
Pero me sorprende haber
escrito de improviso una especie de poema sobre la Tierra y el tiempo, si lo
leyese la doctora Valverde me diría que sigue la desgana, el desaliento, la
tristeza, pero qué pensar cuando uno se encuentra en un lugar como éste y ha
recorrido estos valles con las primeras nieves a lo largo de dos días, cargado
de una soledad que no me ha dejado desde que Marcos y Garnacha se marcharon a
sus casas, aunque los dos se empeñaban en que me fuese en su compañía:
—Te vienes conmigo o te vas
con él, pero no te quedas así, o con uno o con otro.
Los dos decían que su
familia respectiva estaría encantada de tenerme, pero yo esta vez preferí
permanecer solo, tengo que ir acostumbrándome a la soledad, pensaba, lo tengo
claro después de lo que cada uno de ellos me ha contado sobre su futuro, además
tengo la justificación, la coartada, de mi trabajo.
—Necesito trabajar en la
tesis, la soledad me va a venir muy bien.
Pero al final la soledad
resulta un poco hipnótica, uno puede acabar haciendo tonterías. La noche de
navidad, aburrido de una tarde de trabajo con la tesis y tras una cena que
apenas se diferenció de las de los demás días, una tortilla de gambas,
espárragos, un poco de jamón del bueno, unos mazapanes, un yogur, cuatro copas
de una botella de cava que luego me produjo acidez, me encontré haciendo gestos
extraños delante del espejo del cuarto de baño, poniendo ojos de mago y manos
con aire de conjuro, como si fuese un niño jugando al Señor de los Anillos.
Claro que no tengo edad
para sentirme desalentado, doctora, aunque cualquiera que esté trabajando en
este intento de descubrir la pista segura en el laberinto que es una tesis
doctoral me puede comprender sin necesidad de ninguna formación en psicología.
No es desaliento sino
fatiga, hartura, y encima cuando uno llega a un paraje así, aunque sean los
mismos lugares que conoció en la infancia, no puede menos que intuir que los únicos
que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros, que el tiempo es ajeno a estos
espacios, que la Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente
biológico, doctora.
Y profundizando en esa
reflexión, poniéndola por escrito para que no sea evanescente, como decía don
Cándido, a mí pensar así no me desazona, incluso me reconforta: considerar que
sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya
hubiese transcurrido, como si ya estuviese muerto, como estaría si cuando me
metí todas aquellas pastillas Marcos y Aurora no me hubiesen descubierto antes
del resultado fatal, o como irremediablemente estaré así que pasen cincuenta
años, por no decir veinticinco, mientras esa montaña que no puedo ver por culpa
de la niebla, parte del cuerpo planetario, continúa apretando o relajando su
masa, sigue realizando todos esos movimientos imperceptibles que según Marcos
el planeta lleva a cabo de continuo, y esos desfiladeros que nos parecen
definitivos no acaban de perfilar sus tajos, y las ondulaciones que se derraman
para formar los valles laten de manera inapreciable, y todo el universo palpita
en un curso sin reloj ni calendario que continuará su lenta e inescrutable
pulsación ajeno al tiempo de esta vida nuestra.
Claro que me reconforta
saber que prácticamente ya no existo, doctora, que desde una perspectiva
estadística nunca he sido nada, como usted, como la especie, como todos los
especímenes que llamamos vivos. Esto no es depresión, es pura lucidez, y si no
la amortiguase de ordinario, si no me obligase a mantenerla adormecida, dejaría
de una vez la dichosa tesis, me apartaría de la gente y me retiraría a una de
esas cuevas ocultas en un paraje perdido, como hacían los ermitaños, a un sitio
como el Valle del Silencio, a la más
escondida choza de una
braña, aquí las llaman cabanas, para dedicarme a contemplar la rueda de las
estaciones esperando el fin, o quizás volvería a meterme en el cuerpo una caja
de barbitúricos.
* * *
He recordado la sima y a
Fausti aquella vez, y la causa de mi venida a estos parajes, andar buscando
cuerpos de antiguos asesinados, y luego a don Cándido, me avergüenza lo de
Mediohuevo, y a la doctora Valverde, después de ese inicio he escrito algo que
parece un poema por lo sincopado del texto, yo jamás había escrito un poema, he
continuado escribiendo con entusiasmo, la niebla sigue apretada como una venda
alrededor de todas las cosas, y como me tomé uno de esos yogures que he traído
en el coche ni siquiera me han entrado ganas de desayunar.
No sé si las confusiones
mentales se aclaran escribiéndolas, pero no cabe duda de que escribir es una
forma de materializar el tiempo, de poderlo contemplar, aunque sea bajo la
apariencia de discurso caótico.
Aquí estoy pues mientras la
mañana cuaja cada vez más en niebla, sin que nadie conozca mi paradero y en una
soledad tan intensa que la siento alrededor de mí como el aliento de un animal
de compañía.
El profesor Verástegui me
diría que esta soledad es muy propicia para que trabaje en mi tesis, pero
aunque ése fue el pretexto para adelantar tanto mi viaje y recorrer estas
carreteras nevadas con riesgo de quedarme atascado en cualquier sitio, lo
cierto es que no soy capaz sino de abrir el sumario y echar un vistazo, y acaso
de releer un capítulo para modificar la redacción de algunos párrafos, o
aclarar mejor una referencia a pie de página, pero sin verdaderas ganas de
esforzarme por entrar en materia un poco a fondo.
* * *
Esa dichosa sima, la sima
de Montiecho, y las razones y sinrazones de los cuerpos en ella supuestamente
sepultados, con esta niebla es imposible adivinar la forma de la montaña pero
me parece intuir su perfil, más una alucinación mental que un efecto visual,
ese lugar
insondable que está ahí
aunque no lo consiga ver, ha permanecido siempre dentro de mí reclamando mi
atención, o yo dentro de él intentando salir, aunque a veces creyese haberlo
olvidado.
Ahondando en mi relación con
la sima, ahondar es la palabra, conocí el significado femenino que el
psicoanálisis concedió a cierta visión humana de las cuevas y de las grutas, y
su condición de ámbito propicio a algunas expresiones plásticas y rituales. En
la sierra de Atapuerca se ha descubierto esa «sima de los huesos» que, según
dicen, da mucho para elucubrar sobre el origen del pensamiento simbólico. La
sima sería una gruta, una cueva o caverna peculiar, de donde no se puede salir,
no un lugar para la visita o el culto intermitente sino un punto definitivo, el
de la llegada final, la frontera del mundo invisible.
Acaso mi abuelo, o sus
compañeros, quienes arrojasen a la sima de Montiecho los cuerpos de sus
adversarios asesinados en la Guerra Civil, si es que es cierto que los
arrojaron allí, no sólo buscaban una eficaz desaparición física sino que
solemnizaban sin saberlo un rito de exclusión también espiritual, la expulsión
de este ámbito de la realidad, la anulación total de la existencia del
adversario.
En mis trabajos recopilatorios
para la tesis he encontrado otras simas relacionadas con las confrontaciones
españolas, la que llaman «sima de los Cristinos» en la sierra de Urbasa,
Navarra, donde se dice que los carlistas tiraban los cuerpos de los fusilados
liberales, un sitio cercano al sangriento campo de batalla en el que tuvo lugar
la acción de Artaza, enorme victoria de Zumalacárregui sobre el general Valdés.
Las tropas liberales eran tres veces superiores a las suyas y sin embargo
fueron derrotadas, aunque en la refriega hubo setecientos muertos. También he
encontrado las simas de Igúzquiza y Ecala, donde dice el sumario de su juicio
que el carlista llamado Ezequiel Lorente, alias Jergón, arrojaba los
cadáveres de los jóvenes, doncellas y ancianos que mataba, después de cortarles
las orejas para comérselas fritas.
Claro que, aunque lo tenga
reseñado, esto se sale del espacio de mi tesis, pues sucedió en 1876, al final
de la segunda guerra carlista, pero no deja de ser ilustrativo de la brutalidad
nacional. También se dice que el general Cabrera, cuando no mataba a los niños
de once o doce años, ordenaba cortarles
las orejas. Lo tengo recogido pero no puedo emplearlo, por falta de fuente
fidedigna, como por ser de origen novelesco tampoco puedo aportar a mi trabajo
aquello que cuenta Galdós en Zumalacárregui sobre una especie de
ermitaño llamado Borra, a quien el general Mina sorprendió en actos de
espionaje a favor de los carlistas y condenó a muerte, «conmutándole luego la
pena por la menos cruel y más
infamante de cortarle las
orejas».
Y no quiero olvidar que,
entre los primeros descubridores españoles en Chile, hubo uno, no soy capaz de
recordar su nombre, que se marchó tan lejos porque Francisco Pizarro había
hecho que lo desorejasen, pero esto también excede del campo de estudio de mi
tesis, como esa sima de Jinámar, en la Gran Canaria, donde al parecer se
arrojaron los cuerpos de muchas víctimas de la represión franquista, que
también tengo reseñada, con tantas otras cosas relacionadas con la
confrontación violenta como antigua costumbre española, simas y simas para
esconder los cuerpos de los enemigos asesinados, a lo mejor vecinos, o gentes del
pueblo de al lado, o antiguos compañeros de estudios. Quién sabe si la sima de
Atapuerca no alberga los cadáveres de los asesinados en otra protoguerra civil,
un enfrentamiento sanguinario entre los miembros de una misma tribu.
De modo que me he quedado
mirando la niebla que inunda el valle, esa niebla que nos sumerge en un mundo
invisible, haciendo que las cosas se desvanezcan. Una niebla en la que los
transeúntes sólo deben ver sombras confusas, espectros que se acercan, y ellos
mismos no deben de ser sino sombras confusas, también espectros, para quienes
los encuentran al pasar, como si la sustancia verdadera del mundo fuese una
misteriosa dispersión de fantasmas que deambulan entre puentes y árboles y
viviendas, digamos otra vez, evanescentes.
Espesa, la niebla inunda el
valle y nos parece que es un aliento de la tierra dormida, el flujo de su sueño
invernal, pero la niebla sale de nosotros mismos, es nuestra más segura
emanación, es la señal de lo que nos compone, de lo que inunda nuestros valles
secretos, de
lo que sumerge los parajes
de nuestra conciencia.
TARDE
Seguro que ya soy noticia
en el pueblo. Fui a comer al mismo restaurante al que íbamos a veces, con mis
abuelos, mis primos y yo en la niñez, y una de las camareras, Petri, la chica
blanca y rubia que cuando era muchacha ayudaba a Asun, convertida ahora en una
mujer rechoncha, me reconoció:
—¿Pero no eres tú Fidel, el
nieto de doña Ramona, que en paz descanse?
Resulta que ahora trabaja
en ese sitio, y aunque por un lado su reconocimiento me dio la confortación que
siempre producen los gestos de simpatía, por otro me fastidió, pues perder el
anonimato ha sido una manera de quedar despojado de una invisibilidad en la que
me sentía protegido, sobre todo en las circunstancias de colaboración en una
empresa polémica que me han traído hasta aquí, como si ese despojamiento fuese
una consecuencia de que la niebla se empezó a despejar y comenzaba a permitir
también que las montañas que rodean el pueblo, cubiertas de nieve, mostrasen ya
sin disimulos los relieves de sus volúmenes, y pudiese atisbarse el lugar de la
sima.
Ante sus palabras me sentí
un poco atrapado por sorpresa, además en la comida no me dejó en paz, quería
saber de la familia de mi madre y yo poco podía contestarle, y tampoco quería
decirle con claridad que no tengo relaciones con ellos, que no los he visto ni
siquiera cuando murieron los abuelos, en esa cercanía artificiosa que propician
los cementerios, y que sólo he ido conociendo las muertes porque el primo
Fernando me ha ido haciendo llegar unos telegramas después de los funerales, en
un impulso que, a pesar de todo, me parece conciliador.
Era evidente que Petri no
quería importunarme, pero venía a mi mesa cada poco, como si cumpliese el
destino de un revoloteo goloso. Por fin quiso saber también qué hago por aquí,
dónde me albergo.
—¿Estás viviendo en la
casa? Da gusto ver cómo la sigue cuidando Asun, esa prima de tu madre. La tiene
como un pincel, igual que cuando vivían tus abuelos.
Le mentí, contesté que
estoy de paso, que voy de camino para visitar a unos amigos más arriba, que
sólo me he detenido en el pueblo para comer, acechando sus ojos claros para
corroborar, en la confianza que reflejaban, el éxito de mi mentira.
* * *
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