Posdata: Fidel Castro, 1926-2016/Jon Lee Anderson es periodista y escritor.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
El País, 5 de diciembre de 2016..
Fidel Castro ha muerto. Pocos líderes modernos han sido tan icónicos o longevos como el revolucionario cubano, que había cumplido 90 años en agosto. Oficialmente retirado desde 2008 —después de entregar el poder a su hermano Raúl dos años antes—, fue el jefe máximo del país durante 49 años y siguió siendo patriarca indiscutible hasta su muerte.
Estaba mal desde hacía tiempo. Su última aparición pública, en abril, en el congreso del Partido Comunista celebrado tras el histórico viaje del presidente Obama a La Habana, sonó a despedida. En su discurso, breve y tembloroso, pronunciado con esfuerzo, Fidel mencionó su cumpleaños y dijo: “Pronto seré como todos los demás”. Muchos delegados lloraron al escucharle.
Fue significativo que Fidel aludiera a su propia muerte. Desde que derrocó al dictador Fulgencio Batista, en enero de 1959, hasta su dimisión, hace ocho años, siempre se emplearon eufemismos como “inevitabilidad biológica”. Fidel fue un mito viviente en su país, sin comparación en la historia reciente. Durante muchos años, los cubanos lo consideraron casi inmortal.
Estuvo en el centro de los acontecimientos mundiales durante un periodo extraordinariamente largo. Se hizo con el poder en tiempos de Eisenhower y permaneció en él hasta el segundo mandato de George W. Bush. Ha fallecido cuando termina la presidencia de Barack Obama, el primer presidente estadounidense en visitar La Habana desde 1928, tras el acuerdo diplomático negociado por Raúl Castro y él en 2014. En esa visita, Fidel no recibió a Obama, y aquella fue la prueba definitiva de que su era había concluido.
Fidel siempre desconfió de Estados Unidos, como recordaba en una carta que publicó en enero de 2015, poco después del restablecimiento de las relaciones entre los dos países. “No confío en la política de EE UU, ni he intercambiado palabra con ellos”, escribió, “sin que esto signifique un rechazo a una solución pacífica a los conflictos”. Indicó indirectamente su conformidad al decir que, en sus negociaciones con el principal adversario de Cuba, Raúl había “dado los pasos pertinentes de acuerdo a sus prerrogativas y las facultades que le conceden la Asamblea Nacional y el Partido Comunista de Cuba”. Pero su enfado era patente.
Fidel siguió siendo el paterfamilias supremo de los burócratas comunistas que desconfiaban del deshielo con Estados Unidos y las concesiones al capitalismo introducidas por Raúl. En un artículo publicado poco después de la visita de Obama, Fidel criticó que hubiera animado a los cubanos a “olvidar el pasado y mirar hacia el futuro” y dijo que el pasado de Cuba estaba lleno de episodios violentos cometidos o inspirados por los estadounidenses que no había que olvidar. Y añadió con orgullo que la revolución cubana no tenía nada que aprender de los yanquis ni necesitaba su caridad. “No necesitamos que el Imperio nos dé nada”, escribió. La diatriba de Fidel alimentó una reacción de la Cuba oficial contra la mano tendida de Obama.
Fidel ha muerto ocho semanas antes de que Donald Trump se convierta en presidente de Estados Unidos. Entre otras cosas, Trump ha prometido a los cubanos conservadores de Miami que anulará las medidas de Obama para estrechar lazos turísticos y comerciales con la isla, que, según los críticos, solo han servido para reforzar un régimen comunista repugnante. Si Trump cumple sus promesas, los dos países volverán al agotador enfrentamiento que caracterizó su relación desde que Fidel emprendió su revolución socialista y puso a Cuba en la primera línea de la Guerra Fría. Suceda lo que suceda con la nueva y frágil relación entre los dos países, es irónico que los más escépticos estuvieran encabezados por Fidel, a un lado, y sus archienemigos de Miami, al otro.
Fidel deja un legado polémico. Cuba es hoy un país ruinoso, pero sus indicadores sociales son la envidia de muchos de sus vecinos. El restrictivo régimen marxista implantado hace tantos años se ha relajado en algunos aspectos —en la Cuba actual existe una gran libertad religiosa, y los cubanos, incluso los disidentes políticos más destacados, entran y salen de la isla sin problemas—, pero sigue habiendo un partido único. La policía ataca con dureza a los organizadores de protestas públicas. La prensa también sigue estando sobre todo en manos de comisarios políticos y publica tratados ideológicos, más que noticias.
Para los jóvenes cubanos, Fidel era ya un símbolo oscuro, un abuelo dado a pronunciarse sobre cuestiones que tenían poco que ver con sus vidas. Ahora que cada vez más cubanos trabajan al margen del Estado —los cuentapropistas: taxistas, cocineros, camareros, barberos—, muchos recibían sus exhortaciones revolucionarias como declaraciones pintorescas de un anciano que ya no era de esta época.
En los últimos años, Fidel solía escribir sus reflexiones en artículos esporádicos para el periódico oficial, Granma. En su última columna, aparecida el 8 de octubre con el título El destino incierto de la especie humana, ofrecía una reflexión sobre ciencia y religión, y concluía: “Es en este punto que las religiones adquieren un valor especial. En los últimos miles de años, tal vez hasta 8.000 o 10.000, han podido comprobar la existencia de creencias bastante elaboradas en detalles de interés. Más allá de esos límites, lo que se conoce tiene sabor de añejas tradiciones que distintos grupos humanos fueron forjando. De Cristo conozco bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La Salle, a los que escuché muchas historias sobre Adán y Eva; Caín y Abel; Noé y el diluvio universal y el maná que caía del cielo cuando por sequía y otras causas había escasez de alimentos. Trataré de transmitir en otro momento algunas ideas más de este singular problema”.
Ese otro momento, por supuesto, ya no llegará.
Para el hombre que implantó el régimen comunista en Cuba, desbarató la invasión de Bahía de Cochinos avalada por la CIA, desencadenó la crisis de los misiles, lanzó y armó mil rebeliones marxistas en Latinoamérica y África, envió tropas a luchar contra los sudafricanos en Angola y, de paso, debilitó el régimen del apartheid, sobrevivió a la caída de la Unión Soviética y mantuvo intacto su régimen durante 25 años más, muchas veces a base de puro voluntarismo y ante la frustración de sus numerosos enemigos, para el hombre que quiso transformar la humanidad mediante el socialismo revolucionario, 90 años no fueron, tal vez, suficientes.
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