Sobre
el populismo en EU/ Guy Sorman
ABC, 17 de mayo de 2016
Estados
Unidos está atrapado entre dos populismos paralelos y en ascenso, el de Donald
Trump por la derecha, y el de Bernie Sanders por la izquierda. Hillary Clinton,
en cambio, se muestra extremadamente centrista y racional. Esto pone de
manifiesto que ninguna democracia está a salvo del populismo. ¿Pero qué
significa este término? El populismo consiste en despertar un instinto
primitivo y ampliamente extendido: el de estar convencidos de que nuestras
desgracias, decepciones y frustraciones se deben a un tercero y de que no somos
responsables de ellas en absoluto. Corresponde al candidato señalar a ese
tercero, el cabeza de turco, y rebanarle la garganta para que el futuro sea
radiante, o vuelva a serlo, porque el populismo también se basa en el mito de
un paraíso perdido. El populista consigue sus objetivos si es carismático, un
concepto indefinible, pero perceptible, y si señala a un cabeza de turco en consonancia
con las frustraciones del momento.
El
judío fue el cabeza de turco predilecto de la década de 1930, pero eso se ha
acabado, salvo en el mundo árabe. Bernie Sanders lo ha sustituido por Wall
Street, una entidad bastante vaga, pero situada en la Babilonia moderna que es
Nueva York y que la América profunda aborrece; el salario del estadounidense
medio está estancado porque los gnomos de Wall Street se vuelven enormemente
ricos. La propuesta de Bernie Sandres es indemostrable y absurda; por el contrario,
como los ahorros del mundo entero, bien o mal adquiridos, se invierten en Wall
Street, todos los estadounidenses tienen acceso a unos créditos con tipos bajos
que les permiten consumir, comprarse casas y crear empresas. Pero qué importa
la realidad si el populismo la niega y la sustituye por unos mitos
infinitamente más movilizadores.
Al
igual que Donald Trump, Bernie Sanders señala al extranjero como cabeza de
turco accesorio: por culpa del libre intercambio internacional, los mexicanos y
los chinos roban puestos de trabajo a los estadounidenses, especialmente en la
producción de objetos manufacturados. Poco importa que las industrias
estadounidenses produzcan hoy en día dos veces más que hace veinte años y que
estemos asistiendo, gracias a la robotización, a una reindustrialización del
país. Y poco importa también que, gracias a la división internacional del
trabajo, los consumidores estadounidenses pueden adquirir teléfonos móviles u
ordenadores que, si no se ensamblasen en Asia, les costarían cuatro veces más.
Bernie
Sanders y Trump no imparten lecciones de economía, pero engatusan a su
auditorio con la ilusión de un EE.UU. feliz y replegado sobre sí mismo, en el
que nadie se vería obligado a adaptarse a la innovación. Bernie Sanders resulta
todavía más perturbador porque parece sincero en su papel de viejo león
revolucionario, y no da la impresión de buscar el dinero o el poder, sino solo
la redención de EE UU. Es aún más desestabilizador que Trump, porque nadie
piensa que este sea honesto y desinteresado.
El
cabeza de turco de Trump es el extranjero: el mexicano, inevitablemente ladrón
y violador; el musulmán, siempre un terrorista en potencia; y el chino, pícaro
y ladrón de empleo. Al negro no se le señala, pero está implícito en la
retórica de Trump que, recordémoslo, da a entender que Barack Obama es keniano
y musulmán, y que por eso el presidente odia a Estados Unidos. Trump no solo
hace caso omiso a la realidad, sino que le parece carente de interés. Tiene
alma de jefe y, según él, la confianza en el jefe, que por fuerza tiene razón,
debe sustituir al conocimiento de los hechos. Esto convierte a Trump en un
fascista en potencia, mientras que Bernie Sanders es una burda caricatura de un
Lenin que habría sido menchevique.
¿Ponen
estos dos en peligro a la democracia estadounidense? Supongamos que Trump es
presidente. Los primeros días descubrirá que el presidente estadounidense es un
Gulliver atado por unos enanos, con muy pocos poderes reales. Los Padres
Fundadores que elaboraron la Constitución, inmodificable desde hace más de dos
siglos, lo quisieron así: como desconfiaban de la tentación del poder y de la
de abusar de él, crearon un ingenioso sistema de equilibrio de fuerzas en el
que nadie, y menos aún el presidente, puede imponer sus caprichos. Si el
presidente tratase de saltarse la Constitución, sería destituido por el
Congreso, y el Tribunal Supremo anularía sus decisiones. A los presidentes
Andrew Jackson, Theodore Roosevelt y Franklin D. Roosevelt, que en el pasado se
vieron tentados de excederse en sus poderes, les hicieron entrar en razón.
La
Constitución prevalece sobre los hombres, y los estadounidenses veneran mucho
más a la Constitución que a los políticos. Estados Unidos nunca ha tenido a un
Mussolini, a un Hitler, a un Franco, a un Salazar o a un Pétain, y no nos
imaginamos algo distinto. La democracia estadounidense no está en peligro. La
paradoja del momento es que Trump y Sanders surgen cuando ninguna circunstancia
objetiva lo hacía prever. Por lo general, el fascismo surge en épocas de
crisis, mientras que en Estados Unidos la crisis ha terminado. Sin duda hay que
buscar la explicación en otro sitio: una gran parte de la derecha
estadounidense todavía no ha digerido que el presidente sea negro y una gran parte
de la izquierda está decepcionada por la falta de audacia de Obama.
Por
último, no olvidemos que a los estadounidenses no les gusta el Estado y que no
esperan gran cosa de él. El nombramiento de payasos refleja la poca estima que
el electorado –la mitad del cual no votará– siente por Washington.
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