Independencia del
juez: ¿una fábula?/Francisco Sosa
Wagner, catedrático. Su último libro se titula precisamente La independencia del juez: ¿Una fábula? Un relato escrito para personas curiosas y legas (La Esfera de los Libros, 2016).
El Mundo, 31 de mayo de 2016.
Centrar -como es
frecuente- el debate de la independencia de los jueces en la composición del
Consejo General del Poder Judicial, es decir, discutir si su elección ha de
atribuirse a los galgos (las asociaciones judiciales) o a los podencos (los
partidos políticos representados en el Parlamento) no es -a mi entender- el
camino adecuado.
En primer lugar,
porque este sistema de autogobierno corporativo no forma parte obligada del
guión de un Estado de Derecho y la prueba es que Alemania, Estados Unidos, Gran
Bretaña o los países escandinavos -entre otros- carecen de él. En segundo lugar
porque desde las Cortes de Cádiz hasta hoy el intento de construir un Poder
Judicial independiente y con mayúsculas es un anhelo que la Historia nunca ha recompensado
y ello porque es, en términos constitucionales, imposible.
Huyamos pues de
las grandes construcciones y acojámonos a esa zona más templada que es la
propuesta modesta y hacedera. Y, por esta vía, metámonos en la cabeza que lo
importante no es -repito- ese inencontrable Poder Judicial independiente sino
que los jueces individualmente considerados -el de Astorga, el de Cáceres, el
del Tribunal Supremo o el de la Audiencia Nacional- sean independientes. Y para
conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización
como jurista (mercantil, laboral, menores, contencioso…), carrera asegurada sin
sobresaltos ni trampas, trabajo razonablemente valorado, sueldo digno,
jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez
regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas
y asociativas. Entendida así, la independencia judicial no es una fábula.
PESE a lo que a
veces se airea conviene recordar que en España la inmensa mayoría de los jueces
-algo más de cinco mil- lleva una vida acogida a estas reglas objetivas y
previsibles. ¿Por qué se habla entonces de la politización de la Justicia? Pues
porque la élite judicial escapa a ellas al intervenir en el nombramiento de sus
componentes instancias que participan de la sustancia política. Son los
magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal,
presidentes de la audiencia nacional y de sus salas, presidentes de tribunales
superiores de justicia y asímismo de sus salas, en fin, presidentes de
audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para
las causas que afectan a los aforados.
Estos son los
cargos que ha nombrado tradicionalmente el Consejo General del Poder Judicial
de forma discrecional y con la mediación activa de dos asociaciones judiciales.
Pero como esta práctica encaja mal en un Estado de Derecho, ha sido el Tribunal
Supremo el encargado de recortar las alas del Consejo obligándole a motivar sus
decisiones y el ejemplo más reciente -pasado mes de abril- ha sido la anulación
del nombramiento del presidente del Tribunal Superior de Murcia, que viene a
confirmar sentencias en parecido sentido. Pues bien, mi tesis es que, si el
Tribunal Supremo sigue transitando este camino, lo que es previsible, se
llegará a nombramientos reglados, es decir, se acabará descubriendo el
mediterráneo del concurso. Y esto es justo porque el juez -cubierto de canas y
ahíto de trienios- que aspira a estos cargos distinguidos no se merece la
humillación que supone una negociación ruborosa en el seno del Consejo,
epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones
judiciales.
Ahora bien, si
de resolver concursos se trata no se necesita un organismo tan costoso como el
Consejo General del Poder Judicial y bien podríamos conformarnos con un
organigrama más humilde ya que las demás funciones del Consejo tampoco aciertan
a justificar tanto alarde organizativo. ¿Qué hacer por consiguiente con él? Mis
propuestas las argumento en mi libro.
III
PEOR a lo
descrito es aún que el ascenso a las alturas judiciales no sea el final sino el
comienzo de otra carrera, ahora la política, si el juez se porta bien y
complace a los partidos que pueden promocionarle aquí o allá: a magistrado del
Tribunal Constitucional, a ministro, a consejero de Estado, a diputado…
Aplastada aquella renace ésta con todo su cortejo de pequeños o grandes
privilegios y prebendas, en todo caso, con el disfrute de una parcela del poder
y el beneficio del glamour social. Como mi pluma quiere ser comedida me
abstengo de poner nombres a lo que describo, tarea que sería muy fácil y
demoledora pues está en los periódicos estos mismos días y demuestran la
existencia de un trasiego execrable. Es decir, que la legislación de la
democracia española tolera ¿o fomenta? el paso de la Justicia a la política y
de la política a la Justicia sin que tales saltos acrobáticos dejen huella
alguna en el juez que los practica por muy desmañado que sea para tales
habilidades.
IV
ASEGURAR la
independencia exige asimismo la predeterminación del juez. Tal predeterminación
se ve afectada porque los turnos para la composición y funcionamiento de las
salas y secciones así como la asignación de ponencias que deben turnar los
magistrados es competencia de las Salas de Gobierno de los Tribunales
Superiores que representan ese lugar donde se dan la mano los componentes
judiciales y los políticos/asociativos. Aunque el funcionamiento suele ser
correcto, también hemos tenido mucho ruido reciente con este asunto.
En mal lugar
queda la predeterminación cuando advertimos los privilegios de que disfrutan
los aforados, es decir, las personas que por su cargo (o, a veces, profesión)
son juzgados por un juez o tribunal distinto al que correspondería a un
ciudadano en circunstancias normales. En España son muchos los beneficiarios de
este privilegio.
La existencia de
estos aforados es la prueba del nueve de la politización de la élite judicial:
si, quien puede, huye de su juez natural para refugiarse en el Tribunal Supremo
es que algo no huele bien porque nadie podrá explicar las diferencias que
existen entre la justicia administrada por un magistrado de la Audiencia de
Lugo y la de su colega del Tribunal Supremo.
Ítem más: los
Parlamentos de las Comunidades Autónomas pueden designar un magistrado,
seleccionado entre profesionales pero por los partidos políticos sin pudor
alguno, para conocer de las causas contra los aforados: dicho en plata, las
causas que puedan abrirse contra los políticos más destacados de las
Comunidades Autónomas.
Conclusión: si
suprimimos los nombramientos discrecionales, las puertas giratorias entre
Justicia y política, y los nombramientos de magistrados por los parlamentos
regionales habremos dado un paso de gigante en beneficio de la independencia
judicial. Y para ello no se necesitan reformas constitucionales.
En fin, me ocupo
en sendos capítulos de los fiscales y de los magistrados del Tribunal
Constitucional. Las consideraciones que sobre ellos me permito hacer, con el
máximo respeto, de mucho gusto y jugosas, las conocerá quien lea el libro «si
lo lee con atención» como diría Cervantes (homenaje a don Miguel en su año).
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