La
amenaza /Pierpaolo Barbieri es director ejecutivo de Greenmantle.
El
País, 18 de mayo de 2016..
Todo
empezó con una sonrisa. Según la revista Time, su campaña presidencial comenzó
en junio de 2015 como una “oportunidad de marketing” para un showman; en julio
fue relegada a las páginas de entretenimientos del Huffington Post; en
septiembre, el candidato de los reality shows hacía agua en entrevistas sobre
política exterior; sus contrincantes reían. Poco a poco la comedia se
oscureció. Desde Navidad, el candidato ha liderado todas las encuestas del
Partido Republicano; arrasó en New Hampshire, Carolina del Sur y Nevada. Echó
de la carrera a Jeb Bush, el candidato del establishment,y a Chris Christie,
que en seguida le apoyó.
Enterró
a su competencia en Florida, expulsando al “pequeño Marco” Rubio fuera del ring
con insultos amplificados por medios ansiosos de ratings y tráfico. En la
Florida de los inmigrantes que tanto infamó ganó en todos los condados (excepto
el rico Miami-Dade). El candidato de las mises universo rió el último ante una
corriente republicana —con más fondos que adherentes— que juró que “nunca
controlaría” el partido. Dio la vuelta a las encuestas en Indiana en 10 días,
despachándose a un elocuente demagogo como Ted Cruz y al recatado John Kasich,
opuestos en un partido dividido. El “ocaso del fenómeno” que tanto
pronosticaron los analistas del prime time no llegó, sino todo lo contrario. La
“convención divida de Cleveland” que prometía drama en las pantallas será ahora
su coronación.
Los
únicos que han osado mantener su oposición acérrima —la patricia familia Bush,
Mitt Romney y senadores como Lindsey Graham— no tienen elección que pelear en
2016. Al resto los atrae el éxito. El mismo presidente de la Cámara, Paul Ryan,
que hace unas semanas prometió que “nunca lo respaldaría por completo”, habla
ahora de la “unidad del partido”. Es el paso anterior a hincar la rodilla. En
los círculos conservadores muchos ya hablan de sumarse a su Gobierno; “no por
ambición, sino por deber”. Así, el showman se ha quedado solo ante la candidata
más débil del Partido Demócrata desde 2000, cuando Al Gore perdió ante George
W. Bush muy a pesar del popular Bill Clinton. “¿Con quién te tomarías una
cerveza?”, le preguntó en su momento Bush al electorado.
Desprovista
de la energía de su antecesor y el carisma de su esposo, Hillary Clinton ha
sufrido para imponerse ante un Bernie Sanders que gana primarias aun cuando la
campaña está perdida. Al mensaje de Clinton le falta el ánimo y empatía que le
sobra a Sanders. El gran riesgo es que los votantes de Sanders no apoyen a
Hillary sino a su contrincante. Los que minimizan este riesgo confunden la
ideología política con un movimiento populista: lo que alimenta al candidato es
el rechazo al establishment y al consenso político-económico de las últimas dos
décadas. Es irónico que la alternativa populista se exprese a través de un
millonario megalómano; pero así lo hace, tal como supo hacerlo a través de
cleptómanos que en Latinoamérica prometían revoluciones anacrónicas. El
candidato tiene una respuesta a la ansiedad social creada por una recuperación
económica que ha exacerbado la desigualdad social y ensalzado la corrección
política: según su visión, el declive americano se debe a los “mexicanos” y
“China”. Clinton tiene fondos, pero no tiene una respuesta que resuene en el
electorado; cuando la intenta, los americanos cambian de canal.
Experto
en giros, el candidato se coloca ahora a la izquierda de Clinton en temas como
el comercio, hostigando a una política que personifica el establishment de
Washington (y que ya perdió una elección “ganada” en 2008). El empate técnico
de los últimos sondeos en Estados clave como Florida y Ohio hiela la sangre. Y
esto es solo el principio: nadie que haya visto hablar a Hillary ante grandes
audiencias puede confiar en los debates televisivos.
En
su último El Federalista (85), el padre fundador —y ahora fenómeno teatral
póstumo— Alexander Hamilton advirtió a quienes consideraban no ratificar una
Constitución diseñada específicamente para evitar que la república americana
siguiera los pasos de Roma hacia la tiranía: “No hay motivo interesado,
consideración especial, amor propio, pasión pasajera ni prejuicio que le
permita [a un ciudadano] justificar ante sí mismo, su país o su posteridad una
mala elección del papel que debe desempeñar”. Lo mismo ocurre en la elección de
noviembre. Sería una tragedia para Europa, un (nuevo) desaire para
Latinoamérica y una fiesta para Vladimir Putin. Desprovistos de humor, tratemos
una amenaza existencial como lo que es.
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