Revista
Proceso
# 2055, 19 de marzo de 2016.
Cuando los
militares pierden el honor.../ ANA LILIA PÉREZ
“¿En qué punto se torció el honor militar?”,
se pregunta la periodista Ana Lilia Pérez al hacer un recuento de la violencia
que las fuerzas castrenses mexicanas han desatado contra la población civil,
revisión que empareja los regímenes de Gustavo Díaz Ordaz y Enrique Peña Nieto
(y los intermedios) merced a los emblemáticos casos de Tlatelolco y Ayotzinapa.
Con autorización de la autora, a continuación se publican fragmentos de
Verdugos. Asesinatos brutales y otras historias secretas de militares, puesto
en circulación por Grijalbo.
Cuando
un militar comete un crimen, ¿lo hace por negligencia, por dolo o por mal
desempeño? Los asesinatos de civiles a manos de miembros de las fuerzas armadas
en México desmitifican la institucionalidad de los militares, la figura de
heroicidad que a lo largo de varios regímenes se ha pretendido otorgarles para
respaldar de manera indirecta el uso faccioso que los distintos presidentes han
hecho del Ejército Mexicano. Son muestra palpable del enorme grado de
vulnerabilidad de la sociedad civil frente a algunos miembros de la milicia,
vulnerabilidad que se potencia cuando esos atroces crímenes se callan o incluso
se ocultan.
¿Qué
lleva a los militares a estallidos de violencia, ira u odio incontenibles? La
disciplina militar tiene su propia lógica, una lógica por la que se preparan
hombres para utilizar armas y matar.
La
lógica de esa disciplina se inculca en los militares de carrera desde el
Heroico Colegio Militar, el plantel más importante de educación castrense,
dependiente de la Dirección General de Educación Militar y Rectoría de la
Universidad del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos. En él, durante cuatro años
se les educa bajo reglas tácitas de obediencia incuestionable desde la potrada,
el bautismo no oficial que se ofrece a manera de bienvenida a los imberbes
cachorros de primer ingreso, a quienes los superiores –oficiales, futuros
colegas– harán ver su suerte como buenos para nada, malos para todo. La potrada
durará hasta que se les temple el carácter. Se les enseña el “¡Sí, señor! ¡Sí,
mi general! ¡Sí, sí, sí!”, y la única respuesta correcta: aguantar y obedecer,
sin tener ninguna oportunidad de cuestionar.
Ubicadas
en la zona sur del Distrito Federal, las aulas del Heroico Colegio Militar
–inauguradas en septiembre de 1976–, con ese halo que supone misticismo,
conforman un impresionante conjunto arquitectónico que simboliza el
telpochcalli, el lugar en el cual los antiguos aztecas educaban a los jóvenes
para la guerra. Su edificio de gobierno tiene como forma la de la máscara del
dios Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y las instalaciones que comienzan
en el gimnasio y contienen la sala de historia y el área de dormitorios donde
los aguiluchos (cadetes) reposan, simbolizan al dios Quetzalcóatl.
En
esas aulas, en un ambiente que pretende celo en la vida dedicada a las armas,
se curte el temple de los militares de carrera: un temple que al estilo
draconiano se les seguirá forjando en batallones, campos, campamentos y
cuarteles, como si el implacable sargento mayor Hartman (célebre personaje del
filme Full Metal Jacket) saltara de la pantalla para meterse en la piel de los
oficiales entrenadores. Ésa es la misma lógica bajo la que se educa, entrena y
adiestra a todos los miembros de las fuerzas armadas, la que replican los
oficiales en la tropa.
Lealtad,
devoción, valor, honor, abnegación, se promueven como valores del instituto
armado; pero los altos mandos los enseñan de manera absolutamente vertical
según su visión. En los cuarteles, batallones y regimientos el mando aplica la
disciplina y conforme a su criterio arresta, detiene y castiga a los
subordinados.
Tal
disciplina ciega desencadena como efecto negativo en lo que los militares
definen como mala conducta, desobediencia, insubordinación, y ha llevado a más
de uno a niveles de violencia exacerbada en el clímax de dicha “indisciplina”
asesinando a sus “superiores”; a militares de alta jerarquía a asesinar a “sus
inferiores”, o a los llamados delitos contra el honor militar, que es como la
propia Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) define las imputaciones
hechas a militares, las cuales pueden motivar su “baja forzada”.
Los
crímenes de elementos castrenses ¿pueden haberse cometido por simple ira, o son
consecuencia directa o indirecta de la manera de impartir la disciplina interna
o incluso de la forma de organización en las filas del Ejército?
En
junio de 2012 el periódico mexicano 24 Horas publicó –con base en una solicitud
de acceso a la información– que cada año un promedio de 470 soldados en activo
de todos los grados militares, exceptuando a generales, ingresan a hospitales
castrenses por diagnóstico de enfermedades mentales, desglosadas en: 40% por
estrés, 30% por problemas afectivos y 20% por el uso de sustancias
psicotrópicas, y que tan sólo entre 2006 y 2011 los nosocomios habrían atendido
a 2 mil 354 militares en tales circunstancias.
En
noviembre de 2013 La Jornada cuantificó –con base en datos obtenidos de la
Sedena– en 20 mil 469 el número de miembros de las fuerzas armadas que entre
2006 y 2013 recibieron atención especializada por trastornos psicológicos.
¿Qué
detona la ira en esos cuarteles donde lo primero que se enseña a los soldados
es a cargar un arma y disparar? ¿Cuáles son las consecuencias? Los peores
crímenes no requieren grandes motivos, concluyó hace 60 años la filósofa
alemana Hannah Arendt en sus célebres ensayos sobre la banalidad del mal; no
encuentro frase más adecuada para hablar de muchos de los crímenes ocurridos en
contra de la sociedad mexicana con balas militares disparadas a mansalva.
En
tiempos de paz, masacres de inocentes
¿En
qué punto se torció el honor militar? De Gustavo Díaz Ordaz a Enrique Peña
Nieto, los presidentes concedieron atribuciones extraordinarias al Ejército
Mexicano para hacer de las fuerzas armadas un uso en los límites de la ley en
contra de la disidencia política y social.
En
el caso de Díaz Ordaz, para desarticular movimientos sociales críticos a su
régimen fomentó una política de Estado conocida como guerra sucia donde la
represión militar incluyó torturas y desapariciones forzadas, a la cual dio
continuidad su sucesor, Luis Echeverría Álvarez.
La
pertinaz memoria de los sobrevivientes de la noche de Tlatelolco aún se
estremece al recordar el ruido de los pesados tanques al sitiar la plaza, el
sonido de las botas al chocar contra el pavimento, las luces de bengala que
precedieron al tiroteo, las carreras de los muchachos, las persecuciones, los
golpes y suplicios: soldados asesinando a bachilleres aguerridos o ciudadanos
que aquel fatídico 2 de octubre se hallaron en su camino. Todavía son heridas
abiertas las que dejaron militares y también paramilitares o guardias blancas,
responsables de la matanza de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas.
En
325 personas calculó las víctimas John Rodda, legendario reportero del
rotativo británico The Guardian. Las cifras oficiales hablaron de 25 muertos y
36 heridos. Con base en documentos desclasificados de la CIA, la Agencia de
Inteligencia de la Defensa (DIA) y la Oficina Federal de Investigaciones (FBI),
la organización Archivos de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés)
cifró entre 150 y 200 las personas que perecieron en la matanza, comparándola
con la masacre de 1989 en la plaza de Tiananmen, en Pekín.
El
número de muertos aún es tan incierto como lo fue la imposibilidad de
identificarlos a todos, pero cada uno representó el inaceptable abuso castrense
y de paramilitares contra ciudadanos comunes, según describen las autopsias
practicadas a los cuerpos que quedaron en calidad de desconocidos…
Al
cabo de los años, ese mismo Ejército es el que dispara a mansalva y altera
escenas del crimen para encubrir que asesina extrajudicialmente. Son esas
mismas balas de su uso exclusivo las que se descargan sin reglas de conflicto o
códigos de guerra en sitios como Tlatlaya (Estado de México, junio de 2014),
Ostula (julio de 2015) o cual sea el lugar donde, en nombre del supuesto
combate al crimen, se exterminan testigos y se borran evidencias para ocultar
las deficiencias propias, y que en las calles como en los cuarteles la manera
usual de “combate” es el Código rojo.
Modelo
de represión
La
historia del uso faccioso de los cuerpos militares y las doctrinas aprendidas
por altos mandos mexicanos en el modelo de la Escuela de las Américas no puede
entenderse sin colocar la mirada en el estado de Guerrero, donde hombres como
Arturo Acosta Chaparro y Francisco Humberto Quirós Hermosillo hicieron escuela
en materia de represión y abusos contra los ciudadanos, un esbozo de lo que en
años futuros se institucionalizaría en buena parte del país.
La
Escuela de las Américas, el centro de adiestramiento militar más polémico del
continente, se instaló en 1946 en Panamá para formar militares de élite
expertos en técnicas de combate, tácticas de comando, inteligencia militar y
contrainsurgencia; un modelo de soldado cuyo perfil fue definido por uno de los
principales diarios panameños en cuatro palabras: “La Escuela de Asesinos”.
De
sus cuadros egresaron muchos de los militares que, mediante golpes de Estado,
gobernaron países de Centro y Sudamérica, otros que en las Fuerzas Armadas
mexicanas ocuparon altos mandos y a quienes se les responzabiliza de
desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales en diversas entidades del
país.
Las
fuertes críticas y acusaciones a sus egresados por graves violaciones a los
derechos humanos obligaron a que la escuela cerrara en Panamá y se trasladara a
bases y fuertes estadunidenses, en campus como el llamado Instituto de
Cooperación para la Seguridad Hemisférica (SOA/WHINSEC), donde cada año
militares mexicanos, al igual que de Centro y Sudamérica, son entrenados.
Su
modelo de adiestramiento es el que en México se vio desde los años setenta por
mano de militares, como los generales Acosta Chaparro y Quirós Hermosillo,
quienes lo aplicaron precisamente en entidades como el estado de Guerrero:
desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura y violaciones a
manos de las tropas, siendo uno de los primeros estados prácticamente
militarizados para apabullar movimientos sociales, como luego ocurriría en
Chiapas y Oaxaca, y en años más recientes en otras entidades del resto del
país.
En
Guerrero ocurrieron casos de desapariciones forzadas que a la postre se
definirían como emblemáticos. Uno de los más relevantes fue el de Rosendo
Radilla Pacheco, detenido y posteriormente desaparecido en Atoyac de Álvarez en
agosto de 1974 con la excusa de que aquel líder social, secretario general de
la Confederación Nacional Campesina (CNC), componía corridos para Lucio Cabañas
y música en la que reivindicaba la lucha del maestro rural. Empeñados en
conocer el destino final de su padre, sus hijos impulsaron un proceso legal en
el que sólo hasta tres décadas después lograron que la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) juzgara y condenara al Estado mexicano por su
desaparición; fue uno de los primeros en que cortes internacionales juzgaron el
actuar de las fuerzas armadas mexicanas, de ahí su trascendencia.
Desde
aquellos años de guerra sucia, el gobierno federal desplegó en Guerrero a un
Ejército desenfrenado por hacer sentir la dureza de su puño; a partir de 1994,
año de su fundación por el antropólogo Abel Barrera Hernández, el Centro de
Derechos Humanos de La Montaña, Tlachinollan, ha documentado habituales
agravios de militares, particularmente en contra de las 120 comunidades de la
región de La Montaña.
Se
trata del mismo perfil de abusos que ocurren de La Montaña a La Sierra, de la
Costa Chica a la Costa Grande, de Atoyac a Aguas Blancas; de la represión
castrense contra el profesor normalista Lucio Cabañas o Genaro Vázquez en los
años setenta, o la responsabilidad por colusión u omisión en el caso de los
estudiantes normalistas de Ayotzinapa en 2014.
La
historia de las fuerzas armadas en esa entidad incluye graves casos que
organismos internacionales de derechos humanos pusieron bajo su lupa, como la
detención, tortura y encarcelamiento de los ecologistas Rodolfo Montiel Flores
y Teodoro García Cabrera, y el asesinato en mayo de 1999 de Salomé Sánchez
Ortiz en la comunidad de Pizotla, municipio de Ajuchitlán del Progreso, todos
miembros de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán
(OCESP). El segundo incidente ocurrió bajo una operación dirigida por el
teniente coronel de infantería José Pedro Arciniega Gómez, acompañado del
capitán Artemio Nazario Carballo y 43 elementos de tropa: el cuerpo de Salomé
quedó tirado mientras los militares no permitían que nadie se acercara al
tiempo que, sin orden alguna, cateaban casas y golpeaban a sus habitantes.
El
caso de los ecologistas tenía mucho fondo: con su defensa de los bosques de
Petatlán obstaculizaban los negocios ilegales de tráfico de madera de hombres
como Rogaciano Alba Álvarez, quien fue alcalde del municipio de 1993 a 1996 y
llegó a dirigir la Unión Ganadera Regional; era un hombre peligroso, pues
además de la tala clandestina operaba negocios de narcotráfico. Por muchos años
se le denunció reiteradamente, y en vez de que la autoridad hiciera cumplir la
ley, sus detractores fueron detenidos, torturados, encarcelados, y en el peor
de los casos asesinados. Fue hasta 2010 que el gobierno federal le imputó
cargos de tráfico de drogas en conexión con los cárteles de Sinaloa y La
Familia Michoacana. El Roga fue también identificado por organizaciones de
derechos humanos como autor intelectual del asesinato de la abogada Digna
Ochoa, defensora de Rodolfo Montiel y Teodoro García.
En
Guerrero se registró una masacre el 8 de junio de 1998 en la comunidad mixteca
de El Charco, municipio de Ayutla de los Libres: fueron asesinados 11
campesinos, supuestos miembros del Ejército Popular Revolucionario (EPR), que
pernoctaban en la escuela del pueblo, además de resultar heridas cinco personas
y detenidas otras 21, trasladadas al cuartel de la IX Región Militar en
Acapulco a cargo del general Alfredo Oropeza Garnica. El hecho se denunció
también ante instancias internacionales, y en junio de 2012 la CIDH le dio
entrada para su investigación.
Si
en los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez los militares
protagonizaron agravios tan significativos, en años posteriores su actuar se
fue deteriorando aún más. Las fuerzas armadas se convirtieron en uno de los
sectores gubernamentales que más han violentado los derechos humanos de los
ciudadanos a juicio de la CNDH: desde su creación en 1990, y sobre todo en la
década posterior, la CNDH hizo a la Sedena recomendaciones particulares y generales
cada vez más frecuentes. l
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