El
hombre que se come al lobo/ Luis Pancorbo es periodista y antropólogo. Ha publicado, entre otros títulos, Un año en Sudán (RBA, 2015).
El
País, 2 de noviembre de 2016
Como
todo populista que se precie Donald Trump juega a muchos cartones del bingo
ideológico. No solo quiere ganar de todos modos sino que anuncia que no
aceptará perder. Una poco democrática política de saloon adonde Trump va con el
colt desenfundado. Pero a veces se olvida que Trump es el producto de una
acuñación política no europea, un apéndice de algo que, guste o más bien lo
contrario, ha ocupado cientos de páginas eruditas en The American Spirit,de
Thomas A. Bailey, profesor de la Universidad de Stanford.
La
formación de ese espíritu americano no empieza con Reagan, ni ahora con Trump.
Tiene infinidad de matices diferenciales, buenos y no tan buenos, pero hacen al
caso de Trump algunos episodios como el de la invasión norteamericana del
puerto mexicano de Veracruz, tras el llamado Incidente de Tampico de 1914. El
presidente Wilson no vio algo mejor que invadir parte de México tras la
descortesía del general Huerta, que se había negado a saludar con los cañonazos
de rigor a la bandera de las barras y estrellas (aparte de que los mexicanos
habían secuestrado a dos oficiales de la US Navy). Y volvió a haber espíritu
americano en la invasión de territorio mexicano por parte del general John
Pershing, encargado de dar caza a Pancho Villa durante casi un año, sin
resultado, por Chihuahua y Coahuila. Fue tras otro incidente, el de Columbus,
cuando en 1916 los villistas entraron a sangre y fuego en esa pequeña ciudad de
Nuevo México (EE UU).
Al
margen de aventuras bélicas ha habido escritores que han captado con
profundidad el espíritu de una nación compleja, y también sofisticada y
multiétnica, como Estados Unidos. Y ahí uno cree que Jack London —el centenario
de su muerte es el 22 de noviembre, dos semanas después de las elecciones
presidenciales— fue quien mejor resaltó la llamada de lo salvaje, entendiendo
por eso no solo lo natural, los grandes espacios de Norteamérica, sino lo que
está fuera de la razón.
Trump
hace cuanto puede por ir de strong man, el que primero pega y casi nunca pide
disculpas en el mejor estilo de los tramperos, clásicos personajes de London,
maestro desentrañando los arquetipos de sus paisanos, no solo los de quienes
necesitan ganar a todo trance, sino los de quienes tienen como bandera la de
sobrevivir. Para ellos la debilidad no entra en su ADN, ni en sus atributos
personales ni nacionales.
Jack
London sabía de eso en sus propias carnes. Había sobrevivido de chico robando
ostras en la bahía de San Francisco. Y también sabía latín aunque no fuese en
sentido literal. Si el hombre es un lobo para el hombre London lo llevó más
allá. El hombre es un lobo para el lobo. Es el meollo de su relato Amor por la
vida (1907), donde un buscador de oro en el Klondike, perdido, exhausto, al
final logra dar un mordisco al lobo que le persigue, y se salva bebiendo la
sangre del cuello del animal.
En
no pocas de sus obras, o parábolas, London deja claro que en un mundo de
fuertes y débiles estos últimos no heredarán la tierra, ni Estados Unidos, país
que lógicamente, dentro de cierta lógica extremista, sería de quienes se comen
al lobo si es preciso. En Un trozo de carne (1909) London lo expresa otra vez
claramente. El boxeador que pierde pudo haber ganado si se hubiera comido un
buen bistec antes de la pelea, en vez de subir al ring como un muerto de
hambre.
¿Por
qué se cree entonces que Trump ha de responder a un cliché político europeo
cuando tiene acusados ingredientes del carácter de su país? El conspicuo
republicano Mike Huckabee, exgobernador de Arkansas, tiene a Trump como un
nuevo capitán Quint, el de Tiburón, y compara a Hillary Clinton con el escualo.
“¿A quién de los dos va a votar usted?”, pregunta Huckabee apostando por Trump:
“Es vulgar, es procaz, puede estar incluso borracho. Pero un momento, es el
tipo que te salva a ti y a tu familia”. Huckabee ha pinchado bastante. Si Trump
es el capitán Quint y Hillary Clinton es el tiburón, al final de la película el
tiburón es el que se come al capitán Quint.
Desde
que la convención de Cleveland le declaró candidato republicano Trump no ha
hecho sino presumir de ser el icono del más bruñido éxito estadounidense,
apoyado naturalmente en el dólar. In God we trust (“Confiamos en Dios”) dice el
billete verde. Eso más todos los tentáculos de un tipo que no se para más que
en los grandes horizontes, lo que se divisa desde sus rascacielos (Trump llegó
a comprar —y vender— el Empire State Building, todo un misil simbólico). Y
horizontes de grandeza no faltan en la épica y prosopopeya del país arrancado a
los indios, donde se inserta la llamada londoniana de lo salvaje nunca
periclitada, pues no se trata de un yogur, sino de pisar fuerte sin importar si
abajo está el pie de otro.
En
esta exasperante campaña electoral de Trump hay donde espigar. Sus
declaraciones antislámicas han hecho palidecer incluso a Nigel Farage, uno de
los artífices del Brexit. El apoyo de Trump a la Asociación Nacional del Rifle
ha sido la justa reciprocidad por los seis millones de dólares que ese grupo ha
invertido en su campaña. Ya lo ha dejado vislumbrar Hillary Clinton: “El país
no puede tener un presidente que esté en el bolsillo de un lobby de armas de
fuego”.
Descendiente
de emigrantes alemanes, Trump es dueño del hotel Plaza de Nueva York entre
otros cientos de inmuebles, y con eso quiere trascender el sueño americano de
poseer un carrito de hot dogs. ¿Por qué no pueden hacer lo mismo que él los
descendientes de latinos? América es la utopía, pregona el multimillonario
Trump por si también pesca algo en el 16% del voto hispano. Y con su desparpajo
Trump se mete incluso a dar lecciones de ley y orden a la población negra aun
cuando la actuación violenta de los policías blancos haya sido la espoleta que
faltaba para algunos disturbios raciales.
Vuelve
el hombre que se come al lobo, el hombre que amenaza hasta con la repatriación
de 11 millones de inmigrantes ilegales. Estremece aun siendo una operación que
Trump matiza periódicamente. Como cuando rebasa el círculo puro y duro de poder
del GOP (Grand Old Party), el viejo Partido Republicano donde se dan cita los
mejores populistas del país, socorridos por los más intransigentes evangélicos
y por halcones de toda laya. Y con todo Trump saca otro blanco conejo de su
chistera: hay que hacer una muralla maravillosa en la frontera con México y que
la paguen los mexicanos “al 100%”.
Ni
Jack London se lo habría imaginado. En la era de los internautas anda un
trampero, de los que hacen chistes machistas de vestuario o de barra, y dice
que quiere amurallar a un país que nunca fue medieval, como Estados Unidos de
América.
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