A
cuatro décadas Remembranzas de una infamia/JULIO
SCHERER GARCÍA
Revista Proceso # 2071, a 10 de julio de 2016
(Párrafos del discurso pronunciado al recibir el Premio Manuel Buendía a la Trayectoria Periodística en junio de 1986.)
Indeleble
el recuerdo de la infamia perpetrada desde el poder el 8 de julio de 1976
contra Julio Scherer García y sus colaboradores de Excélsior. A cuatro décadas
de aquel funesto golpe mediante el cual el entonces presidente, Luis
Echeverría, quiso acallar la libertad de expresión con el apoyo de un grupo de
cooperativistas de la casa editorial, es menester recoger la voz de don Julio,
su memoria, sus indagatorias, los
testimonios que buscó y encontró hasta llegar a la raíz de aquel episodio de
traición encabezado por el mandatario que gobernó con el antifaz hipócrita de
hombre democrático.
Dueño
Excélsior de los terrenos de Paseos de Taxqueña, 951,913.39 metros cuadrados al
sur de la ciudad, cobraban forma los sueños que los hombres sueñan cuando creen
que el futuro pertenece al presente. ¿Por qué no podría disponer de su propio
bosque, como algunos de los grandes periódicos en el mundo y producir su propia
materia prima, el papel? Había dinero para todo y para todos. El vuelo del
diario, aceptado por un público cada día más numeroso, respaldaba el entusiasmo
por el auge en puerta. Se discutía ya si la cooperativa debía continuar en
Reforma y Bucareli o levantar grandes instalaciones en una zona industrial. En
este caso, Excélsior conservaría sólo su edificio en Reforma 18, historia y
símbolo de la casa editorial. Sus terrenos de la esquina exclusiva serian
vendidos a precio de oro, que sobre oro se asentaban las viejas construcciones,
paisaje de un México entrañable.
El
diputado Humberto Serrano, líder agrarista que no salía de la Secretaría de la
Reforma Agraria custodiada por Augusto Gómez Villanueva, invadió Paseos de
Taxqueña como quien ocupa un solar. Centenares de campesinos se dispersaron por
la enorme superficie, acamparon en los sitios que les vinieron en gana y dieron
la gran noticia a los enemigos de la cooperativa: tiempo atrás, bajo la
dirección y gerencia de don Rodrigo de Llano y don Gilberto Figueroa, la
cooperativa les había permutado tierras de su propiedad en los estados de
Hidalgo y Veracruz por los antiguos terrenos de la Candelaria, hoy Paseos de
Taxqueña. No tolerarían el abuso, a punto la cooperativa de transformar sus
lotes en fraccionamiento. Saldrían compensados de Paseos de Taxqueña o no
abandonarían el sitio privilegiado.
Fue
violenta la campaña contra el diario. Humberto Serrano alcanzó notoriedad como
hombre de un día y de muchos días. Descubrieron los noticieros de Televisa que
por las venas del líder corría sangre de Emiliano Zapata, roja como la pasión y
el sacrificio. No cedería, al menos que hubiera justicia para sus hombres.
Gómez Villanueva levantaba los hombros en señal de impotencia. No podría
enfrentar a sus hermanos de clase. Cercana la hora de las negociaciones para
intentar algún arreglo, se perdía Humberto Serrano quién sabe dónde. Nada
retrata aquellas escenas como un relato del licenciado Miguel Ángel Granados
Chapa la tarde que nos reunimos con Luis Javier Solana para despedir al
escritor Federico Fasano, de regreso al Uruguay. Decía el líder agrarista que
los periodistas citadinos, hechos al pavimento, no podríamos comprender a los
campesinos, hechos al sol y a la tierra, sin tiempo en el tiempo.
El
presidente Echeverría envenenaba el ambiente y recomendaba paciencia. Voz de
resonancia universal, candidato al Premio Nobel de la Paz, pregonaba que se
cumpliría con la ley.
En
el interior de Reforma 18 la inquietud crecía. De los Consejos de
Administración y Vigilancia partía la especie: intransigentes los directivos de
Excélsior, ponían en peligro el patrimonio de los trabajadores y sus familias.
Ellos y sólo ellos, Scherer y Rodríguez Toro, eran los responsables de los
problemas que la cooperativa encaraba.
Publicó
Excélsior el viernes 9 de julio de 1976 que la cooperativa había descubierto
turbios manejos de su gerente general y de su director general, Hero Rodríguez
Toro y Julio Scherer García. Sin el conocimiento de los trabajadores, “habían
salido de sus arcas cerca de 14 millones de pesos, 9 irremisiblemente
perdidos”. Dijo también el editorial del periódico que se investigaría a otros
cinco cooperativistas, cómplices del gerente y el director. En una maquinación
del director habían intentado frustrar las pesquisas encaminadas a desentrañar
su comportamiento y el del gerente general. Enlistaba el periódico a los
encubridores: Arturo Sánchez Aussenac, jefe de redacción; Leopoldo Gutiérrez, secretario
de redacción; Arnulfo Uzeta, jefe de información; Ángel T. Ferreira, reportero
de la fuente política, y Jorge Villa Alcalá, director de Últimas Noticias.
Señalaba el mismo texto que gerente y director se habían hecho dueños de un
poder omnímodo que ejercían, sin piedad. Ya sin ellos, suspendidos en sus
derechos y obligaciones como socios de Excélsior, se respiraba otro aire en la
casa fraterna. Fue exaltado el 8 de julio como un “día de júbilo, día
histórico”.
Cinco
días después fue interrogado Echeverría acerca de los acontecimientos habidos
en Excélsior. Reproduzco la nota del propio periódico:
En
relación con lo ocurrido en Excélsior, el presidente Echeverría afirmó ayer
ante periodistas mexicanos y corresponsales extranjeros: “Fue una determinación
de los cooperativistas y no ha intervenido el gobierno de México y nunca lo
hizo menos al final, absolutamente. Parece ser que allí una mayoría determinó
lo que se hizo después.
“Se
le preguntó acerca del grave cargo que le imputa la prensa extranjera, que lo
señala responsable de aquellos sucesos. El Primer Mandatario respondió: “Nada
más que se molesten los representantes de esos periódicos de la ciudad de Nueva
York en ir a Reforma 18 y preguntar cómo estuvo”.
No
podía ser más clara la parcialidad del presidente de México. La verdad era una
y estaba en Reforma 18. No valía la pena considerar siquiera la denuncia de 50
periodistas, escritores, profesores, investigadores, artistas y funcionarios
públicos cuyo derecho a la libre expresión de sus ideas había quedado
conculcado precisamente la madrugada del 8 de julio de 1976. A punto de
iniciarse el tiro del diario, Regino Díaz Redondo, presidente del Consejo de
Administración de la cooperativa, había ordenado la supresión de la plana en la
que el medio centenar de intelectuales y artistas opinaba acerca del conflicto
de Excélsior. Horas antes de la asamblea que dirimiría el destino del
periódico, no podía haberse encontrado mejor ocasión para considerar sus
juicios en una discusión real (Publicado en el libro Los presidentes)
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Al
abandonar el edificio de Excélsior, en Reforma 18, me sentí perro sin dueño.
Sin saber qué hacer con mi cuerpo, no había más mundo que el mundo interior.
Algo me decía que mi comportamiento en la asamblea que nos había puesto en la
calle había sido propio de un cobarde, pero algo me decía que no, que en el
momento extremo me había acompañado la lucidez, tocado el periódico de muerte.
De
esto hablaba a solas con Susana. Yo sentía que se apretaba contra mí, que nada
mejor podía hacer en el agobio que era nuestra vida. La miraba a los ojos para
mirar atrás de su mirada verde y descendía a los labios que tanto me gustaban.
Temía lo peor, el despertar en ella de una amorosa compasión, irrepetibles los
días que no se quieren olvidar.
Sin
frontera que separe las palabras del pensamiento, un día me dijo Vicente
Leñero: “Quizás abandonamos la asamblea antes de tiempo. Ya se coreaba tu
nombre. En fin, no sé”.
Un
agujero me devoró. Si nos habíamos salido antes de tiempo, el miedo me había
ganado.
Trabajábamos
en Proceso, la revista que ya levantaba vuelo y volvió Vicente Leñero, directo
e inesperado. Me dijo que había escrito un libro, Los periodistas, que me
dedicaba la obra de la que yo era el eje y que no me mostraría una línea de su
manuscrito. No se expondría ni me expondría a un punto de vista adverso, a la
sugerencia de alguna modificación significativa o circunstancial.
Vicente
se reflejaba en las palabras de Kertész, el Nobel húngaro: “¿La Verdad o mi
Verdad? La Verdad. ¿Y si no es la Verdad? Entonces el error, pero el mío”.
Fui
leyendo Los periodistas como quien camina, hablando y escuchando, observando y
sintiéndome observado, comprendiéndome entre muchos, agradecido en las lágrimas
de las que sólo yo puedo dar cuenta.
Las
páginas se fueron haciendo una cadencia dolorosa, un andante y fui sabiendo
que, poco a poco, recuperaba el sentido de mi propia dignidad. (Presentación de
Los periodistas, edición 2006.)
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Fui
más atrás, a los días del golpe de Echeverría contra Excélsior. Sin energía,
desangrado, anhelaba otra vida. Había hablado con Susana, enfrentada al
porvenir como viniera. Sería profesor de medio tiempo en la UNAM y corresponsal
de algún periódico de Europa o de los Estados Unidos. “Que la derrota no lo derrote”,
me impulsaba don Carlos Quijano, pero la verdad la derrota me derrotaba.
Fuera
de Reforma 18, antiguos compañeros se burlaban. El golpe debían haberlo
programado para el cuatro de julio, no para el ocho. “El cuatro a Julio”, se
reían. Lázaro Montes, hombre de rincones, corrector de estilo sin pasión por la
belleza de las palabras, al verme caído me exigía que me pusiera de pie para
que lo ayudara en caso necesario: “Te quedarán relaciones, ahí te encargo”.
Celebraban
fiestas. Un día bautizaron una rotativa: “Ocho de Julio”. Regino Díaz Redondo
era carismático, audaz, valeroso, reportero-director que más tarde seria “el
reportero de la década”, llenas sus vitrinas de premios otorgados por el Estado
y siempre al lado de los suyos, los incondicionales, los que informaban “con
sentido común”, como si al periodismo lo gobernara la equilibrada sabiduría.
Una
noche amanecí empapado, igual que si me hubiera metido en la tina de baño con
todo y pijama. Vi a Susana, sus ojos de angustia, extraña a sus pasos. Iba de
un lado para otro sin saber de sí, sabiendo de mí.
Llamó
a Samuel Máynez Puente y en diez minutos nuestro querido doctor me había
enviado al sueño con una inyección en la vena. Supe que Samuel le dijo a Susana
que dormiría veinticuatro horas, que necesitaba descanso, que el corazón
galopaba, que asomaba el peligro.
A
las doce horas estaba fuera en una ciudad que no era la mía, sin saber qué
hacer con el tiempo ni saber a dónde ir ni a dónde no ir. Viví en Excélsior de
los dieciocho a los cincuenta años, de mandadero a director. Allí me casé, allí
nacieron mis hijos, allí murieron mis padres, allí conocí la amistad, allí tuve
pasiones y enfriamientos, allí amé a Susana para siempre. Allí vi de cerca al
mejor y al más vil de los reporteros, Carlos Denegri. Allí supe que a su esposa
la despertaba en la madrugada y le gritaba: “¡Levántate, puta, que ya llegó la
señora!”. Allí conocí las contradicciones del director Rodrigo de Llano, que
admiraba a Denegri hasta poner el periódico a su servicio, a la vez que dictaba
cátedra que yo escuchaba embelesado antes de cumplir la mayoría de edad:
“La
mejor noticia es la que se pierde, porque no se puede documentar ni probar por
la lógica interna de los hechos. El reportero debe saberlo. Su honor está por
encima de todo.”
Expulsado
de Excélsior, amigos inseparables pensaron que no debía abandonar un esfuerzo
común, me vistieron de general, me prendieron algunas medallas y me llevaron al
frente de un proyecto que era sobre todo de ellos: una prensa sin el lastre de
la dependencia. Estratega de una guerra que no podía librar, exangüe como me
encontraba, cumplí con la única tarea a mi alcance: di la cara y aparecí con
nombre y apellido en la portada de Proceso.
A
varios de los iniciadores de la aventura magnífica les hablé entonces de mi
ánimo quebrado. Me presentaba a las reuniones de trabajo resuelto a hacer
sentir mi entrega por la tarea. Algunas noches, camino al piso 10 de Dinamarca
y avenida Chapultepec que José Pagés Llergo había puesto a nuestra disposición,
miraba hacia las altas ventanas con la esperanza de encontrarlas apagadas.
(Publicado en el libro Estos años.)
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Luis
Echeverría llegó al poder y al final del sexenio dio el manotazo que acabó con
Excélsior. A la distancia recuerdo la asamblea que a muchos nos echó a la
calle. Me veo a mí mismo y apenas me conozco. Soy yo y no soy yo. De entonces a
la fecha la vida ha cobrado una velocidad que se dispara y que no podría
imaginar qué tan lejos llegaría.
Veo
a Vicente Leñero al lado de Gastón García Cantú y los imaginé unidos para
siempre; veo a Elena Guerra, los ojos secos y el alma inundada; veo a Bambi con
su pequeña bolsa de mano que ocultaba en su interior una pistola calibre 22.
Mario Ezcurdia, su compañero de muchos años, cercano al poder, la había enseñado
a tirar en los stands del Estado Mayor Presidencial. “Si te tocan, disparo”, me
diría.
Vi
a Ángel Trinidad Ferreira, compadre desde la primera semana que nos conocimos,
bailarín, pitcher, jugador de dominó, invencible en el pleito callejero, sin saber
adónde mirar; vi a Raúl Torres Barrón, reportero de la nueva hornada, a quien
invité a unirse a Proceso y me respondió: “Si no puede con esa cara de
amargura, para qué me invita”.
Fue
un tiempo múltiple y de crisis que se soltó.
Las
reporteras de la “Sección B” se trasladaron a mi casa. Las presidían Bambi y
María Idalia, ya con renombre como actriz. Su trabajo en el diario las
entusiasmaba después de haber transformado la sección de sociales en un espacio
de cultura ligera, la “Sección B”, “B de Bambi”, según decía orgullosa Ana
Cecilia Treviño.
Se
veían agobiadas y Bambi tomó la iniciativa por sus compañeras. A Susana la
había conocido en la Facultad de Filosofía y Letras de la Compañía de Jesús, en
la Avenida Hidalgo 120. Eran cercanas, eran amigas.
–¿Qué
hacemos? –le había preguntado a Susana–. Todos nos queremos salir con Julio.
–Sólo
sé de ti, Bambi. A tus co
–A
ti te lo puedo decir. No te vayas, quédate en el periódico.
Se
hizo un silencio entre las dos.
–Estás
sola y tienes dos hijos.
–¿Y
Julio?
–Yo
hablo con él.
(…)
Años
después del 8 de julio de 1976, con Los periodistas en las librerías, Vicente
Leñero me contó de su ánimo en la asamblea. Pensaba que me había adelantado a
los acontecimientos al ponerme de pie y anunciar el camino a la calle. Me dijo:
–Creo
que te precipitaste. Tu nombre ya se coreaba en la asamblea. Debiste aguardar
unos minutos.
Los
sucesos que seguirían al golpe modificarían el punto de vista de Vicente. No
podría olvidar su juicio:
–Frente
a cualquier crítica adversa, sostendría que te habías mantenido en la línea
correcta.
Vicente
me llevó a la zona profunda de la amistad. Su crítica adversa, en momentos
cruciales, habría terminado con lo poco que restaba de mí.
Permanecimos
juntos un primer año, luego un segundo y en una larga etapa, veinte años.
Vicente me decía que deseaba volver a su vocación en el teatro, los libros, la
cultura, los talleres que impartía, su condición de profesor. Me obsequiaba
parte de su tiempo esencial. (Publicado en el libro Vivir.)
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Echeverría
hizo suya la convocatoria presidencial al crimen en 1968, citó a la muerte el
jueves de corpus de 1971, participó en la guerra sucia, dejó sueltos a
torturadores y asesinos, vulneró la libertad de expresión, acumuló bienes y
ejerció la traición con la puntualidad de un oficio. En su biografía sólo faltó
el ingreso a una celda de Almoloya.
Después
de su artera intromisión en Excélsior en 1976, nació Proceso y más de una vez
me pregunté si el periodismo del que dimos cuenta, implacable hasta donde
nuestras fuerzas alcanzaban, tuvo su origen en una pasión vindicativa o en un
encendido revanchismo. No eran tolerables sujetos como Echeverría, construido
con materiales de baja calidad ni resultaba admisible nuestra defunción por
decreto. Nos habían arrojado de un gran diario, pero no eran dueños de nuestro
futuro.
Hijas
de la misma hoguera, la venganza y la revancha se parecen hasta en el lenguaje
y a la distancia pueden confundirse. Ambas son obsesivas y exigen un brutal
desgaste de energía. La venganza se instala en el aborrecimiento y la revancha
ronda por ahí, pronta a ceder a la tentación del “todo se vale”. En mi fuero
interno, las meras vísceras, deseaba para Echeverría un daño grande, él que
tanto daño había causado a tantos. Yo traía en la memoria, como en una libreta
de apuntes, los cuerpos descuartizados y los rostros sin nariz ni boca que
había visto en el archivo fotográfico de Proceso con enfermiza o catártica frecuencia.
También llevaba conmigo crónicas y reportajes de la corrupción impune.
La
vida la había vivido en Excélsior y de pronto me vi fuera. De un momento a otro
sucesos encadenados me plantaron en un patético exilio. Las calles perdieron su
sentido, daba lo mismo el norte que el sur y aprecié el inconmensurable valor
de la rutina. Las citas en busca de información cayeron muy bajo y el teléfono
enmudeció, inútil, agresivo.
En
el derrumbe interior fueron conmovedores los testimonios de solidaridad jurada
y cumplida “hasta la muerte”, los abrazos que cercan en el corazón, las húmedas
pupilas como única e incomparable expresión de dolorosa elocuencia. Pero el
reportero y director no existiría más. Yo simulaba entereza, dominio sobre mí
mismo y trataba de restarle importancia a un desprecio que me acosaba. Había
perdido un gran periódico “por pendejo”, me zaherían. “Te cogieron, hermanito,
y quiénes”, escuché muchas veces.
Me
presionaba con ánimo de completar la derrota y perderme en un largo sueño. Una
mañana, vacío el estómago, la presión peligrosamente baja, insomne y exangüe,
caminé horas y horas en reclamo de un infarto. Las piernas me temblaban y más
de una vez me sentí a punto de caer. Recuerdo a Susana, iluminados los ojos
verdes por la fiebre del amor y la angustia, que tenía para mí dos expresiones:
“No te vayas” o, simplemente, “ven”.
En
estos largos treinta años he revisado los materiales de Proceso y vuelto a leer
y releer mi propio trabajo. Abiertos los sentidos, no me llega el olor de la
calumnia o su hermana menor, la difamación. A otros posiblemente alcance algún
hedor, autores como son de libelos y libros apócrifos, expertos en la amenaza
solapada, hábiles en la intimidación que derive en pesadilla.
El
tiempo hace suya la historia y la escribe sin retórica. De Echeverría sólo da
cuenta de los malos momentos que padece, hoy, los últimos de su vida. Acaso
subsista por ahí algún grupo que jure por su honor que el expresidente ha sido
hombre de bien, patriota, “santo laico”, que así llegó a llamársele en la
aurora de su poder.
He
vuelto los ojos a mis propios sentimientos. No tendría sentido desviar las
líneas que corren por su interior. Me ocurre pensar que si mirara a Echeverría
a punto de dar un paso en el vacío, no tendría valor para gritarle: “¡Cuidado,
Luis!”. (Publicado en la edición especial con motivo del 30 aniversario de
Proceso.)
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Hace
casi diez años fui señalado con cargos infamantes, ladrón o cómplice de
ladrones. Difundieron los actuales dirigentes de Excélsior que de la caja del
periódico había desaparecido una fortuna y que yo, dueño de un poder ilimitado
en la cooperativa, vejaba a trabajadores dignos y honrados. El presidente
Echeverría participó con todo su peso en la contienda y secundó la turbiedad de
cargos indemostrables.
El
8 de julio de 1976, pasadas las cuatro de la tarde, junto con amigos y
compañeros entrañables, salí de Excélsior para siempre. No imaginé entonces que
reconstruiríamos el futuro imposible. Dueños sólo de nuestra decisión, en días
oscuros e impredecibles empezamos desde cero. Ahora, ante ustedes, habría
deseado que la palabra inefable les hiciera llegar el ánimo que me conturba y
alegra. Sólo la voz del silencio podría transmitirles con fidelidad mi
reconocimiento por su desprecio a la calumnia y por la confianza que externan
en el trabajo colectivo del que formo parte en Proceso.
En
un sistema como el nuestro, que a gala tiene el servilismo y la adulación al
presidente de la República, es arduo y paciente el ejercicio de la libertad.
Todo la pone a prueba. En la época del licenciado Echeverría, uno de sus
secretarios más cercanos, el licenciado Francisco Javier Alejo, llegó al
extremo de afirmar que el prestigio del jefe de Estado es un problema de
seguridad para el Estado. En lenguaje sin adornos esta teoría deja abierto el
campo para matar. Se puede matar por razones patrióticas en salvaguarda del
prestigio del jefe de la nación. (Párrafos del discurso pronunciado al recibir
el Premio Manuel Buendía a la Trayectoria Periodística en junio de 1986.)
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Aquella
página en blanco/LA
REDACCIÓN
El
8 de julio de 1976, el señor Arcadio Becerril, inspector de Excélsior, recibió
un memorándum en estos términos:
“Porque
el texto de la plana No. 22 de la primera sección de EXCÉLSIOR, en la edición
de hoy jueves 8 de julio, contiene un ataque a los intereses de EXCÉLSIOR,
Compañía Editorial SCL, y beneficia exclusivamente a los intereses de los
señores Julio Scherer G., y Hero Rodríguez Toro, los consejos de administración
y vigilancia, así como los miembros de las comisiones de conciliación y
arbitraje y de control técnico, decidieron ordenar que no se publique la página
y que ésta aparezca en blanco en señal de enérgica protesta.”
Firmaba
el documento, como presidente del Consejo de Administración, Regino Díaz
Redondo.
Ese
mismo día, el director general del periódico, Julio Scherer García, recibió a
la vez un memorándum firmado por el editor de guardia de Excélsior:
“En
el periódico de esta fecha (No. 21,637) aparece en blanco la página 22 que
debió haber sido ocupada por un desplegado en defensa de la cooperativa ante la
agresión exterior, firmado por la mayoría de los colaboradores editoriales de
EXCÉLSIOR, la Primera Edición de ÚLTIMAS NOTICIAS y DIORAMA.
“La
plancha fue retirada de la rotativa, aproximadamente a las tres de la mañana,
por varios miembros de los consejos y comisiones encabezados por el señor
Regino Díaz Redondo…”
"El
texto retirado era un desplegado firmado por 49 colaboradores de las páginas
editoriales de Excélsior, mismo que reproducimos aquí.
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