‘La
marcha Radetzky’/
Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.
La
Vanguardia | 29 de diciembre de 2014
El
día primero de enero, millones de europeos oiremos una vez más esta música
marcial que pone punto final al concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de
Viena, y quienes tengan la suerte de escucharla directamente marcarán el ritmo
con sus palmadas. El título de esta obra compuesta por Strauss en honor de un
viejo mariscal checo tras su victoria en Colozza, y utilizada desde entonces
para celebrar la gloria del imperio, es también el que Joseph Roth, que la
calificaba de “Marsellesa del conservadurismo”, dio a la célebre novela que
refleja su declive y lamenta su desaparición.
La
novela describe sin piedad la estructura política esclerotizada y absurda de la
Doble Monarquía, la Kakania de Musil, mantenida por un culto cuasi religioso a
la figura del emperador y a valores trasnochados, militarista y burocratizada
hasta extremos ridículos. Un sistema político dominado por una nobleza que
detestaba la representación popular, y que como dice el conde Chornijcki, uno
de los personajes centrales de la novela, había muerto mucho antes de 1914,
pero en el que durante siglos habían convivido tres o cuatro naciones y una
decena de pueblos. Al presentar su obra en el Frankfurter Zeitung, en donde se
publicó por entregas antes de aparecer como libro, Roth lamenta la desaparición
de una patria llena de defectos, pero “que permitía ser a la vez patriota y
ciudadano del mundo, austriaco y alemán en medio de todos los demás pueblos
austriacos”.
La
caída de los imperios al término de la Primera Guerra marca más el triunfo del
nacionalismo que el de la democracia. Un sentimiento que venía creciendo a lo
largo del siglo XIX, pero que la guerra convirtió en una fuerza arrolladora.
Atizado en parte por las potencias beligerantes, tanto las de la Entente como
las de los imperios y convertido por Wilson en la clave para asegurar la
democracia y la paz en Europa. No sin alguna dosis de hipocresía, pues los
aliados no dudaron en sacrificarlo cuando su libre juego hubiera podido alterar
el “equilibrio europeo”. Silesia fue incorporada a Polonia contra la voluntad
expresa de sus habitantes y se impidió que la República austriaca, ya
exclusivamente germánica, se uniese con Alemania como preveía el artículo 2.º
de su Constitución. Incluso se rechazó la voluntad casi unánime de la población
de las islas Aland de incorporarse a Suecia para evitar que esta adquiriese un
dominio excesivo en el Báltico.
No
fue sin embargo esta hipocresía la principal causa del estrepitoso fracaso del
principio de las nacionalidades, no sólo para traer la paz a Europa, sino para
alumbrar estados nacionalmente homogéneos. En todos los estados que resultaron
de la fragmentación de los imperios existían minorías nacionales, cuyos
miembros quedaron relegados, en el mejor de los casos, a la condición de
ciudadanos de segunda y en muchos casos, privados de la ciudadanía pese a los
esfuerzos de la Comisión de Minorías que la Sociedad de Naciones se vio
obligada a crear. Una situación explosiva a la que tras la Segunda Guerra
Mundial se quiso poner término de una manera brutal. Como dijo Tony Judt, en
lugar de cambiar las fronteras, se decidió mover a los habitantes. La “limpieza
étnica”, uno de los hechos más terribles de la historia de Europa, obligó al
desplazamiento de catorce millones de alemanes, pero no sólo de ellos.
Ya
antes de la Primera Guerra, muchas mentes lúcidas previeron la catástrofe e
intentaron evitarla. El Partido Socialdemócrata Austriaco luchó hasta el final
por mantener la unidad mediante la transformación del imperio en una República
Federal, y hasta el Gobierno alemán, aunque sólo cuando la derrota era ya
segura, ofreció a los aliados aceptar los catorce Puntos de Wilson si el décimo
se interpretaba, de acuerdo con su tenor literal, de manera que fuese
compatible con una Federación de la Europa Central en torno de Alemania.
Todo
en vano. El triunfo del principio de las nacionalidades exacerbó el
nacionalismo, que en Alemania se convirtió en racismo, y tuvimos de nuevo la
guerra y ahora también el Holocausto. Pero ya que no por el amor o el respeto
mutuo, parecía que, tras la experiencia del horror, los europeos nos veríamos
al fin obligados a unirnos por el espanto. De ahí nacieron las Comunidades
transformadas después en Unión.
Ahora,
de nuevo, como cuando se escribió La marcha Radetzky, el fervor nacionalista
amenaza fragmentar algunos de los estados y romper la Unión.
En
España y en el Reino Unido, dos estados cuya plurinacionalidad es bien distinta
de la del imperio austro-húngaro por muchas razones –entre otras por la de que,
en ambos casos, a diferencia de lo que allí sucedió, esas naciones plurales
actuaron como una sola para firmar el principio de soberanía nacional como
fundamento de legitimidad de los respectivos estados–, cobra fuerza el
independentismo de catalanes y escoceses. En Italia y en Bélgica, con
estructura muy distintas, también la unidad se ve en peligro. Quizás el único
factor común de todos estos nacionalismos sea el económico.
Como
también es la economía la que cava un abismo cada vez más hondo entre los
estados acreedores y deudores de la Unión y acentúa la desigualdad en el seno
de estos últimos. La opción de edificar sobre la economía la construcción de
Europa ha permitido grandes progresos, que sin embargo no permiten ignorar la
ambigüedad esencial que debilita sus cimientos. Durante varias décadas no se
cuestionó la compatibilidad de políticas económicas estatales orientadas hacia
la igualdad y la redistribución, con un mercado único europeo puramente
liberal. Se creyó que la voluntad política permitiría desmentir aquella
escéptica profecía de Hayek de que nunca sería posible que “el pescador noruego
acceda a renunciar a una mejora económica para ayudar a su colega portugués, o
que un obrero holandés pague más por su bicicleta con el fin de favorecer al
mecánico de Coventry, o que el campesino francés abone más impuestos para
favorecer la industrialización de Italia”. A partir de la revolución neoliberal
de finales de los años ochenta y muy acusadamente desde el comienzo de la
recesión, esta compatibilidad parece difícil y, lo que es aún peor, comienza a
dudarse de la posibilidad de una política redistributiva de la propia Unión.
Este
regreso al nacionalismo puede ser celebrado, aceptado con resignación, o
combatido. A mi juicio, sobran las razones tanto pragmáticas como éticas que
impulsan a combatirlo, pero allá cada cual.
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