Siria:
ganar hoy, perder mañana/Yezid Sayigh, investigador del Centro Carnegie de Estudios sobre Oriente Medio, Beirut.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
La
Vanguardia, 4 de junio de 2016.
Rusia,
Irán y Hizbulah parecen estar cada vez más seguros de que Estados Unidos está
llegando a la conclusión de que vale la pena tratar al régimen del presidente
sirio Bashar el Asad como un socio en la guerra contra el Estado Islámico. Y,
factor más importante, esperan lograr que Estados Unidos acepte que El Asad no
sea obligado a dejar la presidencia como requisito previo a una solución
política al conflicto, ya sea durante o al final de un periodo de transición.
Creen que una vez que Estados Unidos haya cedido, sobrevendrá un efecto dominó
de forma que los partidarios de la región seguirán sus huellas.
Pero
la victoria puede demostrarse pírrica. Rusia, Irán y Hizbulah persiguen un
resultado a corto plazo que les permita retirarse de Siria y recortar sus
gastos. Pero El Asad se quedará gobernando un Estado vacío, una economía
devastada y una población hondamente resentida. Su régimen exhausto y en estado
de bancarrota moral tendrá escasos recursos para reconstruir su antiguo sistema
de control y coerción, y será incapaz siquiera de cubrir las necesidades y atender
las expectativas de su propio electorado leal. Un efecto represivo del tipo que
consideran Rusia, Irán y Hizbulah abocará a un régimen permanentemente débil e
inestable que habrá de apuntalarse de forma indefinida. Para evitar este
resultado, deben modificar su enfoque de una solución política del conflicto,
buscar una manera inteligente de compartir el poder y alcanzar una auténtica
transición en Siria.
Rusia, Irán y Hizbulah tienen buenas razones para mostrarse
confiados. Gracias a su ayuda, las fuerzas del régimen casi han cercado la
ciudad norteña de Alepo, han consolidado su posición en el sur del país y, más
recientemente, han logrado importantes progresos en el asediado enclave de
Ghouta cerca de la capital, Damasco. Entre tanto, las fuerzas democráticas
sirias, compuestas por kurdos y por el Estado Islámico, han expulsado por
separado a la oposición armada de la mayor parte del enclave en la zona rural
del norte de Alepo.
La
oposición siria se ve encajonada política y militarmente. A pesar de la
parálisis de las conversaciones de Viena y los continuos ataques aéreos del
régimen y de Rusia sobre áreas civiles, Estados Unidos ha amenazado con retirar
su apoyo en caso de que la oposición se retirara del proceso de paz. Asimismo
ha notificado a los grupos armados que deben respetar el desigual cese de las
hostilidades o perder el apoyo de los ataques aéreos rusos y sigue
restringiendo que sus partidarios de la región aporten una mayor ayuda militar.
Una
parte de la oposición anticipa que tal posición puede cambiar mientras la
atención de Estados Unidos dirige sus miradas a las próximas elecciones
presidenciales después de agosto. Y Turquía puede emprender una acción limitada
sobre el terreno para acabar con los ataques con cohetes del EI a través de la
frontera siria. Pero aunque estos cambios tengan lugar, no transformarán el
estado de cosas en lo relativo a la oposición. De hecho, sus apuros
desembocarán en mayores dificultades en caso de que Yabhat al Nusra declare un
emirato en el noroeste de Siria, como apuntan determinados informes, y si los
grupos islámicos afiliados a la oposición armada desisten de ello.
Olfateando
una oportunidad, El Asad ha prometido reiteradamente la “victoria final” desde
el inicio del 2016. A su régimen le queda mucho trecho por recorrer pero,
incluso aunque pueda imponer su definición de la victoria, tendrá dificultades
para gobernar una Siria en el periodo posterior al conflicto. Ninguno de los
instrumentos y políticas mediante las cuales ha intimidado de varias formas y
se ha granjeado a la sociedad siria estará tanto a su disposición o será tan
eficaz.
Los
servicios de seguridad, apoyados por las milicias pro régimen y por las fuerzas
armadas, desempeñarán sin duda un papel esencial, pero aun los regímenes más
coercitivos necesitan algún tipo de colaboración o, al menos, reducir el coste
de asegurar el cumplimiento de sus objetivos.
Pero
aunque el palo sea insuficiente, el régimen de El Asad no podrá reactivar sus
pasadas prácticas de ofrecer a su población una zanahoria mediante subsidios a
los servicios y bienes básicos. Siria ha sufrido la destrucción a gran escala
de sus viviendas e infraestructuras, pero sin una auténtica compra de la
sociedad local y de la comunidad internacional, el régimen no podrá invertir la
gran pérdida de las oportunidades económicas y de los principales mercados de
exportación ni superar la continua negativa de acceder a la ayuda y comercio
occidental, turco y del Golfo. Y, lo que es más importante, no podrá compensar
la debilitante fuga del capital humano y financiero sirio, y seguirá
permanentemente incapaz de generar ingresos internos suficientes para atender
su gasto habitual, menos aún reconstruir o proceder a nuevas inversiones.
El
régimen de El Asad, además, hará frente a un poco acostumbrado desafío de
reintegrar –o someter– los numerosos protagonistas locales –paramilitares y
económicos– cuya proliferación alentó para sobrevivir en tiempo de guerra. Su
continuada presencia e intereses creados pueden hacer descarrilar cualquier
política de El Asad durante la posguerra que él desee poner en marcha para
lograr una reconstrucción económica, la reafirmación del poder estatal y la
estabilización política. Esto no equivale a sugerir que pueda dedicarse a
perseguir estos objetivos sincera o equitativamente ni que pueda alcanzarlos en
caso de intentarlo. Al fin y al cabo, la consecución de estos objetivos exigiría
una competencia administrativa mucho mayor, además de una mayor integridad y
autonomía en las instituciones estatales de las que el régimen ha permitido
jamás.
Incluso
en el mejor de los casos, una transición negociada en Siria será complicada y frágil.
Pero para un régimen de El Asad sin reformar ni arrepentirse, alcanzar este
mínimo equilibrio entre necesidades y demandas opuestas será imposible, ya no
digamos alcanzar la reconciliación nacional. Es improbable que las sanciones
occidentales y regionales contra el régimen se levanten sin que se comparta el
poder y se den garantías creíbles de una seguridad de la población civil y de
los activistas de la oposición. Rusia, Irán y Hizbulah descubrirán que ayudar
al régimen a ganar la guerra militar es mucho más fácil –y barato– que mantener
la paz en los términos que quiere El Asad. Su Siria no será estable: necesitará
un refuerzo económico permanente y sus políticas serán más, no menos complejas.
En
las semana pasadas Rusia ha explotado su ventaja para centrar el debate en las
conversaciones de Viena sobre un borrador de constitución que deja la mayoría
de poderes y facultades clave en manos de El Asad. A la inversa, no ha hecho
nada para asegurar que el régimen de El Asad reduzca los niveles de violencia
en el país, permita el pleno acceso de la ayuda humanitaria a las comunidades
asediadas y libere los prisioneros políticos como se supone que debe hacer. Una
perspectiva de mayor alcance y más racional sería que Rusia –y no en menor
medida Irán y Hizbulah– intentara un mayor acuerdo con la oposición siria y una
valiosa transición política. De lo contrario, habrán de mantener y controlar
una hosca e inviable paz en la posguerra.
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