Trump: cien días que valen por ocho años/
Antonio Camuñas, es presidente de Global Strategies y consejero de EL ESPAÑOL.
El Español, Sábado, 29/Abr/2017
Llevamos ya un año y tres meses con Trump a cuestas y todo parece indicar que la gran mayoría sigue sin enterarse de lo que representa su victoria en las últimas elecciones.
No digo yo que su peculiar estilo personal, su mermada riqueza dialéctica, o su escasa fotogenia gestual no desconcierten al más pintado, ni ponga de los nervios a los amantes de la ortodoxia política en general y la de los presidentes americanos en particular. Pero, a estas alturas, tanto los análisis más entusiastas como las críticas más voraces deberían tener un poso y una perspectiva de las que todavía carecen quizás por verse todavía dentro de una batalla en la que lo más importante es acabar teniendo razón.
En primer lugar, resulta sorprendente que nadie vea en Trump un exponente bastante estándar de la tipología americana. Quien haya vivido o intentado hacer negocios en los Estados Unidos se habrá encontrado con cientos de Trumps. Tan duros y presuntuosos como él, igual de exagerados a la hora de mostrar frialdad como innecesariamente calurosos a la hora de demostrarnos su amistad. Las propias películas americanas están plagadas de personajes que obedecen a estas características, por lo que quién no sea capaz de verlo es porque no quiere.
Son tipos capaces de aguantar la mayor campaña de desprestigio personal, acusaciones de alto voltaje, burlas sangrantes y protestas encarnizadas con mayor tranquilidad que el propio presidente, quien a menudo nos demuestra que no es ajeno a las críticas, lo que le hace mucho más humano de lo que parece.
Trump entendió perfectamente el hartazgo de la sociedad americana con los políticos cortados por el mismo patrón de ambos partidos y se coló por el amplio hueco que le habían dejado. Su mensaje, por rotundo, inexacto o exagerado que resultara, se entendía de manera cristalina frente a los sofisticados lemas de su adversaria, dirigidos a esa América de los grupos de interés que conforman la identity politics, la auténtica perdedora de estas elecciones.
Ciertamente, en los mensajes electorales de Trump había y hay elementos intranquilizadores. Pero de ahí a pretender que Trump vaya a cumplir todas sus promesas de campaña media el mismo trecho que el de sus inmediatos antecesores (y si no repasen a Bill Clinton dispuesto a terminar con las ventajas comerciales otorgadas a México; a Bush Jr. prometiendo no más guerras o a Obama criticando la reforma sanitaria de Hillary en 2008 por costosa e impagable).
Seguir pretendiendo que Trump es un peligro público para el mundo revela un voluntarismo un tanto infantil, una rabieta de quienes no han logrado salirse con la suya, quizás por lo mucho que forzaron la realidad. La verdad es que Hillary era una pésima candidata y posiblemente peor presidenta todavía. Algunos podrán seguir dándose la satisfacción de llamar repetidamente “imbécil” al presidente si ello les consuela, pero ello no cambiará esa realidad que tanto gusta retorcer en los últimos tiempos.
Ello no obsta para que su desembarco en la Casa Blanca haya sido tan caótico como cabía esperar de un hombre de negocios que ha ganado las elecciones en solitario y sin el apoyo de su propio partido. Que el magro equipo que le acompañaba -sin experiencia en la Administración- cometiera errores de bulto (como la precipitada orden ejecutiva sobre inmigración) es comprensible. Que algunos intentaran situarse en puestos de influencia más allá de lo aconsejable, también entra dentro de lo normal. Aunque -ellos más que nadie- deberían recordar la máxima de que “quienes tomaron Normandía no fueron los que desfilaron en París” para saber que una cosa es ser útil para ganar las elecciones y otra que eso te garantice un puesto en el Estado Mayor una vez concluidas las hostilidades.
Las cosas parecen estar reconduciéndose en línea con lo que cabía prever. La salida del general Flynn de la presidencia del Consejo de Seguridad Nacional y la degradación de Steve Bannon, su teórico ideólogo de cabecera, han alterado el rumbo inicial de manera sustantiva y hoy Trump está aconsejado por militares de la máxima solvencia. Su decisión al bombardear Siria (además de un bofetón a Obama) fue un mensaje alto y claro para Moscú y -sobre todo- para el emperador chino, quien no movió un músculo al ser informado a los postres en Mar-A-Lago de la acción sorpresa contra su aliado. La bomba de Afganistán fue otro mensaje cristalino sobre cuál es el único país que puede permitirse lanzar una bomba de esas características sin que nadie rechiste. El America First nunca estuvo reñido con el America is Back, al menos para muchos votantes (y no votantes) que quieren sentirse orgullosos de su país, y mucho menos para el Pentágono.
Además del aparato militar -esencial para entender el papel de EE.UU.- en el equipo del presidente hay unas cuantas figuras de relieve. Su embajadora en la ONU, Nikki Haley, está siendo una portavoz extraordinaria del rumbo que debe tomar ese organismo trufado de vetos caducos y arbitrarios, que ampara además la financiación de programas más que discutibles aprobados por los representantes de países muy poco de fiar. La callada labor de Rex Tillerson en la secretaría de Estado y la del vicepresidente Pence como traductor simultáneo de los mensajes que salen del despacho oval equilibran el singular estilo de su comandante en jefe.
Queda por dirimir la relación del presidente con el Congreso, donde no ha entrado con el mejor pie. Hasta ahora sus acciones de gobierno se remiten a órdenes ejecutivas sin haber logrado pasar ninguna ley de importancia por las Cámaras (la aprobación de Neil Gorsuch para el Tribunal Supremo, un éxito de calado, se logró tras activarse la opción nuclear debido al bloqueo demócrata) siendo el fracaso de la reforma sanitaria una llamada de atención nada desdeñable sobre el complejo horizonte legislativo que puede aguardarle, incluso gozando de mayoría en ambas cámaras. La democracia americana sigue brindándonos el ejemplo constante de un sistema que roza la perfección en lo que al equilibrio de poderes se refiere.
Ningún presidente puede hacer muchas cosas durante su mandato por mucho que se proponga y Trump no es una excepción. Para sacar adelante la reforma fiscal que pondría en marcha la recuperación económica tendrá que aprobar antes un presupuesto muy rupturista para el gusto de Washington. De igual manera, tendrá que tejer con habilidad sus relaciones con los congresistas y senadores demócratas si quiere llevar a cabo su plan de infraestructuras, el New Deal con el que Trump quiere que millones de americanos se incorporen al mercado laboral.
Entretanto, podríamos decir que todos los mensajes de Trump han llegado alto y claro. Desde luego así lo han entendido al otro lado de la frontera del Rio Norte, en el cuartel general de la OTAN, en el Kremlin y en el interior de la muralla china: pónganse las pilas para ayudarnos y nos irá mucho mejor a todos.
Esto no excluye que Trump siga con sus desquiciantes tuits, ni que su precipitación por lograr éxitos adicionales en estos primeros cien días le lleven a pegarse algún innecesario tiro en el pie. Al fin y al cabo, el marco de los cien días -establecido por F.D. Roosevelt como fecha límite para aprobar sus medidas para salir de la gran depresión- no es más que una muestra escasa e incompleta del cariz que puede acabar marcando una presidencia.
Hoy por hoy, podemos decir que los enemigos políticos de Trump están destruidos, sin mensaje y a duras penas mantienen un movimiento de resistencia anti-Trump que no se sabe en qué consiste, a la espera de acontecimientos. Lo mismo puede decirse del partido republicano, dividido y desorientado, a la búsqueda de referencias para sintonizar con un electorado que no les hubiera votado a ellos. Las elecciones parciales de 2019 favorecen a los republicanos en el Senado. Y los medios -tras intentarlo todo y fracasar- no tienen ni pajolera idea de cómo echarle el guante.
Siento por tanto comunicar a la infinidad de detractores que Donald Trump tiene en España, que, salvo errores insalvables, no creo que vaya a ser tan fácil deshacerse del neoyorquino ni ahora ni seguramente en 2020. Válgales al menos el consuelo de que -como la mayoría de quienes le precedieron- saldrá de la Casa Blanca envejecido, desgastado, y criticado. Si bien -incluso así- a muchos nos habrá compensado el frenazo que Trump ha significado para el multiculturalismo y sus políticas identitarias, ese odioso fenómeno que llevaba camino de destruir el melting pot, la base del gran sueño americano.
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